Pasar todita la vida al lado del río Cebollatí tiene sus premios y sus castigos: conocer el agua, y temerle. Los rochenses que habitan y trabajan las tierras del norte del departamento ya están acostumbrados: los estragos que hace el agua después de una creciente del río no son nuevos. Desde que tienen uso de razón saben que desfigura caminos, rompe rutas y ensucia casas; que hace sufrir a los animales y obliga a las familias que trabajan los campos a emigrar al pueblo, o a aguantar en el rancho con el agua hasta las rodillas; que mata praderas y cosechas y, dos por tres, como ocurrió en esta última crecida de abril, el agua se puede llevar hasta lo más querido: al vecino, al amigo. También saben que hay dos planes de regulación hídrica para evitar la hecatombe total: el formal, que son las obras que los distintos gobiernos han llevado a cabo y las que pretende desarrollar; y el informal, esos terraplenes que surgieron ante la desesperación de las pérdidas, las obras de los productores grandes y chicos. Los intereses se cruzan, y cuando uno zafa del agua un poco, otro se inunda un poco más. Ahora que el agua está en el río y el suelo está seco, la diaria recorrió algunas de las tierras más llanas de Rocha y conversó con autoridades, ganaderos, arroceros y vecinos.

Todavía no había menguado la furia de la lluvia cuando el agua empezó a descender, obstinada, desde el río Cebollatí hacia las casas. Este último abril bajó más rápido que otros años; llovió como nunca antes en los últimos 50 años, y la penillanura del norte de Rocha se tapó enseguida. El agua vino brava: en Averías, Lavalleja, llegó a 7,42 metros, y por encima llovieron más de 450 mililitros. En menos de una semana, el agua se había apoderado de 300.000 hectáreas: de 500.000 canchas de fútbol. Imagínese. Hay quienes no pueden concebir la inmensidad, pero cuando el agua pasa los 6,80 metros de altura, en Averías empiezan a dormir mal y menos, por los nervios: el agua es traicionera, y aunque avisa, te puede encontrar de sopetón. Saben, también, que hay que buscar la forma de llevar el ganado a las partes altas del campo, para que tenga el agua en las patas y no en el cuello; que hay que colgar muebles y electrodomésticos, armar represas con bolsas de tierra, tapar aberturas y desagües, conseguir techo en el pueblo para las mujeres, niños, viejos y enfermos. Y rogar que el agua sea misericordiosa: “Pedirle a Dios que no haya más desgracias, no sea cosa que haya que lamentar algún ahogado más”, dice, con tremenda tristeza, Walter Gitano García, productor ganadero de 58 años que, como tantos otros, lleva la vida trabajando con el agua en las patas.

Desde los ocho años el Gitano está sacando animales del agua, y a pesar de que está acostumbrado a la incertidumbre que generan las crecidas del Cebollatí, a la horrible necesidad de poner en riesgo su vida y la de los suyos, dice que nunca, jamás, había vivido desgracia tan grande como la de 2016. El Gitano empezó a sacar el ganado del campo que está en las márgenes del arroyo Quebracho cuando el agua apenas asomaba, pero cuando ya obligaba a andar en bote o en lancha, o a caballo en algunas zonas medio altas, se dio cuenta de que habían quedado unos animales encerrados en un potrero, y dejarlos ahí era sentenciarlos a morir ahogados. Un vecino y amigo de toda la vida, el Negro, de 76 años, necesitaba llegar hasta la casa, que estaba anegada y quedaba de paso al potrero, así que junto al hijo del Gitano, de 23 años, y Tomás, el peón, que es bastantito mayor, salieron en caballo al rescate. El agua era tanta que les fue imposible tantear la profundidad de algunas zanjas, y atinaron a lo conocido: intentaron pasar por uno de los canales de riego de la zona, pero se había reventado, y ay, mamita. Cayeron el Negro y Tomás, y el gurí, desde el caballo, manoteó al que tenía más cerca. Pudo salvar a Tomás; al veterano se lo llevó la corriente.

Más vale que haya un dios, porque “alguien tiene que responder” por eso. El Gitano piensa que debería ser el Estado: debería permitir que los productores terminen de construir un terraplén paralelo al río que, aunque en tramos, ya mide cerca de 12 kilómetros, o declarar de interés nacional el tema y solucionarlo. Los intereses de algunos productores que forman parte de la Asociación Fomento Rural de Lascano -de donde surgió una comisión para tratar el tema hídrico-, están representados en el pensar del Gitano. Él y ellos están convencidos de que con eso se mitigarían los impactos bestiales -fatales- del agua y se aprovecharían más las tierras. Señala que se evitarían pérdidas millonarias como las del año pasado, que se estima que ascendieron a alrededor de 23.000.000 de dólares.

Que no

No todos coinciden con este paisano; hay productores de la zona que no quieren ni terraplén ni que la Dirección de Hidrografía del Ministerio de Transporte y Obras Públicas continúe llevando a cabo la Variante 2001 del Plan de Regulación Hídrica de los Bañados de Rocha, legalizado en el Decreto 229, de 2004. Este plan no tiene como objetivo paliar las anegaciones, sino que lo primordial es restablecer, “en la medida de lo posible”, la “tendencia natural del escurrimiento del sistema” de bañados: que el agua vaya del suroeste al noreste, desde el río Cebollatí hasta la laguna Merín (en la dictadura se construyeron conexiones al canal Andreoni -que cruza el balneario La Coronilla y fue construido en 1895 para desecar bañados y convertirlos en tierras productivas- para desaguar más bañados, lo que provocó el aumento de su caudal y arruinó las playas del balneario; antes de esas nefastas conexiones, el agua de las crecientes del río Cebollatí iba derechito a la laguna Merín, pero después -ahora-, lo hace hacia el océano Atlántico).

El Plan, que consta de cuatro etapas, se empezó a aplicar en 2006; actualmente se está llevando a cabo la segunda fase de la primera parte. Entre las obras ya hechas se cuentan la remoción de dos terraplenes irregulares, un puente, alcantarillas, limpieza del canal Pelotas y obras de derivación del canal Nº 2 (el que une al Andreoni con el Atlántico) hacia las cañadas Agosto Cabrera y La Perra. Aunque el director de Hidrografía, Jorge Camaño, explicó que el gobierno sólo prevé desarrollar el Plan hasta la tercera etapa -que consistiría en aumentar la capacidad de almacenamiento y regulación de crecidas de la cuenca en Paso de Álamo y Sauce Caído-, la obra que aterra a los vecinos de Villa Cebollatí y alegra a los productores del Quebracho es la prevista en la cuarta etapa: la construcción de un muro en la margen derecha del río.

Alfredo Rano Rodríguez tiene 58 años y vivió toda su vida cerca del río; lo conoce. Actualmente es el encargado de caminería rural de la Intendencia de Rocha, fue uno de los arroceros que decidieron abandonar el negocio después de la crecida del 2000, que le aniquiló una cosecha entera, y es uno de los referentes de Villa Cebollatí. El hombre está convencido de que ese muro los ahogaría. “Con los terraplenes que ya han hecho algunos productores, o con los canales de riego de los arroceros, que actúan como muro, ya se ve, año a año, cómo el agua viene con más fuerza y por lugares que antes no venía, se anegan zonas que antes no se anegaban. Eso nos ha permitido ver lo perjudicial que sería el muro de contención: las aguas vendrían encajonadas, entubadas para acá. Sería catastrófico”, sostiene. El Rano, al igual que el lascanense Artigas Barrios, ex intendente de Rocha y ex productor arrocero, considera que la mejor solución sería hacer una obra que costaría más -calculan- que la represa de Salto Grande: una represa en la Garganta del Tigre, en las nacientes del río Cebollatí. Así se controlaría y regularía el agua, embalsándola y largándola para que sea productiva. “Es un sueño, pero hoy, en tiempo de seca, estaríamos aprovechando esa agua”, asegura el Rano. Barrios señaló que esa posible solución es la única que evitaría las crecidas, que la idea surgió en la década de 1970 en la Comisión de la Laguna Merín, cuando se creó el Plan de Desarrollo de dicha cuenca, pero que es inviable porque “habría que hacer al Uruguay de nuevo”.

Dragar, limpiar

Otro de los planteos de los vecinos de Cebollatí que en cada creciente deben abandonar sus casas -son unas 40 personas en total- es dragar el río y limpiar las cañadas. “Si se limpia, la cosa cambia. Por culpa de los terraplenes, el río está cada vez más aterrado, de arena y monte, porque va rompiendo las orillas. La solución debe ser abrir, limpiar, no más muros. Es algo de lógica: si queremos que el agua no suba, hay que darle salidas, no trancarla”, dice Roberto Rodríguez, de 40 años, trabajador de las arroceras. “Yo a veces me río, porque no sé con qué estudios se manejan... Uno, que nació acá, se da cuenta: si trancamos el agua, busca la vuelta y vuelve. Nos vamos a transformar en La Coronilla”, agregó.

Por otro lado, y a cientos de kilómetros, en Montevideo, Camaño comentaba que “es muy fácil decir qué hay que hacer, pero no es un tema de talenteo; el Plan surgió a raíz de un modelo hidráulico, se pensó cuáles son las obras necesarias, y el objetivo”, que no es evitar las inundaciones, que es lo que tanto anhelan los vecinos y productores locales. A su vez, en particular sobre la posible construcción del muro, dijo que no está previsto porque no hay ningún estudio que evalúe las consecuencias. Al respecto, el titular de la Dirección Nacional de Agua, Daniel Greif, aseguró que esperan poder firmar un convenio con la Facultad de Ingeniería de la Universidad de la República para realizar los estudios de impacto correspondientes, tanto de las obras formales e informales realizadas como de las venideras. Como la plata es escasa, y habría que invertir mucho en estos análisis, Greif contó que también prevén reglamentar el capítulo de la Ley 18.610, Política Nacional de Aguas, que estipula “el cobro por el uso” del agua. “En este caso, el canon tiene que complementar todo el sistema de derechos de asignación de uso de agua, y que el producto de ese canon pueda usarse para mejorar la gestión de las aguas”, afirmó.

Domingo Vidal, capataz desde hace 13 años de una estancia en la zona del arroyo Quebracho, conoce la furia del agua y cree que no hay obra alguna que lo pueda salvar de ella. Él está protegido por una ronda: un muro de tierra, piedra y pasto -que en algunas zonas llega a tener hasta dos metros de altura- que circunvala la casa. El dueño de la estancia, otro productor ganadero, había construido el terraplén un año antes de que Vidal -como le dicen- y su familia llegaran a cuidarles lo suyo, pero con el paso de los años, como consecuencia del aumento de las crecidas, ha sido inevitable levantarlo más. Vidal se tiene que quedar ahí a aguantar la creciente: alguien tiene que darles de comer a los chanchos, los terneros, los conejos, las gallinas, los corderos, los perros, los pájaros y los gatos. No tiene manera de salir, porque bote no hay. Desde ahí ha visto el mar dulce: el ruido que provocan las olas en el agua, la corriente, desde la puerta del rancho, hasta el horizonte. “Días y días viendo el agua nomás... Hay que dejar todo quieto, después de que no sube más el río, la esperanza es que se vaya. Es lo único”. A veces, como sucedió en abril de 2016, llovió tanto que en un momento había más agua dentro de la ronda que afuera, pero no podía abrir la compuerta que días antes había tenido que trancar con un poste de madera que sostenía con el tractor, porque el agua de afuera se le venía para adentro, y ahí sí se le inundaba todo.

Los vecinos de Vidal, Jésica Ricardi, de 28 años, Luis Méndez, de 30, y su hijo Samuel, de siete, hace siete años que viven en el campo de al lado. Luis trabaja para la empresa arrocera Coopar y se encarga de cuidarles el ganado. En todos esos años les ha tocado abandonar la casa cuatro veces: todas debido al agua. Ellos no tienen ronda, y se van a Lascano con muebles y gallinas. La de 2016 los agarró durmiendo: cuando Jésica quiso acordar, ya tenía el agua en las patas; “agarré la linterna y empecé a juntar las cosas”, recuerda. “Pasa que hay mucha ronda en la vuelta, ahora se levanta agua y corta donde antes no lo hacía. En la primera creciente que pasamos [2010], bordeó la orilla de la ruta 15, pero esta última, ya no”, comenta Luis, que ya había visto cómo el chiquero había ido quedando seco en otras crecidas, y los chanchos negros por las hormigas, así que esta última vez sacó chanchos, vacas y ovejas del campo.

Hay otros que deciden quedarse, como una pareja de septuagenarios que durmieron cuatro noches en un colchón que pusieron arriba de un carro en un campo de Costa Pelotas. El Rano iba en lancha todos los días a llevarles víveres y ver cómo estaban, porque no hubo quién lograra hacerlos abandonar el rancho.

La operación retorno también es complicada. La casa está llena de lodo y cuanto bicho ande en la vuelta. Y después del agua, inunda el olor a podredumbre. Llegar, limpiar, desinfectar, y llorar para que no se ahogue la alegría de, por lo menos, no lamentar muertes.