Ayer llegó a Montevideo una verdadera leyenda de la fotografía española: Alberto García-Alix, el artista admirado por Keith Richards, el fotógrafo que documentó el movimiento conocido como “la movida madrileña”, la noche, las motos, la violencia y el sexo, a la vez que, sin renunciar a su riguroso blanco y negro, logró poderosas imágenes de jóvenes personalidades como Pedro Almodóvar, Rossy de Palma y Camarón de la Isla, e impuso a sus amigas como verdaderas celebridades de los 80 y 90. Por medio de una vibrante composición de grises, sombras e inquietantes retratos en primerísimos planos, García-Alix nos obligó a mirar a los ojos a yonquis, travestis, motoqueros y prostitutas. Por eso, entre las variadas distinciones, el museo madrileño Reina Sofía organizó una retrospectiva de su obra en 2009, que se convirtió en la muestra más visitada en su historia. Con una exposición conjunta curada por Ricardo Ramón Jarne, el Centro Cultural de España y la galería Xippas inauguraron Un expresionismo feroz, en la que se reúnen desde las primeras instantáneas, de mediados de los 70, hasta sus últimos trabajos. Esta muestra se realiza en el marco del Festival de Fotografía MUFF, por eso el lunes a las 18.45 se proyectará en la Intendencia de Montevideo su documental De donde no se vuelve (2008) y Ramón Jarne le hará una entrevista pública.

“Tengo más formación literaria que fotográfica”, cuenta García-Alix a la diaria, y advierte: “Cuando abro un libro de [Sebastião] Salgado miro las tres primeras fotos y digo ‘qué bueno’, pero las 40 me dan un ataque de nervios. Es que la fotografía me interesa poco; me atrae como lenguaje, y he alimentado esa manera de ver mediante la literatura. He leído más que visto”, dice, antes de recordar su obsesión con las motos. Como hace más de 40 años que las fotografía, hace un tiempo decidió iniciar un nuevo trabajo para verlas de un modo más próximo al expresionismo, manteniendo su épica búsqueda de la sencillez y la profundidad, que a lo largo de los años lo convirtieron en un explorador incansable de sentidos.

–Lo primero que te movilizó fueron las motos.

–Sí, por edad. Tenía un hermano que corría, y yo también, pero él era más entregado, hacía deporte, se cuidaba. Y yo no.

–Pero tu comienzo en la fotografía se produjo por un mal viaje de ácido y por la mística del laboratorio.

–A mediados de los 70 le pedí a mi padre una cámara para Navidad porque quería hacer fotos de motos. Sobre todo surgió porque un amigo de mi hermano hacía fotos de las carreras, después las llevaba al colegio y nos las enseñaba. Así fue como me empezó a interesar en un comienzo. Me regalaron la cámara y sólo hice fotos de una carrera. No volví a cogerla hasta que un año después [en 1976], me fui de la casa de mis padres a vivir con un amigo que tenía un par de Nikon F2, la cámara de los reporteros de guerra. Un día mi amigo se fue a la mili y yo me quedé en casa. En un mal viaje de ácido decidí que tenía que hacer algo con mi vida. Ahí fue cuando empecé a meterme en el laboratorio cada tarde, y para instalarme en el laboratorio necesitaba hacer fotos. La pena es no haber tenido idea de lo que era el hecho fotográfico. No tenía conciencia.

–¿Qué hubiera modificado eso?

–Sólo se vive una vez. Todo lo que estaba pasando en mi vida, en esos momentos, era parte de una convulsionada sociedad española. En esa época entré en las drogas, era independiente por primera vez, todo era un estallido de nuevas fronteras: la liberación sexual, la asimilación de todas las tendencias musicales que nos venían de Inglaterra, la liberación del fascismo, la caída de [Francisco] Franco después de tantos años. Era una libertad que hoy no existe, porque aquella era una época en que la convulsión, la agitación, el estar contra el sistema, el deseo de un mundo mejor, la performance y la provocación eran los valores de la juventud. Si eras joven y no estabas contra el sistema eras un gilipollas. Todo era nuevo para nosotros. Yo era un abanderado.

–¿Por qué decís que tu visión no se corresponde con el relato que después se hizo de la movida?

–El relato actual de la movida es que no existió, que no fue para tanto. Lo que pasa es que los que lo dicen no la vivieron. Y son unos mediocres y unos envidiosos. Como liberación fue mucho más que lo que se vio, pero no como movimiento. Porque la palabra “movida” siempre se usó para buscar drogas. Hacia 1981 los periodistas la tomaron como un dato de lo que sucedía en la ciudad. Pero mucho antes, entre 1976 y 1978, fueron los años del underground. Sin ese underground no se habría llegado a esto. Y la verdad es que hubo tantas movidas diferentes como personas que las integraron. Lo que sucede es que la movida no era un movimiento cultural; no existía ningún manifiesto artístico, sólo era una eclosión juvenil muy limitada. Fue un motor que, cuatro, cinco o seis años después, generó movidas tanto en todas las grandes sociedades de España como en cualquier pueblo. Agitó los bajos de todos los españoles hacia la modernidad. De repente, la gente cambió la manera de vestirse, de peinarse, todo. España cambió de la noche a la mañana. Pero en la movida no hubo grandes intelectuales que la validaran; sólo era una porción de la juventud sin un programa artístico o político. Fue la búsqueda –desde una parte de la juventud– de un mundo más hedonista, en todos los sentidos. Los hermanos mayores habían militado contra Franco y habían perdido la vida luchando contra el sistema. Ahora ya no era eso: era sacarle a la vida otro partido.

–¿Cómo fue que optaste por el retrato?

–Mira, en realidad yo nunca he optado por nada. Lo que pasaba era que les hacía fotos a mis amigos. He sentido no haber tenido un maestro, que es aquel que te capacita para amar eso que te enseña, y en el fondo no es más que un estímulo que se conduce un poco a empujones. En la fotografía fui autodidacta. Y es triste cuando de repente, en medio de 1988, ves por primera vez un libro de Robert Frank. ¿Qué estaba haciendo? No tenía la misma conciencia entonces que en 1977. Lo importante fue que a los 19 años alguien vino y me dijo “léete este libro”, y El viaje al fin de la noche, de [Louis-Ferdinand] Céline, me cambió la vida. Eso también es un maestro.

–¿Y ese estilo austero, despojado?

–Yo era un tonto. Cuando ponía un carrete en la cámara pensaba que me tenía que durar toda la semana (y tampoco tenía más dinero). Hacía una foto y guardaba el resto pa’ mañana y pa’ pasado. Estaba loco. Lo único que tenía alrededor eran las drogas, y eso era lo único que realmente fotografiaba. Pero luego muchas fotos se perdieron, porque después de una detención que hicieron a la vuelta de casa, destruí muchos negativos. Fue un gran chivatazo [delación], estaban todos registrados. Mi única virtud fue mi educación, porque mi padre era un gran médico, mi madre estudió filosofía, y tenían una biblioteca superior a la media. Como siempre estaba castigado, me enfrascaba con los libros. Luego mi madre nos llevaba a los museos, nos explicaba los cuadros, las composiciones, y son cosas que de niño te parecen muy pesadas. Pero cuando coges una cámara, inmediatamente compones. Y yo lo hice desde las primeras. Tenía conciencia de cómo quería que resultara el retrato. Para mí el tope de la fotografía era la foto del cazador de leones con la escopeta al lado. Lo que me apasionaba de la fotografía era que permitía la independencia completa de la mirada. Cuando empecé a mostrar mis fotos para que me dijeran algo, me respondieron que tenía que dedicarme a otra cosa. Así que lo hacía para mí. Durante un par de años arrastré ese bendito “dedícate a otra cosa”. Pero me metía en el laboratorio y le decía mi chica: “Soy fotógrafo”. Y luego la vida, que no sabes cómo hace para que a veces estés en el momento adecuado y en el sitio apropiado.

–¿O sea que, en definitiva, fue un poco casual?

–Tuve mucha suerte sabiendo muy poco. Claro que desperdicié muchas posibilidades por mis problemas con las drogas. En medio, a una amiga inglesa le había regalado un par de fotos, que ella llevó a enmarcar en una galería de Londres, y a los dueños les sorprendieron. Pidieron para conocerme y ver mis fotos, y como tenía a la Policía pegada al culo, no lo dudé. Me hicieron una expo y me dieron 6%. Enseguida me pidieron que les presentara otro portafolio, firmé el contrato y desaparecí. Volví a meterme en problemas con las drogas, porque hay momentos en los que ya no existe nada. Empeñaba las cámaras, me quedaba sin equipos. Pero siempre me perdonaron todo, porque decían que era un pobre chico con problemas. Si hubiera sido más consciente de muchas cosas, quizá no habría hecho mejores ni peores fotos. En 1986, cuando había perdido todo –la casa, la independencia, mi novia–, la dueña de una galería me preguntó qué tal estaba y me propuso hacer una exposición en menos de dos meses. Volví a la casa de mis padres y monté un laboratorio en el baño. Se vendió todo lo que mostré. Me compré un equipo de segunda mano y luces, y volví a decir: “Soy fotógrafo”.

–A partir de esos años tu mirada ha variado, y se ha acercado a la abstracción.

–Sí, evolucionas. Empleé la abstracción como una manera de potenciar sentimientos que desprende la imagen, porque las imágenes siempre tienen ciertas reverberaciones, soledades, miedos y tensiones, a modo de capas. A partir del momento en que me fui a París [en 2003], mi fotografía se ha vuelto más introspectiva. De repente, un día descubrí que no sabía quién era, que ya no me conocía y que ya no me quería. Porque antes me creía el rey del mambo, pero un día me desperté y me di cuenta de que era un juguete. Ahora no me interesa tanto el retrato, y para mí la fotografía ya no es más que un espacio donde reinventarme. Hay un yo que es propio, y hay otro que, mediante la fotografía, busca un espacio donde existir, donde ser. No era mi futuro, pero ya te das cuenta por dónde acabé.

–¿Te han interesado las pulsiones del miedo y el dolor como elementos creativos?

–El dolor, nunca. Hay demasiado. El miedo es una constante en la vida de todos los seres humanos, y en mayor o menor medida padecemos el miedo a la enfermedad, a la soledad, al dolor; miedo al miedo. Yo le tengo miedo a mi miedo, pero ¿qué es el miedo? Debo de ser un gran cagón, pero al mismo tiempo siempre lo supero. Así ha sido mi vida, y el miedo no ha faltado nunca. Es como si fuera una gran curva de niveles de histerismo, sensibilidades y miedos. El ser humano nace y muere con miedo, sólo que, a través de la cámara, es distinto: si yo miro esto [una taza y un mantel] a través de la cámara y me pongo aquí [lo mira desde arriba] lo veo natural, si lo hago desde aquí [abajo] lo veo de otra manera, pero si a lo mejor me arrastro hasta el borde, todo se descompensa, y entonces se gana una sensación de vértigo. Ese es el miedo visual, es una tensión de búsqueda, que se vuelve una metafísica de la mirada.

–En un momento, hablando del trabajo de Salgado, dijiste que en sus fotos el dolor de los hombres desfavorecidos nunca se muestra.

–Dije lo que pensaba. Él es un fotógrafo inmenso, pero a mí no me interesa nada. Tiene el corazón del sacerdote, y yo el del cardenal corrupto. Pero ahora, con la edad, todo se acerca. Por eso, recién en esta época llegué a comprenderlo. En aquellos años era inviable, porque su fotografía está muy bien, pero son cromos, y la vida es más importante. En su momento, Salgado comentó que para hacer un trabajo primero mandaba un fotógrafo para que fotografiara lo que él quizá iría a fotografiar, porque recién cuando lo viera sabría si le interesaba o no... Cuando coincidimos en China, él decía que salía a las 7.00 a la calle, volvía a las 19.00, se encerraba en su habitación y no volvía a salir. Y yo decía: ¿no hay mujeres para ver? Y sí, la fotografía es igual de buena, pero lo que pasa es que a mí siempre me han interesado los procesos vitales humanos.

–Y además sos un interesado en el tango y en Carlos Gardel.

–Claro. En 1976 yo no oía la música de la movida, que nunca me interesó. Era amigo de los Radio Futura, los Gabinete Caligari, pero mi música era Gene Vincent, el rockabilly y el rock and roll más clásico. Y siempre andábamos traduciendo las letras. Un día, en El Rastro, compramos un disco de Gardel para ver qué era eso del tango, que en España se escuchaba mucho pero al que no le habíamos prestado atención. Cuando en casa pusimos el disco, rápidamente dijimos: “Quita eso, coño”. Al otro día volvimos a ponerlo, y esa vez debíamos estar más puestos de cabeza: escuchamos las letras y descubrimos la poética de la palabra en castellano. Pienso que en el bolero y en el tango es donde se han dado las mejores letras en español. Al final, todos éramos rockeros, pero toda la pandilla estaba colgada con Gardel. Y cuando estábamos solos en casa siempre pedíamos: “Pon a Gardel”. Con él entró el tango canción, y cuando avanzas en ese esquema, llegas a Julio Sosa, a Alberto Castillo y otros. Pero, tarde o temprano, siempre se vuelve a Gardel. Cuando estábamos de fiesta con la pandilla siempre brindábamos y decíamos que algún día iríamos a la tumba de Gardel a ponerle un pucho [entre los dedos de la estatua]. Pasó la vida y un día me encontré solo frente a su tumba. Me pegó una hostia. Todos estaban muertos. Todo había sido un desastre, y ahí estaba yo. Pero después, siempre que voy a Buenos Aires, vuelvo ahí. Además, es un paseo apasionante: la gente para el coche, se baja, le pone una flor, reza y se va. Una vez me encontré un par de punkies suizos... incomprensible. Es que en esa tumba pasa de todo. En general, los cementerios me molan, y por eso agarro la cámara para ver cómo se representa la muerte. Ponen los juguetes de los niños, flores de plástico en un país donde crecen naturales, remeras de fútbol, notas: la muerte como representación visual. Como fotógrafo me gustan los mundos en extinción, en decadencia, porque son esencialmente visuales.

–Planteás que cada época tiene su foto. ¿Cuál sería la de estos años?

–Sí, cada época tiene su foto icónica. En los 60 fue la del Che Guevara, después la del policía de Vietnam asesinando de un tiro al prisionero del Vietcong. En cada momento hay una foto con representación colectiva. Ahora vivimos en una época mucho más ecléctica, más compleja. Todo es bastardo, es hijo de mil leches. Si me preguntas por una imagen que represente, para mí, el momento actual de España, no sé cuál sería, pero sí sé qué pinceladas de grises debería tener: la del miedo, la de una España eterna que revive constantemente, así sea de cojones –a través de los trapos–, la soledad. Ahí la abstracción funciona. Pero no podría ser algo enfocado, porque hoy en día cada vez es más difícil poner un foco: entre la mentira, la poliverdad, la posverdad... ¡por Dios! Esta es mi defensa frente a una realidad que no admito y que me ofende. Ahora todo lo que me gusta está rancio. Pero lo que más me interesa es la poesía de la imagen y la búsqueda de una pulsión poética y metafísica... Es que me he vuelto autista.