“Tenía un tumor de cinco kilos en el abdomen; en seis meses este creció, al punto de llegar a pesar 15 kilos. Mis órganos no funcionaban bien, me faltaba el aire y sentía fuertes dolores en la espalda. Usé mi fe y estoy curada”. Semejante testimonio se puede leer en un folleto que entrega un señor en 18 de Julio y Pablo de María. Allí está la sede central de la Iglesia Universal del Reino de Dios, la organización religiosa creada por el pastor brasileño Edir Macedo, que empezó en 1977 en una plaza y hoy ya tiene alguna que otra sucursal y una fortuna que lo hizo integrar la lista de millonarios de la revista Forbes. La “catedral de la fe”, que se impone sobre nuestra principal avenida, es puro vidrio y tiene más pinta de banco que de iglesia. En la fachada, bien arriba, dice “Jesucristo es el Señor”, pero no es el mismo señor que te da el folleto, en el que también se lee el testimonio de una mujer que tenía “cinco tumores malignos en la zona de la cabeza y el cuello”. “Durante tres años perdí la visión, el habla y los movimientos. Usé mi fe y estoy totalmente curada”, remata. El papel publicitario señala que “todo es posible para el que cree” e invita a ver lo que sucede en una reunión llamada “martes de la cura divina”.
Es martes, apenas pasan unos minutos de las diez de la mañana. En la catedral de la fe cabe demasiada gente, pero hay muy poca: cerca de una docena de personas, la mayoría, mujeres; todas ellas, de la tercera edad. Están en ronda, mostrando las palmas de sus manos, escuchando al pastor mientras este reparte unos gramitos de yerba común y corriente –el paquete está a la vista y se ve la marca– que va a “consagrar”. El pastor me ve entrar y me hace señas para que me una a la ronda. Hago los deberes: extiendo la mano y recibo la yerba.
El religioso le explica a una mujer que debe seguir tomando la yerba consagrada en su casa “para su sanidad”, así cuando va al médico “ya no tiene más nada”. “¿Se acuerdan de esta señora que vino el martes pasado con dolores? La trajo el sobrino de ella, vino prácticamente cargada la pobre, y mire cómo está acá. Hoy vino solita, tomó el colectivo sin ningún dolor, como una chiquilina de 15”, cuenta el pastor, con su español abrasilerado, y luego le pide a Dios que consagre la yerba con “su poder”. De repente, empieza a sonar una música seudomística para ambientar el pedido y el pastor arranca a nombrar las enfermedades que puede curar, con la misma actitud con la que Homero Rodríguez Tabeira te cantaba los números ganadores del Cinco de Oro el domingo de noche, como si fueran palabras vacías de significado, un sintagma para cumplir y seguir adelante: “Diabetes, esclerosis múltiple, leucemia, anemia”, etcétera. Acto seguido, pide que comamos la yerba.
Remedio sin receta
“Cierren los ojos, piensen en Dios ahora”, dice el pastor; posa su mano sobra la cabeza de una señora y les empieza a hablar a las enfermedades para que salgan del cuerpo, como si fueran el diablo, igual que se veía en los programas de televisión de la madrugada. “Vamos, salga de este cuerpo. Desalójate de los huesos. Vamos, artrosis, vamos, osteoporosis, el reuma que está ahí, toda enfermedad que está en el cuerpo de ella, salga”, ordena, subiendo la intensidad progresivamente hasta gritar como un desaforado.
“¿Tú vienes a buscar ayuda?”, le pregunta el pastor al que llegó al final, quien esto escribe. Mi idea original era ver lo que sucedía en la reunión, como anunciaba el folleto, pero una vez adentro del baile de la cura, hay que curarse. Me dice que coloque mis manos en el corazón y piense en Dios. Me pregunta qué tengo, pero lo que tengo no está en el rosario de enfermedades que nombró y es bastante más humilde: alergia. “¿Alergia a qué?, ¿hace mucho tiempo?”, me pregunta, como si fuera mi alergista. “Al polvo”, le contesto. También a la pelusa de los árboles, lo clásico. Técnicamente se llama rinitis, pero Dios, que está en todo, lo debe saber. El capo de la fe me ordena que cierre los ojos. “Vamos a orar por ti”, dice, y empieza: “Señor, Dios y padre, envuelve esta vida acá ahora, de lo alto de la cabeza a la planta de los pies, toda esta alergia, este mal que se apodera de este organismo, de este cuerpo, de esta vida, sea arrancada ahora. Todo mal que está en la sangre, todo mal que se apodera de las células de este cuerpo, causal de esta alergia, salga del cuerpo ahora”. Terminó, pero no siento que salga nada de mi cuerpo, ni que mi nariz esté tan destapada como cuando la trato varios días con unos tiros de Fluticasona, pero quizás es porque osé no comer la yerba consagrada.
“¿Usted por qué vino?”, le pregunto a mi vecina de la ronda. “Hace siete meses que vengo, pero hoy tengo un dolor de cabeza tan intenso en las sienes, y la hinchazón de los pies, como una pelota, entonces, me vine para acá. Estoy a cuatro cuadras”, responde. Enseguida le consulto si le hace efecto. “Sí, hay un componente muy fuerte, que es tu fe”. Cada vez más curioso, le pregunto cómo sigue el proceso. “Vos te vas dando cuenta si tenés que venir, si es para vos o no es para vos”, me contesta. “¿Quién más tiene dolor aún?”, pregunta el pastor. “Yo, las cervicales, desde hoy de mañana me duelen fuerte”, contesta otra señora. Mientras todos nos damos la mano para formar una ronda, una especie de pastor auxiliar empieza a orar por la familia. La mujer del problema cervical está en el centro, recibiendo más oraciones del pastor principal. Vuelve la música seudomística y a los 20 minutos del arranque ya todo parece un déjà vu divino.
Por fin llegó la hora de tomar asiento. Para eso están las centenas de butacas. Todos –más bien, todas– prestan atención como una uniforme y sumisa masa de obedientes alumnos en una clase. El pastor explica que hay que seguir usando la yerba, pero que el martes que viene va a traer un aceite del que nos va a dar un sola “gotita” en la lengua; hace énfasis en consumir esa poca cantidad, y no “la botella de un litro” (como si la sustancia tuviera mucho poder concentrado o fuera uranio-235). Después dice que él va a colocar esa gotita para el enfermo de esto y de lo otro. Vuelve el catálogo de enfermedades, y se suma “usted que tiene cáncer”. El religioso subraya lo importante de la “perseverancia” al seguir “la cadena de la cura” y se manda una de las tantas citas bíblicas de la mañana.
Estaba la gansa
“Agarren sus billeteras, porque nosotros vamos a orar para que esa billetera quede bien gordita”, dice el pastor, e insiste: “Gorda de plata”, estirando las vocales de un forma bastante desagradable. Mientras, la mujer del problema cervical duerme plácidamente. “Señor, Dios y padre, consagra esta agua, coloque su poder aquí. Tome, señora, beba todo”, le dice el pastor, vaso en mano, cuando ella se despierta. Vuelve la música y aparece la oración materialista: “Levanten su billetera, cierren sus ojos. Señor, Dios y padre, acuérdate de la fidelidad que estas personas tienen a ti. Salga ahora de mi billetera la miseria, salga ahora de mi billetera en el nombre de Jesús”. El pastor ordena que acerquemos la billetera a la boca y repitamos: “Plata, entra ahora en mi billetera, amén”. De pronto, el martes de la cura divina se transforma en el martes de la billetera gorda y se entiende por qué la catedral parece un banco. Un tercer pastor que anda por la vuelta se pone al frente con una bolsa roja de tela, que no llega a ser tan gigante como la que usa Papá Noel para los regalos, pero es demasiado grande como para poner plata. “Usted, que va a hacer su ofrenda voluntaria de 50 millones de dólares”, dice el pastor principal, haciéndose el canchero; se ríe, las señoras también. Más que divino, a veces parece una mala rutina de stand up. Al fin, se dio el milagro. No, no engordó ninguna billetera, simplemente cambió la música. Ahora por lo menos tiene letra. Es un canción que dice: “El nombre de Jesús es poderoso, / no hay quien lo pueda derrotar”, y afines. Los fieles aplauden al ritmo del tema y así dejan su ofrenda a Dios.
Por si alguien se lo perdió, o quizá para los nuevos, el pastor explica qué es el diezmo: “Devolver la décima parte de todo que entre en tu mano, sea poco o mucho”. No obstante, hace énfasis en que no se trata solamente de pararse y poner el diezmo, sino de hacerlo “creyendo en que Dios le va a prosperar”. Y así como al principio puso a una mujer como ejemplo de curación, ahora ejemplifica la fidelidad del diezmo con otra señora. Parece que la mujer puso diez pesos en su primera ofrenda, pese a que estaba en una “situación crítica” y no tenía “ni para comer” –dice el pastor–, y ahora su vida “está próspera”, ya que “tiene su autito” y una “casa propia”. El religioso le pregunta a la señora cuál es el secreto. “Ser fiel”, contesta.
La reunión se termina. El pastor explica que se viene un día especial de no sé qué, y que no hace falta ir, ya que por medio del celular ellos le pueden sacar una foto a nuestro pedido y enviarlo al obispo de no sé dónde para que ore. Burocracia divina del siglo XXI. El curandero recuerda que los que todavía no hicimos el “sacrificio” tenemos tiempo hasta el 31 de diciembre para hacerlo. Los plazos de Dios se parecen bastante a los de los mortales.
El “sacrificio” no se da así nomás, sino adentro de un sobre de diezmo que se reparte para el que no lo tenga. Es blanco; de un lado dice “mis primicias” y del otro hay, claro está, una cita bíblica: “Jesús le dijo: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Mateo 22:37,38”.
El pastor se pone de espaldas y pide levantar los brazos hacia el altar. Y ahí va, otra vez: “Señor, Dios y padre...”. Yo levanto ya no mis brazos, sino mi cuerpo entero para huir de la butaca. Salgo de la supercatedral en divino silencio. Que Dios se lo pague.