Suele afirmarse que el problema del abandono en educación media está sobrediagnosticado. Esto sería cierto si los investigadores coincidieran en una teoría integradora, respaldada por una acumulación empírica creciente. En mi opinión, la situación es más modesta: hay muchos estudios, algunas líneas de acuerdo y propuestas de política razonables, pero no un marco analítico común que permita, al menos, acotar el área de debate y, en términos de políticas, buscar alternativas más factibles que “una reforma integral del sistema educativo”.Por ejemplo, sabemos que la reprobación se asocia fuertemente al abandono. Por lo tanto, podríamos recomendar una solución que funcione (eliminar la reprobación) sin saber del todo por qué funciona y exponiéndonos a efectos no deseados (una baja en los aprendizajes). Divisar y poner a prueba explicaciones sobre el mecanismo que conecta reprobación y abandono podría contribuir a buscar soluciones más eficaces.
La mayor parte de las investigaciones sobre trayectorias educativas pueden clasificarse en dos grupos: 1) los que identifican un conjunto de “factores asociados” por medio de la estimación de efectos de variables sobre la probabilidad de experimentar determinados eventos (deserción, finalización, etcétera); 2) los que reconstruyen el sentido de la escolaridad para los jóvenes en relación con su origen social, su trayectoria familiar, el curso de vida y las formas de representar la realidad.
Ambos tipos tienen sus problemas. El primero corre el riesgo de limitarse a aislar una lista de factores sin posibilidad de reconstruir una teoría general del fenómeno. El segundo sobrevalora, en mi opinión, las declaraciones de los propios sujetos y, aunque se apoya en teorías prestigiosas (como la teoría de la reproducción de Pierre Bourdieu o la teoría de la experiencia de François Dubet), lo hace de forma ilustrativa, sin someterlas a contrastación sistemática.
El problema fundamental no está en las técnicas de investigación, sino en la ausencia de una metaestrategia que apunte a poner a prueba un modelo teórico. El centro de este modelo, sugiero, deberían ser el “actor” y sus criterios de decisión. Esto no es trivial, ya que gran parte de la sociología que aún hoy se aplica en la educación tiende a privilegiar otras explicaciones: la estructura social, la cultura, la dominación o el poder (por citar algunos conceptos). En la vereda de enfrente, la teoría económica suele utilizar un modelo de actor que no actúa, es decir, que se guía por un conjunto de preferencias fijas, donde “más siempre es mejor”. Ninguna de estas dos aproximaciones le otorga al actor, en sentido estricto, capacidad de agencia.
Propongo partir del hecho de que los actores sociales cuentan con un conjunto de capacidades cuya existencia es por lo menos complicado negar a priori: 1) capacidad de pensar en el futuro; 2) capacidad de saber qué es lo que quiere; 3) capacidad de imaginar vías de acción que conecten con aquello que quiere; 4) capacidad de pensar en las probabilidades que tiene de acceder a lo que quiere por dichas vías; 5) capacidad y disposición para seleccionar, dentro de las vías posibles (tomando en cuenta las restricciones materiales en las que vive), aquellas que entienda más convenientes (con mayores retornos y menores riesgos de fracaso). Estas capacidades y disposiciones no necesariamente suponen que el sujeto cuenta con la mejor información objetiva sobre cómo se conectan medios y fines; pero suponen que tiende a elegir las opciones más convenientes bajo ciertas restricciones de información.
Se trata de un actor tendencialmente racional, o racional en última instancia. Este esquema no es nuevo; ha sido propuesto, en líneas generales, por Diego Gambetta en su libro de 1987 Were They Pushed or did They Jump? Individual decisions mechanisms in education, retomando los aportes de sociólogos analíticos como Robert Merton y Raymond Boudon, y ha sido ampliamente desarrollado por la sociología analítica posterior. Lo novedoso sería intentar aplicarlo al problema de la deserción en la educación en Uruguay.
Este modelo no implica que todos los jóvenes actúan racionalmente en todas sus decisiones, pero sí que, considerados en su conjunto, e independientemente del sector social del que provengan, el principal elemento en común que tienen sus decisiones educativas es esta capacidad de elegir las mejores alternativas percibidas para lo que imaginan.
Como puede verse, el esquema está abierto a que en las decisiones individuales incidan elementos “no racionales”, por ejemplo, culturales (“valores antiescolares”) o expresivos (“rebeldía”), pero esto no es parte fundamental del esquema; su pertinencia debe argumentarse empíricamente y probablemente tenga efectos limitados. Por ejemplo, si se parte de un esquema en el que la principal explicación está en que los sectores populares y los sectores medios tienen distintos “valores” hacia la educación, sería muy difícil explicar la enorme expansión de la educación entre los sectores populares durante el siglo XX. Asimismo, hoy sería muy difícil explicar por qué un porcentaje elevado de jóvenes de sectores medios abandonan la escuela media antes de terminarla.
Otro ejemplo: algunas teorías sobre el abandono en los sectores populares suelen enfatizar la dimensión experiencial. Serían el aburrimiento o la falta de sentido de la educación lo que impulsaría a los jóvenes a abandonar. Sin embargo, muchos jóvenes de sectores populares y de clase media se aburren (quizá todos) y pierden de vista el sentido de estar en la escuela, sin que por ello abandonen. Otros procesos los sostienen, cuya ausencia en los desertores quizá podría ser la explicación detrás de la eficacia causal del “aburrimiento”. Además, hay un problema práctico: ¿Qué recomendación de política podría emerger de un hallazgo como la “falta de sentido”? ¿Cómo podría solucionarse este problema, que debería implicar desde una reforma curricular hasta un cambio radical en las formas de dar las clases, si ni siquiera se puede negociar razonablemente con el gremio docente los criterios de asignación de horas? Quizá sea mejor buscar mecanismos sobre los que se tenga alguna posibilidad de incidir.
Este esquema tampoco supone aceptar que las condiciones para esta racionalidad (acotada) estén igualmente presentes en todos los grupos sociales. En los sectores marginales o excluidos, es claro que en ocasiones no hay opciones educativas, debido a la fuerza de las restricciones materiales. También es probable que, en situaciones de privación material extrema, incluso la capacidad para tomar decisiones “razonables” esté comprometida. No obstante, la mayoría de los jóvenes que cursan educación secundaria no se encuentra en una situación de exclusión o marginación, y es a esta mayoría a la que podría aplicarse este esquema.
Bajo este esquema, el joven (y/o su familia) consideran cuatro elementos básicos para tomar decisiones educativas: 1) preferencias de inserción ocupacional a futuro (no necesariamente ocupar los puestos de mayor jerarquía, y donde incluso lo ilegal o una carrera política pueden ser alternativas atractivas); 2) el nivel educativo mínimo que maximiza la probabilidad de alcanzar dicha preferencia (lo que depende de una evaluación de la situación del mercado ocupacional); 3) la probabilidad de aprobar dicho nivel en un tiempo razonable (que depende de la percepción de las propias capacidades académicas); y 4) los costos económicos de finalizar dicho nivel.
Este esquema podría explicar, por ejemplo, por qué luego de reprobar un alumno tiene muchas más probabilidades de abandonar la educación media. La reprobación representa información nueva sobre el elemento 3: sus capacidades, tal vez menores que las que creía inicialmente, para graduarse en tiempo razonable (o terminar, a secas); también incrementa el elemento 4: los costos directos e indirectos esperados de seguir estudiando, porque supone prolongar la situación de estudiante al menos un año. Esto indica que, además de desincentivar la reprobación en secundaria, deberían buscarse mecanismos que fortalezcan las capacidades básicas y la autoconfianza académica de los alumnos en peor situación académica.
Dentro de este esquema, las políticas dominantes apuntan a incrementar 3 (las expectativas de aprobar, mediante la mejora de los resultados de aprendizaje o la reducción de las exigencias para promover el grado), o a reducir 4 (los costos, mediante transferencias condicionadas, becas u opciones más flexibles de educación).
Ante su insuficiencia, las teorías que apuestan a dotar de sentido/atractivo intrínseco a la educación no sólo tienen el problema de su puesta en práctica, sino que enfatizan la idea de un joven centrado exclusivamente en el presente, cuyo reducido horizonte temporal exigiría una gratificación inmediata por parte de la escuela. Mi posición es que, si bien no debe descartarse a priori esta idea, es posible que este fenómeno sea un efecto de un punto que ha recibido poca atención: la falta de información sobre las exigencias del mercado laboral en relación con la educación media completa (es decir, el elemento 2 mencionado antes). Concretamente, es posible que muchos jóvenes abandonen porque –de manera especial, pero no exclusivamente, en los sectores populares– no cuentan con la información que haga visible la necesidad de completar la educación media para acceder a empleos mínimamente satisfactorios. Frente a esto, el “sentido inmediato” es sólo la última barrera.
En esta línea, es posible proponer una línea de intervención concreta, que puede tener lugar tanto dentro como fuera de las instituciones educativas: exponer a los estudiantes a información de calidad sobre orientaciones educativas, carreras, y sus rendimientos en el mundo del trabajo. Tanto en Europa como en América Latina comienza a acumularse evidencia empírica, de tipo experimental, que avala la eficacia de esta intervención. No se trata, por supuesto, de una política que pueda revertir completamente el problema (hay, como vimos, otros factores involucrados); no es, tampoco, heroica, en el sentido de que no requiere una transformación total del sentido de un sistema que ha demostrado ser resistente a los cambios más diminutos. Pero tiene algunas virtudes que la hacen atractiva: costos reducidos; poca probabilidad de resistencia por parte de los docentes; posibilidad de difundirse vía redes informales entre los propios jóvenes. Habría que probarla a gran escala.
Una versión previa de esta nota fue publicada en Razones y personas.