Si la semana pasada tuviera que definirse en una palabra, esta sería, probablemente, “conmoción”. Hace un tiempo ya que la discusión sobre la violencia machista está instalada, que las estadísticas se conocen y los medios de comunicación nombran los hechos como lo que son: femicidios. Pero la cercanía de estos hechos en el tiempo, la presencia de niños y la violencia que incluyeron nos remiten a nuestro lugar más bajo y más tenebroso como sociedad.

En este escenario, caracterizado por una tendencia general ya conocida y transitada de pedir más castigo, exigir más penas, expresar grandilocuentes discursos de odio, se suman elementos alarmantes, como la concentración que tuvo lugar el viernes frente al Palacio Legislativo en reclamo de cadena perpetua y los ineludibles discursos en las redes exigiendo la aprobación de la pena de muerte para los ofensores sexuales y homicidas.

Es de reconocer que un análisis de la violencia no puede comenzar por otro lugar que por la comprensión del miedo de las personas. En efecto, estos hechos son aterradores, lo suficiente como para que cualquier padre, madre, familiar o amigo exija soluciones sin importar el costo. Por otro lado, también resulta imprescindible remarcar algunas complejidades que estamos transitando en este proceso.

La primera de ellas, sin lugar a dudas, requiere entender la naturaleza del problema y pensar soluciones efectivas, radicales, es decir, que ataquen el problema de raíz. Un buen punto de partida es enumerar las cosas que estamos haciendo mal.

Hay una gran tendencia hegemónica que domina las políticas públicas en seguridad, enmarcada en lo que podemos llamar punitivismo. Parten de las teorías del control social que, alineadas con el sentido común, suponen un sujeto racional que calcula costos y beneficios a la hora de delinquir, de modo tal que subiendo las penas –y así, el costo del delito– disminuirían el beneficio y la probabilidad de cometerlo. Este es el esquema presente al dotar de mayor armamento a la Policía, subir las penas, prohibir la excarcelación o pedir la pena de muerte. Además de ser el esquema imperante en las políticas públicas aplicadas actualmente desde el gobierno, este es el grueso de las propuestas de todos los partidos de oposición, y el reclamo general de la opinión pública. Podríamos decir, mal que nos pese, que estamos teniendo la política que queremos, más allá de la mayor o menor simpatía por las figuras que las llevan adelante.

Analicemos, sin más, la terrible situación que tomó estado público el domingo: un hombre que mata a su pareja y a la hija de esta, y luego se quita la vida. ¿De qué forma el esquema antedicho solucionaría el desenlace? Ya ni siquiera importa si le atribuimos al Estado la posibilidad de eliminar una vida: el homicida ya lo hizo por sí mismo.

Desde luego, podríamos decir: “deberían haberlo encontrado antes”, “alguien debería haber hecho algo”. Sin duda, podemos pensar que los caminos legales y policiales podrían ser más eficientes, pero tenemos que aceptar una verdad angustiante: no es posible controlarlo todo. En este sentido, del mismo modo en que curar en salud es más difícil y costoso que prevenir, parece imprescindible aceptar que hay esquemas sociales y culturales profundos, duraderos, que debemos atacar.

Todo este proceso se ha generado, además, en el marco de la lucha feminista, en una semana muy importante para su movimiento, al celebrarse, el 25 de noviembre, el Día Internacional de Lucha contra Todas las Formas de Violencia hacia la Mujer. Buena parte de la discusión se ha centrado, entonces, en discernir si estos asesinos son “locos sueltos”, “degenerados”, “pervertidos”, o si, por el contrario, encarnan y dan vida a sentidos y significados generales, aprendidos; eso que se nombra como machismo y que se genera en el marco de un sistema patriarcal. Aquí la estadística es una buena aliada.

Si atendemos a los homicidios de mujeres en el ámbito doméstico, podemos identificar que las cifras se mantienen similares (oscilan entre los 21 y los 29 años) desde 2012 hasta la fecha, y que más de la mitad de las víctimas fueron asesinadas por su pareja o ex pareja (Gambetta y Coraza, 2017). Evidentemente, los homicidas se encuentran privados de libertad o, como el del caso que mencionábamos, muertos; sin embargo, la cifra se mantiene: encerrado o eliminado el agresor, otro toma su lugar. Por esto insistimos en que no se trata de casos aislados, sino de una forma aprendida e instalada de violencia que ejercemos los hombres hacia las mujeres, hacia las niñas y hacia los niños. Esa es la manifestación más clara y más brutal del patriarcado.

Parece imprescindible, entonces, repensarnos en nuestra forma de ser varones y de concebir los vínculos con los otros y con nosotros mismos. Aunque cueste, aunque nos revuelva las tripas y nos resulte molesto sentirnos parte del problema. Siempre es más fácil culpar al otro, siempre es más sencillo rotular, vigilar, aislar, asignar los problemas a anormales asociales que nada tienen que ver con nosotros.

Émile Durkheim, fundador de la sociología, entendía el castigo como una institución generadora de cohesión social: encontrando a los desviados nos constituimos como sujetos de bien; castigándolos, sentimos que se ha hecho justicia. El fundamento que subyace es una filosofía retributivista: hacer daño al ofensor es darle lo que merece por sus hechos; buscamos venganza.

Este esquema está imperando actualmente en nuestra sociedad, en nuestra filosofía moral y en las leyes que exigimos (y tenemos), y en este momento de dolor parece necesario hacer dos reflexiones. La primera supone comprender que esta lógica no nos reporta beneficios de ninguna índole: las cárceles se abarrotan, las mujeres mueren, y los vivos nos llenamos de odio, habitando espacios sulfurosos y violentos. La segunda implica pensar en los efectos de llevar esta lógica hasta sus máximas consecuencias. En efecto, ¿qué pasa si universalizamos la idea de matar a todo lo peligroso? ¿Encarnaríamos así el bien? Hay un dicho que reza nos comimos al caníbal.

Vuelve, entonces, la pregunta válida: ¿qué hacer? Sin duda, las respuestas categóricas parecen tan endebles como arrogantes, pero el tema merece algunas consideraciones. Desde hace un tiempo se habla de las políticas de subjetividad, entendidas como aquellas que buscan una transformación integral de la vida de los sujetos, y que se desarrollan a partir de un reconocimiento de su persona. Dicho de otro modo, parece imprescindible que trabajemos sobre nuestras violencias, institucionalmente, entre pares, en las familias, desarticulando este nudo gordiano del odio que parece servir de argamasa y constreñirnos.

Sin una perspectiva de derechos, sin un reconocimiento del otro, sin la búsqueda activa, compleja y dolorosa pero valiente, de construir colectivamente, parecemos condenados a encontrarnos, otro año más, furiosos por justicia, pero vacíos de ella.

Leonel Rivero