El día en que alguien de su confianza terminó con su vida, Valentina Walter estaba cumpliendo nueve años. Esa circunstancia la puso a salvo del implacable juicio que suele caer sobre las adolescentes que son violentadas, por ejemplo, a la salida de un baile.

La ira se desató, en cambio, sobre el homicida, un hombre de 22 años que abusó de ella antes de matarla y que terminó por confesar el crimen a los pocos días. Y como suele pasar cada vez que un crimen horrible toma estado público, los reclamos de justicia se transformaron rápidamente en pedidos de linchamiento. En la ciudad de Rivera los vecinos se amontonaron en todas y cada una de las instancias judiciales; llegaron hasta la escena del crimen, se acercaron a la reconstrucción y esperaron en la puerta del juzgado. Acompañaron a la familia en el cementerio y después marcharon nuevamente hasta la sede judicial para expresar sus sentimientos, que, como es fácil comprender, eran de tristeza, pero sobre todo eran de furia. Muchos no conocían a la niña ni a su familia, pero estaban ahí para pedir el linchamiento del asesino, porque la Justicia no podría nunca estar a la altura de la barbarie que había sido cometida. Un ignoto político de San José anunció su voluntad de recolectar firmas para pedir el endurecimiento de las penas, y una vedette que también es conductora de televisión expresó en su cuenta de Twitter su deseo de que el asesino fuera “entregado al pueblo”. No es la primera vez que una figura popular hace reclamos de este tipo, y tampoco es la primera vez que el coro de indignados se hace eco de un reclamo punitivo que prefiere saltearse las tediosas y resbaladizas etapas procesales y pasar directamente a los bifes.

Es perfectamente comprensible la furia. No hay cómo no entender el dolor y el espanto; cómo no sentir, una vez más, la sorpresa y el miedo. Pero justamente por eso, porque no es la primera vez, porque se repite siempre de modo más o menos igual, es que deberíamos exigirnos otra reflexión. Deberíamos entender de una vez que si Valentina está muerta no es porque, sencillamente, algún mal espíritu encarnó en su vecino de al lado. Al contrario, si el vecino de al lado aprovechó su fragilidad y su inocencia y abusó de ella es porque, de algún modo, se sintió habilitado. Porque la vio como un objeto, como algo que es posible arrebatar si las circunstancias lo facilitan. Porque las mujeres –y eso incluye a las niñas– son una cosa que se puede codiciar y manotear, un botín que se reparten los ejércitos y una mercancía que se puede traficar de las más diversas formas. Claro que ese hombre de 22 años que aprovechó la indefensión de una niña de nueve seguramente no pensó nada de esto. Lo más probable es que haya actuado movido por el impulso y por la oportunidad; como dicen, la ocasión hace al ladrón. Pero justamente, si él fue un ladrón, ella fue un objeto. La insistencia del feminismo en la tipificación de la violencia de género no es caprichosa ni delirante.

La cultura patriarcal y el capitalismo de mercado no son la manía de un grupo de conspiradores: son el aire que respiramos y la trama de sobreentendidos que legitiman –o no– nuestras conductas. La rapiña y la apropiación son las formas ilegales y violentas que algunos se dan para conseguir lo que otros, movidos por los mismos impulsos, consiguen legalmente. Y en ese esquema de codicia y apropiación las mujeres y las niñas –y hasta los niños– son mercancía.

No hay gran diferencia entre abusar de un niño y linchar a un abusador. En cualquiera de los dos casos hay un impulso incontenible y una situación de poder que es favorable a una de las partes. El más débil es sacrificado al apetito del más fuerte.

La nación más triste, dice Caetano Veloso en una canción, se compone, en sus peores épocas, de posibles grupos de linchadores. Para una sociedad sin ganas de mirarse al espejo no hay nada tan terapéutico como una buena faena colectiva de destrucción justiciera.

Por alguna razón, en los últimos tiempos ha crecido el rumor de que los homosexuales y las feministas imponen la agenda y acosan a los hasta ahora respetados padres de familia. No son pocas las voces que se van alzando para reclamar que alguien ponga coto a tanto relajo, y ya es posible ver cómo los bandos se arman en contra del alocado empoderamiento de algunos sectores que solían ser tímidos y discretos.

La locura punitivista encontró, en estos días, en un violador homicida, a su víctima perfecta. Exactamente como, algunos días atrás, un par de hombres jóvenes habían encontrado a una niña indefensa.