Todo estreno tiene algo de ansiedad y de injusticia. Como si ese instante -lleno de expectativa aumentada e incertidumbre sobre cómo saldrá lo tantas veces ensayado- no pudiera dar cuenta de las horas y días enteros de preparación. Y no puede. Es el atardecer del lunes y, desde la rambla llena de turistas y espectadores del atardecer, se ve el alboroto de la puerta del local de C1080 en la calle Paraguay (antigua sede de El Diario). El ambiente es de alegría pero también de apuro, y eso no es poco.

Hoy y después de meses de trabajo, la previa está bastante tranquila. Así lo confirma Wellington, el jefe de cuerda e hijo del emblemático Waldemar Cachila Silva: “Hoy, gracias al trabajo de mucha gente, podemos disfrutar de ser la última comparsa en ir por haber ganado el año anterior, y que en la gente se generen expectativas por lo que uno ya ha hecho. Justo ayer, 29 de enero, la comparsa cumplió 17 años, y es un gran proceso donde hemos tenido aciertos pero más errores. Y lo importante justamente no es caerse sino aprender a levantarnos; eso nos dio la posibilidad de que hoy, faltando media hora para llegar [al Teatro de Verano], esto no sea un loquero y trabajemos con bastante tranquilidad. Contentos. Un día caluroso, jodido, pero contentos. Si bien hay tranquilidad, apenas termine contigo arranca el loquero”, me dice y arranca.

Mientras conversamos de pie, puedo percibir cómo en mi campo visual se mueven tambores, plumas, tamborileros, utileros, bailarinas, escenografías y muebles de acá para allá, se estacionan bicicletas y se escuchan “¡Vamos, vamos!”, anunciando una partida inminente que sin embargo no termina de llegar.

En un rincón del salón, el equipo de maquilladoras tiene armado un circuito por el que bailarines y tocadores pasan cual piezas de una línea de ensamblaje. En una de las sillas, la vedette Cecilia Lalinde espera su turno, con la relajación concentrada de quien se prepara para algo intenso. Me cuenta que hace sólo seis años que sale en carnaval, y que por lo tanto ser vedette en esta comparsa es todo un orgullo para ella. Mientras con pinceles y lápices le dibujan el rostro, y revolotean sobre ella manos detallistas y apresuradas, me habla con los ojos cerrados sobre el grupo y el trabajo previo a este día. Para Cecilia, C1080 “tiene mucho compromiso, le pone mucho esfuerzo, siempre está innovando. Mezclan ideas insólitas e increíbles, intentan año a año sorprender, y eso está bueno. Una tiene que intentar estar a la altura de la comparsa, y eso hace que una misma intente superarse cada carnaval. La coreógrafa es Saura Peyrot, que es una genia. Tiene mucha experiencia y paciencia. Se van marcando los temas y las coreografías, se va ensayando, se va viendo quién es idóneo para cada coreografía y ahí se va decidiendo. En el caso de las vedettes, nos marcan, vemos cómo nos vamos sintiendo, haciendo lo que a cada una le quede más cómodo, y tratando cada una de demostrar lo que ha aprendido, el estilo que tiene”.

Sobre la relación entre la cuerda de tambores y el cuerpo de baile, comenta que “fluye mucha energía”. “Es indispensable la buena relación que tenemos -señala- porque eso después en el escenario se nota. Los chiquilines se pasan. Yo admiro mucho a mis compañeros; es magia pura lo que hacen”. Apenas termina de maquillarse, se acercan utileros que le piden indicaciones para guardar sus espaldares de pluma (gigantescos, como de un ave grande) en una caja destinada para eso. “Con cuidado, que es como un hijo para mí”, dice Cecilia, medio en broma y medio en serio.

Apenas un par de metros más atrás está el sector de vestuarios y accesorios. Mientras arregla apliques, remienda pedazos de vestuario y pega con silicona dos telas de una prenda pequeñísima, Serrana Silva, del Taller C1080, me habla con un tono nervioso pero seguro: “El espectáculo se llama ‘Fábrica de Cultura’ y esto es una fábrica total. Estamos todo el tiempo haciendo, probando, es un trabajo de horas, de días. Y bueno, ahora hasta último momento vamos a estar ultimando detalles. Llega todo a punto caramelo”.

Los gritos de “¡Vamos, vamos!” siguen arengando a quienes están aún en aprontes para que los terminen, despejen el galpón y suban al bus. Varios ya están en él, y podemos suponer que allí la temperatura supera en varios grados al sofocante calor de la vereda. Sobre la calle, algunos tamborileros fuman el último pucho antes de la salida, supervisan que no falte nada o caminan de un lado a otro pidiéndole al tiempo que pase. “Tuvimos estos meses de trabajo en equipo y ahora llegó la hora de defender el título. Tenemos unos nervios impresionantes”, me dice en la vereda uno de los que postergan la salida hasta último momento. Con la piel del rostro pintada hasta el comienzo exacto de los ojos, Luis Pereyra me cuenta que sale desde 1975, cuando estaba Morenada (especie de madre o antecedente de C1080), y que desde entonces el toque “evolucionó un poquito nada más. Básicamente es lo mismo”.

Si bien varios tocadores parecen compartir que el candombe no ha cambiado sustancialmente, la transformación del carnaval como espectáculo y competencia es vista como un desafío que, según a quién se le pregunte, es encarado alegre u obligatoriamente. Aprovecho que Cachila está en la vuelta para preguntarle, y me responde: “Todo se modernizó. La murga, por ejemplo: antes te vestías con una bolsa de arpillera y salías con una pluma, hoy tiene cinco trajes cada uno. Entre una temática y otra cambian de vestuario. Antes tocaban solamente una y nada más, un vestuario y se terminó. Hoy nosotros también nos cambiamos cinco veces de ropa durante el espectáculo. Y tenemos que hacerlo porque nos obliga la evolución que hubo durante todo este tiempo, porque si no, saldríamos atrás del que toca el bombo y ta. Estamos obligados a trabajar en todo eso, no tenemos otra. Y todo es plata. Por ahora pudimos mantenerlo, pero si me preguntás qué va a pasar el año que viene no sé, porque año a año se crea una diferencia en torno a estas cosas y siempre es un problema económico, porque todo sube, pero lo que no aumenta es la cantidad de escenarios. Al contrario, cada vez hay menos. El circuito de tablados está muy venido a menos. Recuerdo el tiempo en que llegabas a hacer 120 tablados, porque los había, existían. Hoy creo que son cinco o seis tablados comerciales, y los otros son los que pone la Intendencia [de Montevideo] y los de Rondamomo. Tenemos que revolvernos con eso. ¿Cómo podés llegar a solventar los gastos necesarios para ir al Teatro de Verano? Hoy es un día clave para nosotros, porque defendemos los títulos que tuvimos el año pasado y el otro, y también tenemos que defender lo que es el nivel para el año que viene. De lo contrario estamos muertos, es bravo. Hemos tenido, por ejemplo, el viaje a China [en noviembre, para un festival en Macao] y algunas cosas se han ido solventando, pero está muy bravo. En el caso de mis hijos, ellos tienen entusiasmo, pero el entusiasmo solo no alcanza”.

Unos metros más allá, Wellington Silva da instrucciones sobre algo que me resulta incomprensible. Está a medio vestir pero ya pintado cuando me acerco y le pregunto por el espectáculo de este año: “El tema son las Fábricas de Cultura, un programa del Ministerio de Educación y Cultura que ayuda a zonas carenciadas y a gente que, entre comillas, está desempleada. Te enseñan mucho en ese proyecto. Por ejemplo, hay una fábrica en Rocha que fue la primera. Allá hay mucha pesca, pero la piel del pescado se tiraba a la basura, y esas mujeres aprendieron a curarla para hacer carteras y cosas así. Y después hay una de muchachos que son sordos, que primero hicieron un taller de carpintería y ahora construyen instrumentos musicales. Hay otra de mujeres que hacen tejido, y varias más por todo el país. Nosotros hacemos una acá en el Barrio Sur que es algo más turístico, un paseo en el que contamos la historia del barrio. Pero la vivís, no está en un libro ni en nada de eso, sino que los propios protagonistas del barrio te la cuentan. Es una forma de turismo que ahora está de moda, y sirve un poco para ayudarnos a trabajar desde lo que sabemos hacer. Y lo que no sabemos hacer, justamente, estos proyectos te lo enseñan. Queríamos mostrar eso [en el espectáculo], y mostrar también que el candombe es una fábrica de cultura, porque acá estamos mucho tiempo; los gurises crecen acá adentro, aprenden a pintar, a coser. O sea, yo soy un tipo de 28 años y sé coser. Mi hermano sabe pintar, otro sabe tejer. Hemos aprendido de todo. Entonces, era bien importante que, así como estamos haciendo ese proyecto de turismo, pudiéramos contar cómo se fabrica todo esto. Por ejemplo, uno de los cuadros importantes es el de las madres; porque justamente la primera ‘fábrica de cultura’ es la mamá. Es la que nos cría. Esa canción empieza con un ritmo afro, que es el ritmo madre, para después llegar al candombe que queremos. El espectáculo está todo pensado, todo tiene un porqué, es para ir a verlo varias veces y cada vez le vas a encontrar una cosita nueva; espero que sea disfrutable”.

Por deformación profesional y sabiendo lo coreográfico que es el desempeño de todos los integrantes de C1080, le pregunto a Wellington cómo es el trabajo con el cuerpo para tamborileros y bailarines. Me dice: “Es que, primero, los bailarines son los tamborileros. Eso es una fábrica. Sabemos tocar el tambor porque nacimos acá, lo mamamos y lo escuchamos acá todos los días, y todos los días aprendemos un poco más de nosotros mismos y de otros. Después vino gente que nos enseñó a bailar y nosotros tocamos el tambor, bailamos, hacemos coro, hacemos de todo. Acá se trabaja mucho, se ensaya muchas horas y se trata de ser concretos. Si bien estamos muchas horas acá adentro, se reparten en que hay que pintar, hay que limpiar, hay que aprender a tocar, hay que bailar. También tenemos un tipo de alimentación y el ejercicio físico siempre está, porque si no estamos bailando, estamos tocando, y si no, estamos limpiando, también con un trabajo físico. Los chiquilines hacen deporte. Mi hermano Matías y yo vamos creando algún tipo de toque solos y después lo traemos. Y ahí vamos amalgamando entre todos, hasta llegar a un producto que es lo que realmente queremos mostrar. No sólo lo que mi hermano y yo teníamos en la cabeza, sino lo que todo el grupo quiere mostrar. Es importantísimo que todos estén convencidos de lo que están haciendo, porque la gente que nos va a ver tiene que saber y entender que todos queríamos eso.

Está lo que se ve y lo que se escucha. Como cuando vos tenés una murga que está convencida de lo que está diciendo: es otra cosa. Y esto es igual; que ellos estén convencidos de lo que están tocando se ve y es súper importante; es algo que hemos intentado plasmar y lo estamos logrando. Cuando llega alguien nuevo, es lo primero que surge. Si hay algo que no te está gustando, hay que decirlo, porque cuando vamos a tocar tenemos que estar convencidos. Y la gente tiene que entender, saber y recibir eso”.

En C1080 convergen tradición, comunidad afrouruguaya, Carlos Paez Vilaró, las Fábricas de Cultura del MEC, la familia Silva, DAECPU, derechos de imagen y televisación... No se le puede pedir a una tradición y una cultura, en sí diversas y mutantes, que se sinteticen a sí mismas en un show como el que está por comenzar. Por eso es importante no mirar estos espectáculos como “muestras de autenticidad” sino como creaciones -encuadradas en una cultura y sus lenguajes- para un concurso. Sin embargo, esto no siempre es evidente. Muchas veces, tanto quienes miran como quienes “compran” -e incluso, en algún caso, quienes hacen- candombe lo legitiman mediante un concepto de comunidad étnica, sin que quede claro si la competencia en el concurso se da en términos estéticos, históricos, ideológicos o comerciales.

El carnaval es una práctica cultural popular en el sentido de que la realiza “el pueblo”, y generadora de comunidad, pero el carnaval competitivo requiere profesionalización, la genera por inercia o por necesidad de supervivencia.

Para la familia C1080, el candombe es una cultura que se transmite en la familia y la comunidad. Según Wellington, “es una tradición que por lo menos nosotros hemos mamado familiarmente y la estamos transmitiendo a nuestros hijos. Me parece que para el uruguayo, sin que importen el color o el lugar de donde viene, su capacidad o discapacidad física o lo que sea, el candombe es una fábrica de cultura que te da amigos, te da momentos. Por ejemplo, la hora de templar los tambores tiene esa cosa de estar juntos diez minutos, charlando de cómo están tu señora, tu botija, etcétera. Creo que no hay un uruguayo fuera del país que no tenga un tambor. Y es importante, al menos para nosotros, que tenemos una fábrica real, que el que lo tenga, sepa. Porque no está bueno que tenga un tambor y lo use de decoración. Que lo sepa. Y que se reproduzca. Y que Uruguay se conozca también por el ritmo cultural. No es el ritmo cultural de los negros, es el ritmo cultural de Uruguay. Hoy estamos orgullosos de ir a Mercedes y que haya comparsas, y que haya también en Rivera. Pudimos hacer un desfile de candombe en Artigas, y eso también es súper importante para nosotros, porque si bien tienen la influencia de Brasil y su desfile de samba, que tengan uno de candombe. Que el uruguayo sepa que el candombe es cultura de Uruguay”.

La hora apremia. Ya están cerrando el galpón, y algunos corren como intentando salvarse de quedar atrapados en los vestigios de la previa. Algunos rondan la puerta del ómnibus, preguntando si quedó lugar o hay entradas de utilero. Yo estoy en la misma. Arriba el calor empieza a templar los cuerpos y a derretir el maquillaje de 20.000 pesos del que se quejaba antes Cachila.

En el Teatro de Verano, la tradición ancestral se presenta con un cronómetro en cuenta regresiva que corona con números rojos el escenario. Es el lugar del concurso, transmitido por Tenfield. La performance definitoria. La competencia brinda visibilidad y exige solvencia, pero también estandariza y regula los espectáculos, que se esfuerzan por cumplir con todo lo que puntúa: mucho cambio de ropa pero con fluidez, humor pero tradición, autenticidad pero con innovación, técnica pero no frialdad, exhibición de los talentos pero también énfasis en los cuadros grupales, etcétera.

El motor del bus ruge y, resignada a no poder ir, regreso a la vereda, donde, quieto y sonriente, observa la escena Hugo Fattoruso. “Hace siete años que compongo las melodías de las letras que me entregan. Wellington, Matías y Guillermo me mandan la grabación de lo que van a ser los tambores de cada tema, con la velocidad, los cambios y la duración de cada uno, y me dan una guía escrita que acompaña esa grabación; después recibo las letras de Marcel Keoroglián y Patricia Tardi, y sobre eso, con Luana [su nieta, hija de Francisco] hacemos las maquetas. Ponemos los tambores en un grabador mío de ocho canales, que tiene 25 años, y con la letra después hay que empezar a pescar, inventar una melodía, una introducción, las partes. Ese es el proceso”.

Fattoruso es un artista del candombe y sus fusiones en diferentes formatos, entre ellos un quinteto en el que participan Albana Barrocas e integrantes de C1080. Dice que al candombe “se le da muy poca bolilla acá en Uruguay. En febrero y eso viene mucha gente, o se habla mucho, pero el resto del año me parece que como está acá a la vuelta de la esquina no le dan mucha bola”. Cuando le pregunto qué lo apasionó del candombe y la cultura afro, su respuesta es “la raza en sí y el pulso”. “El pulso es africano desde siempre -dice-, y por más que yo soy blanco, descendiente de italianos, mi padre me traía de chiquito a ver los tambores del Barrio Sur y de Ansina, cuando muy pocos blancos se arrimaban. Desde niñito eso está en mi alma, hipnotizando. Soy montevideano y estas paredes transmiten todo. Es inevitable”. Le pregunto que piensa que debería hacerse para popularizar más el candombe en Uruguay, para que deje de ser como una pieza de museo que sacamos una vez por año para saciar el consumo de autenticidad y cumplir con la cuota. “No tengo idea, a veces las cosas populares son las más grasas y las peores. Por eso McDonald's está lleno de gente, aunque te salga más caro que un plato de buena comida. Es popular. Van a comer esa porquería. Y así es con la música: las masas consumen mucha porquería. No sé cuál es la buena y cuál es la mala, pero hay una cantidad de porquerías que se consumen. Lo que tienen en contra estos shows es que es mucha gente en escena, y entonces es muy difícil que viajen, llevar todo lo que hay que llevar, aunque sea por lo menos fuera de Montevideo. Tenemos 19 capitales de departamento, hay 19 teatros, y esto es un espectáculo fabuloso para la vista, para el alma, para el cuerpo y para los oídos. En este caso, soy parte del trabajo, pero no es sólo esta comparsa, hablo de lo que presenta cualquier comparsa, la gracia de los tambores, todo eso”.

19 teatros. La imagen me hipnotiza un rato, y cuando vuelvo la calle ya quedó casi desierta. Pienso entrar al Multiahorro de al lado, pero desato la bicicleta y me voy pensando en la palabra “popular”. No es fácil entender qué significa hoy, cuando conceptos como “folclórico”, “tradicional”, “ancestral”, “autóctono” o incluso “uruguayo” han sufrido transformaciones, con el quiebre de placas tectónicas en la cultura. El candombe es una manifestación popular, en tanto la practica y la goza “el pueblo”, ese otro del poder. Pero necesita ser “popularizado” en otro sentido, difundido e integrado al resto de la cultura nacional, que según Fattoruso está cooptada por la cultura de masas y el consumo de porquerías.

Me voy pensando en que tengo que conseguir entradas para la segunda vuelta, y en la diferencia entre el candombe como práctica comunitaria y como disciplina de competencia. La profesionalización que exige el concurso ha transformado a la cultura afrouruguaya y a otras expresiones del carnaval; la pregunta es cómo. El profesionalismo conlleva aspectos económicos que no pueden ser omitidos, y la producción simbólica es afectada por sus condiciones de producción. Ahí están el candombe en la calle todo el año y el candombe profesional, conviviendo y complementándose (la pregunta, de nuevo, es cómo), si no se pierde de vista todo lo que no sucede durante los días de Carnaval.