Las canciones de canto popular que todavía suenan los domingos de mañana en algunas radios nacionales lo advirtieron siempre: el trabajo en el campo es sacrificado. Esto no ha cambiado con los años; la falta de control en las regulaciones sobre el trabajo rural, la baja sindicalización y el afán de los dueños de las tierras de aumentar la productividad han hecho que el de peón rural sea uno de los trabajos más peligrosos de Uruguay. Según el Monitor de Accidentes Laborales del Banco de Seguros del Estado (BSE), en un estudio que abarca el período comprendido entre enero de 2014 y marco de marzo 2017, la categoría que presentó la mayor cantidad de accidentes laborales según la clasificación de Claves de Riesgo fue Rurales, superando a Construcción y Frigoríficos.

Este mismo estudio, que da cuenta de un crecimiento en los accidente laborales a nivel nacional en términos interanuales, explica que “los departamentos que en mayor medida lideraron el aumento de los accidentes laborales fueron Montevideo y Treinta y Tres”. En el caso de Treinta y Tres, 56% de los accidentes ocurrieron en la categoría de Procesamiento y conservación de alimentos, bebidas y tabaco y en Ganadería, agricultura y actividades conexas. Nicolás Rodríguez González, psicólogo social e investigador de la Universidad de la República, explica: “En esto de reducir los tiempos de producción, la utilización de agroquímicos es central. Los trabajadores no deciden cómo producir, son los productores los que deciden producir de esa forma. Hay algo que se impone en el proceso productivo que el trabajador no tiene más remedio que aceptar”.

Rodríguez González investiga, junto con un grupo interdisciplinario, la salud laboral, el trabajo rural y las relaciones psicosociales en el campo. Comenzaron en 2010 y han estudiado en la cuenca de la laguna Merín, en el norte de Rocha, y actualmente se encuentran en Guichón. Trabajan junto con los sindicatos de trabajadores rurales, con quienes elaboraron conjuntamente la “Cartilla para los trabajadores y trabajadoras del arroz”. En ella se explican los principales riesgos de esta labor, relacionados principalmente con los riesgos del ambiente y los generados por contaminantes químicos, biológicos y físicos.

“Hay una distancia en Uruguay en el trabajo rural, en general, entre la normativa y lo que efectivamente pasa. Desde 2005 ha avanzado mucho en legislación en cuanto al trabajo, pero el cumplimiento de esa legislación por parte de las empresas, así como el control por parte del Estado del cumplimiento de esta legislación en los contextos rurales, son bastante débiles, más aun en zonas aisladas. Eso impacta bastante. La Ley de Ocho Horas se cumplía en pocos lugares; el Decreto 321[/009], que regula lo que tiene que ver con los equipos de protección personal o de seguridad de las instalaciones de trabajo, en las ciudades grandes sí se cumplía, pero en ciudades más aisladas no se cumplía. Lo que nos impactó a todos, y creo que la gran conclusión de esta investigación es que la voluntad de las empresas por reducir los tiempos necesarios de trabajo para, en menor tiempo, conseguir mayores ganancias recarga al trabajador en los procesos productivos; la velocidad con la que tienen que trabajar incrementa los riesgos de los accidentes laborales”, explica Rodríguez González.

Pare, primo, la canoa

Los agroquímicos no afectan solamente a las personas que viven y trabajan en estas zonas; también tienen consecuencias ambientales para pueblos, campos y animales. La delimitación de las zonas de fumigación por avioneta –regulada desde 2001 por el Decreto 457/001 y por varias resoluciones del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (MGAP)– muchas veces no es respetada ni controlada. Tanto el Sindicato Único de los Trabajadores del Arroz y Afines (SUTAA) como el grupo de investigación interdisciplinario mostraron preocupación porque se presenten situaciones de este tipo, que ponen en riesgo a los ecosistemas de la zona.

César Rodríguez Paz, de la Unión Nacional de Asalariados, Trabajadores Rurales y Afines, dice que “no es sólo el tema de que es malo para la salud humana, sino también todos los daños colaterales a la población, a la comunidad; la falta de control de la fumigación con avionetas alrededor de los pueblos; el vertido a los cursos de agua y al suelo de restos de glifosato y otros productos; las mezclas cuyos efectos no se conocen; las altas concentraciones en la fumigación”.

En la publicación del grupo de investigación titulada “Los trabajadores arroceros de la cuenca de la laguna Merín: análisis de su situación de salud”, se explica que la utilización de los agroquímicos data de hace 20 o 30 años y se agrega: “La incorporación acelerada de estas tecnologías a la producción busca acompasar la necesidad del capital de reproducirse cada vez con mayor vértigo, reduciendo el tiempo de trabajo socialmente necesario, lo que no necesariamente toma en cuenta los procesos de verificación suficientes para proteger la salud de los trabajadores que manipulan dichas tecnologías. El escaso tiempo en que los agroquímicos han sido incorporados a la producción convencional del arroz es suficiente para poner en cuestión el conocimiento cabal de las consecuencias que pueden acarrear a la salud humana y el ambiente”.

El estudio también recoge testimonios anónimos sobre esta problemática. Uno de ellos refleja el cambio que ha sufrido el agua a partir de la implementación del uso de agroquímicos: “No teníamos problemas con los agrotóxicos; no existían. Estabas trabajando y, cuando parabas para hacerte algo para comer, juntabas de ahí nomás el agua. La tomabas tranquilamente, no pasaba nada, nunca oí que alguien se hubiera ido enfermo”, afirma el testimonio.

Marcelo Amaya, dirigente de la SUTAA, me muestra una foto. Parece un basural al costado de unas casas. Una foto tomada desde más cerca muestra que son unas cajas grandes en cuyo dorso se lee “Improstate MAX Herbicida sistémico - Postemergente no selectivo - Granulado soluble”. Cada caja carga diez kilos de veneno. Unas letras blancas, abajo, advierten: “CUIDADO Calse 3 ligeramente peligroso”. Al lado se pueden ver restos de comida y botellas de agua. Ese basurero queda a unos metros de las casas de los trabajadores de Arrozal 33. “Ellos [los dueños] dicen que no hacen nada, pero yo nunca los vi agarrar una de estas cajas con sus manos. Ni ponerlas cerca de donde viven. Y cuando las transportan en sus camionetas bajan todos los vidrios”, dice Amaya. Además, ambos sindicalistas afirman que los trabajadores se han visto obligados por los dueños de Arrozal 33 a hacer agujeros en el suelo con una retroexcavadora y a verter 20 o 30 litros de producto puro directamente a la tierra, con los recipientes incluidos, antes de que llegara una inspección del MGAP. “¿Y en ese momento qué hacen los trabajadores?”, pregunté. “Si se niegan, se lo piden a otro. Es así”, dice, alzando los hombros, Amaya.

El veneno

Antes no era así. Las plantas han adquirido resistencia y los productos químicos son cada vez más fuertes. “Antes se regaba de pie en el suelo, pero ahora no se puede”, cuenta Amaya. Recuerda que el primer día que trabajó regando quedó “de llaga en la pantorrilla” y que “a pesar de que te canse tres veces más usar botas, tenés que tomar tus recaudos”. El veneno que se aplica en estos terrenos a veces se despierta con el contacto con el agua, y otras veces genera una capa encima del bañado que se puede ver después de que pasan los aviones aplicadores. “Cambia el aire, lo respirás. El día que aplican ves las consecuencias”, cuenta Amaya.

“A un aguador de arroz que se recorre 100 hectáreas a pleno rayo de sol en un pantano no le podés pedir que ande con botas porque se pasa enterrando. Inevitablemente, para cumplir con lo que se les pide, que es tener más o menos 100 hectáreas cubiertas en cuanto al riego, tiene que andar descalzo; o de botas, pero haciendo menos”, explica Rodríguez González.

En el estudio universitario del grupo interdisciplinario se llevó a cabo una encuesta de percepción de morbilidad. En esta se preguntaba a los trabajadores qué cosas creían que podrían ser dañinas para su salud: “De los 108 trabajadores encuestados, 77 nombraron los agroquímicos como principal proceso destructor para su salud presente en el ambiente de trabajo, tanto en la fase agrícola como industrial”, explica el informe. Además, la gran mayoría de los trabajadores dijo no saber qué tipo de químicos se utilizan en sus lugares de trabajo; por lo tanto, en caso de verse afectados, no sabrían cómo combatir los síntomas.

Uno de muchos

Julio de los Santos entró a trabajar en Arrozal 33 en 2014, como herrero en uno de los talleres. Antes se había desempeñado como camionero y mecánico, pero nunca había estado en un lugar que trabajara con químicos. Al poco tiempo de ingresar en Arrozal 33, sus pulmones comenzaron con afecciones, pero él dice que “descansaba un poco y seguía”. Iba al médico y le decían que tenía dolor muscular, que era lumbalgia. Cuenta que le daban “un par de inyectables” y se iba a trabajar. “Hasta que un día no aguanté más, fui a consultar y terminé internado en Treinta y Tres”, dice.

Después de esto, siguieron meses de estudios, de especialistas, de evaluaciones, de traslados, de internaciones. Intervino el BSE y comenzó una larguísima investigación para determinar si la enfermedad era laboral. Mientras tanto, la empresa seguía con evasivas para no darle a De los Santos la debida asistencia. Los médicos y especialistas determinaron que el polvo de la cáscara de arroz le causó un daño permanente: fibrosis y micosis pulmonar. Además, tiene retención de líquidos y neumonía. Más recientemente resultó afectado su corazón: se le agrandó y los médicos todavía no le dijeron qué se puede hacer para que mejore. De los Santos tiene 43 años y tiene que dormir con oxígeno todas las noches. Toma más de diez medicamentos distintos. En contra de las indicaciones de todos los especialistas, sigue viviendo en el predio de Arrozal 33 con su esposa –que también trabaja para la empresa y ha recibido amenazas de “estar en la lista negra”– y sus dos hijas, que van a la escuela. No tienen otro lugar a donde ir, por falta de dinero, aunque la avioneta, que “siempre vuelca algo de veneno”, pase por encima de su casa todos los días. Además, tienen muchas complicaciones para adquirir los medicamentos, que deben pagar de su propio bolsillo e ir a buscar a lugares lejanos.

“Ahora hace cuatro días que estoy sin oxígeno. Llamé a la empresa, hablé con la telefonista y ella me dijo que iba a averiguar si había vehículos disponibles [para traerlo]. Pero me dijo que iba a hablar con Susana, mi esposa. La llamaron y le dijeron que no había vehículos disponibles. Ayer llamé otra vez y me atendieron en la portería. Los llamé por el oxígeno de nuevo, porque ella había dicho que iba a llamar y averiguar, pero estamos esperando hasta el día de hoy y no lo ha hecho. Estoy durmiendo sentado, y como me falta el aire duermo con el ventilador en la cara, porque si me acuesto me ahogo. Ahora llamé a la Seccional de Rincón [un pueblo aledaño] para ver si ellos me podían traer el tubo de oxígeno, y me dijeron que harían todo lo posible, pero estaban complicados por unos problemas internos. Dijeron que iban a venir, pero tampoco ha venido nadie. Y sobre la empresa te puedo decir que hay dos camionetas, hay camiones; las camionetas van de Arrozal a Vergara [otro pueblo]. Van casi todos los días a buscar a las novias en las camionetas. Pero no me traen el tubo de oxígeno. Me lo pueden dejar afuera de la casa, y yo lo entro como pueda”, relata De los Santos.

En estos meses que no trabajó, la empresa no le pagó. Fueron a las oficinas para tratar de llegar a un acuerdo, pero no quieren aceptar por miedo a que luego los denuncien. La esposa de De los Santos dice que ellos querían firmar un papel que dijera que no los iban a demandar; pero la empleada contable les dijo que no, porque existía la posibilidad de que después fueran y lo hicieran igual. Ahora el abogado de SUTAA planea una reunión, en la sede del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, con los representante de Arrozal 33 para arreglar la liquidación.

Días después de esta entrevista, los policías de Rincón le trajeron un tanque de oxígeno y De Los Santos pudo dormir acostado. De la empresa, nada. Las avionetas mosquito siguen fumigando a pocos metros de su casa.

Con qué poco

Rodríguez González manifiesta una preocupación relacionada con la falta de compromiso del Estado y de la sociedad para que la situación de estos trabajadores cambie. Mientras los datos sobre las enfermedades relacionadas con la labor rural no se generen, no se puede avanzar hacia una mejora de las condiciones de salud en estas poblaciones.

“Hay mucha evidencia generada en el mundo sobre los posibles efectos o riesgos que ciertos agroquímicos tienen para la salud, y acá se plantea como que no hay evidencia, pero tampoco se busca mucho, u operan ciertos intereses que obturan que esa evidencia se utilice, porque lo económico y la productividad priman sobre la salud y el ambiente. Los servicios de salud de la zona no incluyen la dimensión laboral, ni siquiera en las historias clínicas; entonces tenemos un subregistro de situaciones y una ausencia de contemplación del trabajo, una situación que no permite que se hagan estudios epidemiológicos más certeros. No contamos con datos que nos permitan decir que acá hay más casos que en otras regiones del país de lo que nos comentan los mismos trabajadores: de abortos, de cánceres o de malformaciones. Eso no lo podemos asegurar. Hay literatura y producción bibliográfica que plantea posibles asociaciones entre algunos agroquímicos y algunas patologías, pero Uruguay está lejos de tener un sistema de salud y registros de salud que permitan tomar decisiones como las que te digo. Falta tener más insumos y herramientas para tomar las decisiones en materia de salud pública”, explica Rodríguez González.

Falta base

En alguna pared rezaba un grafiti: “El patrón es enemigo del trabajador”. En las circunstancias laborales del campo, en particular del arroz, la persecución sindical es moneda corriente. Desde las amenazas hasta los castigos y las agresiones, el peón rural vive una situación sindical muy distinta de la de los trabajadores de la capital. Rodríguez Paz explica que en Arrozal 33 “se trata de frenar por cualquier medio lo que sea desarrollo de organizaciones sindicales de base en la empresa”.

“¿Cuál es la diferencia que hay con el pasado?”, pregunta Amaya, para enseguida responderse: “Que hoy los trabajadores se animan a mostrar sus cuerpos. La agresión siempre existió, la represión siempre existió. Hay mecanismos represivos de las empresas. Esto incluso se ha denunciado en la Comisión de Legislación del Trabajo de la Cámara de Diputados, casos de trabajadores que son correteados con las avionetas para fumigarles encima, sobre todo a los delegados sindicales. E incluso en una empresa, al hijo de un delegado sindical lo aíslan y lo fumigan con el mosquito al lado. Son cosas que se hacen adrede, un poco porque saben el miedo que les tiene el trabajador a esas sustancias”, concluye.

Por su parte, Rodríguez González pone la lupa en lo que la sociedad espera de estas incipientes organizaciones sindicales y cómo el resto de la población tiene una responsabilidad para con la situación de los trabajadores rurales: “Hay expectativas en que los propios trabajadores rurales, en las condiciones que están, se organicen por sí mismos y reivindiquen sus derechos. Es algo que ocurre de esa manera en el mundo del trabajo en otros rubros, y uno espera que se dé así en el contexto rural. Eso no pasa, no va a pasar a corto plazo y, si otros actores no nos hacemos cargo de algunas situaciones, no va a pasar nunca. Si la Universidad, el gobierno y otros sindicatos de esas zonas o que representan a los trabajadores a nivel nacional no nos hacemos cargo de la situación en la que están muchos trabajadores rurales, no se va salir de esta situación. Tampoco es del interés de muchas empresas que se salga de esta situación, y son las directas responsables de esto. Tenemos la necesidad de comprometernos más. Todas estas personas que no estamos en esa situación, que no estamos trabajando 12 horas, a las que no nos pasa que no nos provean de los equipos de protección, que no estamos expuestos a productos químicos cuyos efectos desconocemos y no sabemos ni la etiqueta que tienen, que no vivimos lo que es intoxicarte y no saber cómo llamar al CIAT [Centro de Información y Asesoramiento Toxicológico] para asesorarnos... Si nosotros esperamos que esas personas se organicen y reivindiquen sus derechos, va a pasar mucho tiempo y quizá no lo veamos”, sentencia Rodríguez González.

Sin final feliz

“La exposición a situaciones de riesgo genera estrés, aunque el trabajador no se dé cuenta de que lo está viviendo”, explica Rodríguez González. Las malas condiciones de vivienda, las pocas horas en el día que se le pueden dedicar a la familia, la incertidumbre laboral, la persecución sindical y la exposición a peligros son moneda corriente para los peones rurales.

“No hay de otra”, dice De los Santos. Para que haya “de otra” se deben dar las discusiones políticas necesarias para que el campo sea un lugar digno de trabajo y de vida. Para que se respeten la tierra y el agua. Para que no ganen los intereses económicos en detrimento de los derechos humanos.

“A nivel empresarial es necesario que haya algunas transformaciones, no sólo en materia de responsabilidad social empresarial, esto que está muy en boga, sino en términos humanitarios. Todos sabemos que nadie puede vivir con un sueldo de 16.000 pesos. Necesariamente va a tener que trabajar 12 horas por día para poder alquilar una casa y alimentar a su familia. Eso lo sabe cualquiera. Ahí hay un tema de cómo se distribuye la riqueza generada; alguien se tiene que hacer cargo, y yo creo que es el sector empresarial. Tienen miles de trabajadores cumpliendo para generar riqueza a nivel personal y a nivel de país, en divisas, y hay que ver cómo se distribuye. Hay una cuestión de conciencia del empresariado nacional, y del sector del arroz en particular, que es fundamental para mí, y creo que hay que cargar las tintas allí”, fundamenta Rodríguez González.

Mientras tanto, a kilómetros de estas palabras, los cuerpos curtidos y cansados lloran en silencio.