Permanecer se realizó en la sala Zavala Muniz y es, como adelanta su nombre, una performance duracional de cuatro horas en la que el público es invitado a “permanecer de pie en una plataforma cubierta de carbón y en constante movimiento”. El folleto explica que el tiempo de esa permanencia y exposición dura hasta que otra persona ingresa al espacio, y que “descalzos, en silencio y con la mirada hacia los otros, la yuxtaposición de nuestras singularidades hará a la identidad de nuestro colectivo”. Así, la obra se devora al público y lo vomita en el centro del escenario, convertido en intérprete voluntario. La decisión de ingresar pone a quienes lo hacen en estado de alerta, observando el espacio y a los demás, intentando anticipar otra iniciativa de pasar al frente, siendo sorprendidos por la vulnerabilidad de ponerse en escena sobre un piso difícil de transitar y que tiembla en forma ensordecedora. De los tres actos, este es el más bello, huyendo de la espectacularización y desarrollando un universo de relaciones entre sus materias primas: cuerpos, tiempo y objetos. Esta parte resulta también, al ser gratuita (para las otras dos se cobraba entrada) y sucia como sólo puede serlo una tonelada de carbón, la que menos respeta el espacio simbólico y la institución cultural que es el Solís y a todo lo que representa en la historia “uruguaya”, término que también es avasallado, como veremos luego, por esta Trilogía.
El acto II, Resistir, tuvo lugar en la sala Delmira Agustini, a la luz de un sol que rebotaba, amarillo, sobre tablas de madera ordenadas caóticamente por toda la superficie escénica. Resistir es repetir y respirar; la repetición amaga significados que hacen resplandecer a la hinchada, al sexo, al deporte, al combate, a la violencia, al clown, a obras como Mordedores, de Marcela Levi y Lucía Russo; What they are instead of, de Jared Gradinger y Angela Schubot; o Desde, de Vera Garat, Tamara Gómez y Lucía Valeta, entre otras imágenes de cuerpos desbordados de insistir. Hay algo en común entre permanecer y resistir; los verbos y los actos de Cubas se hacen colectivamente, en la escena de lo humano.
En la coreografía, de inicio calmo y suelo intransitable, los intérpretes se sostienen en la respiración y en las articulaciones, en el humor y en el grotesco, en el sudar de lo otros, en la autoarenga, en nuestros ojos y cuerpos que, con el correr del tiempo, oscilan también. La metaquinesis mueve al estómago antropofágico, que es un órgano vibrátil.
La espectacularización del aguante, la ridiculización del aguante, la transformación que produce la resistencia, el hambre de carne que emerge del cuerpo en máximo esfuerzo, la ambigüedad entre los gestos de aliento, sofocamiento, excitación sexual, las manos que buscan los órganos de los otros, pequeños toques de zonas erógenas y los mismos toques pero sin ropa, cuadros repetitivos que se van transformando por la transformación de los cuerpos que los ejecutan, estructuras lineales que presentan a la vez algo de circular. El agotamiento adelanta la lógica del tercer acto: el avasallamiento.
Avasallar se montó en la sala principal, y es el acto en el que la madera ya no aparece hecha carbón ni desperdigada, sino formando una estructura que a modo de pared atraviesa el escenario. Al lado de ella, una pila de otras maderas, aún en fase de deconstrucción. Comienza con una calma a la que sigue una avalancha de cuerpos energizados al máximo; como deportistas furiosos y escapados de una jaula, que solitariamente repiten una rutina de entrenamiento o prueba física, desde el campo abierto a una orgía y a una obra del Bosco, el acto presenta cuadros siempre en movimiento hacia nuevos momentos.
Esta parte es –ayudada por la sala grande– la más clásica como obra coreográfica, con personajes, iluminación acorde a una dramaturgia unificada, momentos de virtuosismo y manejo de los clímax y pausas. Su sonoridad está estudiada y compuesta a partir de voces, golpes, gritos individuales y colectivos, con un vestuario que se acerca a lo deportivo-pop, y escenas organizadas desde una lógica formal cuya visualidad es predominantemente rítmica.
“Sólo me interesa lo que no es mío”*
El proyecto cultural antropofágico nació en Brasil en 1928, con la publicación del “Manifiesto Antropófago”, de Oswald de Andrade, que delineaba algunas ideas ya presentes en la “Semana de arte moderno” de San Pablo (1922). Demandaba la reevaluación y reformulación de la identidad brasileña, basándose en la metáfora del acto caníbal. En los textos de De Andrade (1928), esa metáfora indica cómo lo primitivo, el hombre amerindio, el caníbal-civilizado y actual brasileño, devora la cultura ajena y se apropia de ella, transformándola y haciéndola suya sin culpa. Así señala las raíces históricas de civilizaciones destruidas de América; los nuevos significados de la relación humana con la naturaleza y con su propio cuerpo, la sexualidad, los afectos y la comunidad; y el deseo de transformar miedos y odios tradicionalmente ligados a los relatos europeos sobre el canibalismo americano en el reconocimiento artístico de un estado de libertad sin límites y una visión poética de renovación cultural. ¿Qué devora y qué propone esta Trilogía antropofágica?
Salvo que se conozca a los artistas o se decida investigar en profundidad su proceso creativo, el título y los procedimientos que dan lugar a esta obra permanecen como un misterio para el espectador. La Trilogía presenta una continuidad interna que tiene que ver con los materiales empleados en cada acto –madera y cuerpos en diversos estados–, y cierta contigüidad estética respecto de las obras devoradas, que pertenecen a tres coreógrafos brasileños de moda: respectivamente, en cada acto, Vestigios, de Marta Soares; Matadouro, de Marcelo Evelin; y Pororoca, de Lía Rodríguez. Por la selección de las coreografías y coreógrafos, y por su intento de inscribirse en la tradición del Movimiento Antropofágico, podríamos decir que la obra dialoga, más que nada, con la cultura pasada y presente de Brasil. Sin embargo, y haciendo eco a los cuestionamientos de los propios antropófagos a las identidades nacionales, quizá la elección de Cubas ponga en problemas a la identidad “uruguaya”.
La danza contemporánea –como casi toda la danza escénica en Uruguay– ha ocupado un rol de transculturación, trayendo al país estéticas y técnicas en boga en lugares centrales de la cultura mundial como Europa o Estados Unidos. La selección de Cubas da cuenta de su deseo de ese “otro cuerpo” brasileño, pero al devorar a tres coreógrafos exitosos de la danza contemporánea internacional, pone en su plato las expresiones más vanguardistas de una cultura como la brasileña, cuya historia está marcada por fisuras entre lo popular y lo erudito, lo “moderno” y lo “atrasado”, las ciudades y el interior, lo “civilizado” y lo “salvaje”. Las obras devoradas –y el propio movimiento antropofágico– ponen en cuestión esas divisiones, y es necesario recordar que ese movimiento fue fundado por modernistas de San Pablo que intentaban esas asimilaciones (como antes lo hizo el mestizaje), y no por indígenas o sertanejos que trataban de valorizar culturas precoloniales. Estos datos sitúan a la Trilogía en un espacio de conflictos geopolíticos e histórico-culturales que, al igual que aquel movimiento, no es para nada ingenuo, sino el objeto y resultado de su propia provocación.
La lógica de devorar obras de otros está presente en Cubas más allá de esta trilogía y de los artistas del menú. Es posible reconocer en la obra ingredientes de otras ollas y otros cocineros: Historia natural de la belleza, de Andrea Arobba; Otro teatro, de Luciana Achugar; La masa, de Federica Folco; Multitud o Puto Gallo Conquistador, de la propia Cubas; algo de Constanza Macras con Guillermo Gómez Peña, de Ann Liv Young con Miguel Gutiérrez, cuerpos que podrían haber sido incorporados, sin nombrarlos, a este banquete.
Uno de los rasgos que caracterizan a la danza contemporánea es el uso de discursos metacoreográficos que expanden los sentidos de una obra, orientan procesos conceptuales, ofician como traducción de un lenguaje caracterizado por su iconicidad o antiliteralidad, y ponen a la danza en relación con otros modos de pensamiento. Sin embargo, esa utilización de marcos teóricos y conceptuales de alto vuelo filosófico y político para presentar –o legitimar, o “vender”– obras de danza necesita ser repensado, a la luz de los efectos de la mediación que ellos generan. Y también para diferenciar los discursos que expresan las intenciones e inspiraciones de los autores de lo que las obras efectivamente hacen o expresan. Es distinto decir que el Movimiento Antropofágico influyó a una obra y que esta es antropofágica; señalar que la resistencia ha inspirado a los cuerpos de esta creación coreográfica, en la que se destacan especialmente los desempeños de Alina Folini, Vera Garat y Turenne, y afirmar que es resistencia; ocupar el Solís programando tres obras simultáneamente en una gran producción (teatral y económica) y decir que el Solís efectivamente se está ocupando en el sentido político de toma del teatro. Devorarse al otro para transformarse es diferente de inspirarse en su estética y crear en relación con él. En la tensión entre las palabras y los actos, es difícil ver cómo lo anunciado en los textos se hace carne en las propuestas escénicas, y una llega a desear no haber leído (o escrito), sino simplemente haber visto y pisado.
Los actos de la Trilogía toman lógicas coreográficas de las obras devoradas, pero más que antropofagia la obra hace pensar en lo que Haroldo de Campos llamaba una transcreación; una forma de traducción que no busca ser fiel al original, sino que asume como premisa la transformación inherente a todo proceso de llevar algo de un lado a otro. La apuesta y las puestas de Cubas están quizá más cerca de ser adaptaciones, pero aun así manifiestan sus cuerpos, como decía el propio Manifiesto Antropófago, “contra todos los importadores de conciencia enlatada. La existencia palpable de la vida”.