La foto de una abeja muerta es la imagen central de la tapa del libro 20 años de cultivos transgénicos en Uruguay, que acaba de publicar la organización ambientalista Redes-Amigos de la Tierra. La tapa es una provocación, reconoció el viernes en la presentación del libro uno de sus autores, el bioquímico Pablo Galeano, que contó que la decisión fue debatida, pero que terminó obteniendo el aval porque “los polinizadores son un ícono del impacto que está teniendo a nivel ambiental el desarrollo de la agricultura industrial” y, particularmente, la producción de soja transgénica.
El libro (disponible en el sitio web de Redes) consta de cinco capítulos que detallan la situación actual de los cultivos transgénicos a nivel nacional y mundial, los impactos en la salud y en el ambiente, los impactos socioeconómicos, el peso de los derechos de propiedad intelectual y el camino que abre la agroecología.
Karin Nansen, presidenta de Redes, explicó que la publicación busca “aportar al debate [sobre] qué agricultura queremos para el futuro del país”. Enumeró que hay “derechos colectivos que se están viendo amenazados”, como el derecho a la salud –debido a la alta carga de agrotóxicos–, el derecho del productor a obtener su propia semilla –mencionó los maíces criollos contaminados con maíces transgénicos– y el derecho a la soberanía alimentaria, porque “perdemos el derecho a decir qué producir, cómo producir y cómo distribuimos”.
Las primeras variedades de soja transgénica fueron autorizadas en octubre de 1996. Galeano reconoció que los 20 años se cumplieron el año pasado, pero destacó que la demora en la elaboración del libro permitió incluir en el texto el debate actual, en que la industria presiona por aprobar nuevos eventos de maíz y soja transgénica. La intención de la industria es acompañada por el gobierno, aunque con la observación crítica de la Dirección Nacional de Medio Ambiente, que ha pedido evaluar los nuevos eventos considerando las cargas de agroquímicos que se liberarán al ambiente y la contaminación de maíces criollos (algo que no es considerado actualmente a la hora de autorizar variedades). Hasta ahora se han aprobado cinco variedades de soja y diez de maíz; hay 1.067.000 hectáreas sembradas con soja transgénica (casi 10% del área agrícola) y 57.000 hectáreas con maíz transgénico.
Lo prometido es deuda
El libro reproduce la resolución del 2 de octubre de 1996 del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca, cuando autorizó introducir al país soja transgénica con resistencia al glifosato, también conocida como soja RR (roundup ready), y detalla que, luego de Estados Unidos y Canadá, Argentina y Uruguay fueron los primeros países en aprobar la siembra de un cultivo transgénico. Galeano señaló que esa autorización se dio sin consultar a instituciones de salud y ambiente, sin evaluar los impactos que podría tener liberar un cultivo resistente al glifosato y sin prever un sistema de monitoreo de impactos posliberación del cultivo. Subrayó, además, que la soja no era un cultivo relevante para el país en aquellos años (en la zafra 1996-1997 se plantaron 7.600 hectáreas de soja).
El libro reproduce la respuesta dada en 1999 por Gonzalo Arocena, entonces titular de la Dirección General de Servicios Agrícolas (DGSA), en un pedido de informes hecho desde el Parlamento: “Por el momento, la producción de semillas transgénicas permite un uso menor de herbicidas e insecticidas así como restringir el uso de estos agrotóxicos a productos con ventajas de rápida degradación; en un futuro cercano los nuevos eventos podrán mejorar, por ejemplo, la calidad nutricional de los productos incluyendo aminoácidos fundamentales en la alimentación o proteínas que actúen como vacunas”, había dicho. En el libro, Galeano expresa: “No sabemos en qué se basó el director de la DGSA para hacer tales afirmaciones que parecen responder a un acto de fe en la tecnología”, y contrasta ese deseo con lo que ocurrió: la multiplicación, por siete, de la importación de glifosato, a un ritmo proporcional a la expansión de la soja. Agrega que 18 años después de los anuncios del ex director de la DGSA “no ha aparecido ningún cultivo transgénico que mejore la calidad nutricional, ni que produzca aminoácidos esenciales o vacunas”. “La expansión sojera se ha caracterizado por una intensificación en el uso del suelo agrícola, un mayor uso de herbicidas, un abandono de los sistemas de rotación de agricultura con pasturas, la implementación de sistemas de agricultura continua, además de la instalación de cultivos agrícolas en zonas con menor aptitud para la agricultura y mayor riesgo de erosión”, asegura.
Los primeros eventos de maíz transgénico se aprobaron en 2003 y 2004; fueron los maíces Bt, llamados así porque producen la proteína Bt, que es tóxica para las larvas de algunos lepidópteros (lagartas). Desde 2013 no se han aprobado nuevos eventos, pero el Gabinete Nacional de Bioseguridad –encargado desde 2008 de autorizar transgénicos– está trabajando para autorizar una variedad de soja resistente a dicamba (herbicida que combate variedades que ya se hicieron resistentes al glifosato) y maíz resistente al glifosato y al 2,4 D. “Si el glifosato es tóxico, el dicamba es mucho más tóxico; vamos a tener un millón y pico de hectáreas que van a ser rociadas con dicamba”, sin que se conozca el efecto, alertó Galeano. También advirtió por el efecto desconocido que puede provocar la liberación de toxinas Bt, porque, si bien antes se fumigaban los maíces con insecticida para combatir a la lagarta, “se hacía uso más racional” de la toxina. “Ahora están produciendo toxina todo el tiempo, tenemos una carga de toxina bacteriana como nunca antes la hubo, ¿qué efecto tiene?”, se preguntó, para dar la idea de que es, actualmente, un tema en discusión.
Cuestión de poder
Natalia Carrau, licenciada en Ciencia Política e integrante de Redes, escribió el capítulo de impactos económicos, que da cuenta de los “profundos impactos” del agronegocio sojero en Uruguay. Uno, fundamental, es la pérdida de productores familiares: entre 2000 y 2011 se perdieron 8.190 productores que tenían menos de 20 hectáreas y, en cambio, crecieron las explotaciones que tienen más de 1.000 hectáreas. Además de la desaparición de productores familiares, Carrau detalla que se dio una concentración de la tierra y un importante aumento de su valor (se multiplicó por nueve, mientras que el valor de arrendamientos se multiplicó por siete). Por otra parte, los capitales extranjeros tienen una mayor proporción: en 2000, 96,1% de los titulares de explotaciones agropecuarias eran uruguayos; en 2011 la proporción nacional cayó a 53,9% y creció exponencialmente (de 0,9% a 43%) la categoría de nacionalidad “no aplicable”, que incluye a las sociedades anónimas.
El libro da cuenta del proceso de financiarización de la agricultura, mediante el cual capitales financieros invierten en la agricultura, con exoneraciones fiscales e incentivos del país. La autora menciona la volatilidad de los capitales y detalla quiénes son los “nuevos agricultores”. Entre ellos, menciona el caso de la Union Agriculture Group (UAG) –capta fondos de inversión norteamericanos y europeos– que entre 2007 y 2015 pasó de manejar 8.000 hectáreas a controlar 181.000 hectáreas. Sin embargo, el negocio pasó a ser menos rentable: en 2016 la UAG se deshizo de casi la mitad de las tierras agrícolas; a fines de abril de 2017 se supo que tenía una deuda de 23,7 millones de dólares con el Banco República y que esa deuda había sido calificada como irrecuperable. Algo similar ocurría con tres bancos privados a los que les debe la UAG.
Cecilia Bianco, doctora en Sociología Rural e investigadora de la Universidad de la República, se refirió a los derechos de propiedad intelectual. Dijo que sacar al mercado un evento transgénico cuesta no menos de 1.000.000 de dólares y que para proteger esa inversión se crearon los derechos de propiedad intelectual. Uno de los mecanismos disponibles, impulsado por la Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales, permite que las empresas que detentan patentes de semillas tengan derecho “a cobrar o a reclamar legalmente el pago en futuras semillas desarrolladas con base en esa secuencia patentada o plantadas en cualquier establecimiento”, explica el libro. En la presentación, Bianco dijo que los productores deben firmar un contrato en el que detallan cómo y cuándo utilizarán las semillas que compran, y al año siguiente, cuando obtienen la cosecha, hacen otro contrato en el que declaran cuántas destinarán a sembrar. Para eso deben pagar regalías. “La reserva de semilla ha sido una práctica de los agricultores desde siempre. El avance de los derechos de propiedad intelectual sobre los recursos genéticos vegetales atenta contra el derecho a disponer libremente de la semilla cosechada como un recurso propio”, advirtió.