¿ Cómo advertir sobre el mundo al que nos lleva un sistema que insiste en privilegiar a los más privilegiados? Equipada desde sus inicios para especular sobre el destino de la sociedad (de la civilización, de la especie), la ciencia ficción dijo y dice mucho sobre el crecimiento de la desigualdad entre los seres humanos. Después de todo, ya en 1895 La máquina del tiempo, una de las novelas fundacionales de la corriente, anunciaba con preocupación la separación de la raza humana en dos subespecies antagónicas. Su autor, el británico HG Wells, partía de la teoría evolutiva de Charles Darwin y de la observación de una tendencia evidente en la época victoriana, la del alejamiento sostenido de la minoritaria clase aristocrática respecto de la clase trabajadora.

Wells, un socialista convencido, se valió de la extrapolación y la imaginación para proyectar, desde la narrativa, los temores y las esperanzas de su presente, y las herramientas que usó siguen siendo idóneas, tras un siglo en el que la ciencia ficción ha pasado por distintos grados de sintonía con la denuncia social. Lo que sigue es un repaso de algunas obras de circulación masiva que volvieron a poner de manifiesto las tensiones que vio Wells.

Para empezar con un toque de claustrofobia, la película coreano-checa Snowpiercer (2013, basada en el cómic francés Le Transperceneige) confina en un largo tren a lo que queda de la población humana tras un desastre ecológico que ha congelado a todo el planeta. La mayoría vive en los vagones del fondo, realiza tareas manuales, se alimenta de una sospechosa gelatina y, periódicamente, intenta copar la locomotora, donde se sospecha que viven los favorecidos. La historia, por supuesto, es la del primer alzamiento con posibilidades de vencer a los represores, y, así, acompañamos a los revolucionarios en su viaje hacia adelante, mientras atraviesan carros cada vez más lujosos. La figura del maquinista y su tren, que no puede detenerse, son, más que metáforas de la dominación, representaciones de la cultura que hace posible el sometimiento.

En El rascacielos (High-rise), la sociedad también se amontona, pero ahora de manera vertical, en un condominio donde el arquitecto y sus allegados habitan los pisos superiores. Acá se lucha por los recursos compartidos en los pisos medios (la piscina, cosas así), y lo que era un lujoso edificio automatizado se encamina a la ruina, tanto organizativa como moral. La novela original fue escrita por el inglés JG Ballard, un maestro de la conjetura psicológica, en 1975, cuando en Reino Unido los barrios privados eran una novedad y se acentuaba la crisis social. La llevó al cine Ben Wheatley en un 2015 todavía afectado por la crisis financiera y que ahora se nos aparece como antesala del Brexit.

El hábitat marca: en 2013, el sudafricano Neill Blomkamp dio a conocer Elysium, sobre un satélite de órbita baja en el que vive el 0,1% que la pasa bien. En la Tierra, mugre, desempleo, fábricas y enfermedades. Entreverada pero simplista, la película decepcionó un poco porque venía de un outsider del sistema Hollywood con buenas credenciales para el cine social: en la tierra del apartheid filmó District 9 (2009), una alegoría sobre la idiotez de la xenofobia. El conflicto en Elysium lo pone el acceso a la salud: mientras abajo hay hospitales superpoblados y desabastecidos, arriba tienen dispositivos que curan enfermedades terminales al instante.

Más elaborada en su abordaje de la formación de una elite dominante, la serie 3%, producida por Netflix en Brasil (escrita por Pedro Aguilera y dirigida en su primera temporada, el año pasado, por el uruguayo César Charlone), describe la relación entre un continente favelizado y la próspera isla de Altamar, donde residen los poquísimos que logran superar una estricta prueba de admisión con mucho de reality show cruel, al modo de Los juegos del hambre. El resultado es un comentario sobre las paradojas de la meritocracia y las de su presunta opuesta, la herencia.

En otro futuro, más indefinido, se ambienta una andanada de películas apocalípticas (basadas en novelas) dirigidas al público preadolescente. La mencionada Los juegos del hambre (2012-2015), Divergente (2014-2016, aún en curso) y The Maze Runner (2014-2015, aún en curso) son sagas que tienen por protagonistas a grupos de jóvenes que deben subvertir el orden en mundos devastados por un lejano cataclismo y regidos por malévolas castas de adultos. Aunque previsibles y orientadas al retorno comercial inmediato, de algún modo estas producciones habrán sembrado, en los últimos años, un mensaje antiautoritario que en la era Trump ya es tiempo de cosechar.

Si esos apocalipsis para liceales son la confirmación de la idea, deprimente y de atribución indeterminada, de que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, la serie Mr. Robot, lanzada en 2015, podría ser su negación. Aunque es cierto que es la historia de un esquizofrénico, también es la de cómo se liquida, hacktivismo y protesta social mediante, al sistema financiero internacional. No sólo es exquisito el trabajo estrictamente narrativo de la serie, sino que esta pone en evidencia las carencias a la hora de imaginar cambios en el orden económico de otras producciones igualmente situadas en el futuro inmediato, como la británica Black Mirror (iniciada en 2011). Como es una obra en marcha, no se pueden poner las manos en el fuego sobre su resolución -detalle no menor para decidir si el mensaje es conservador o emancipador-, pero lo cierto es que Mr. Robot toma para sí la responsabilidad que la mejor ciencia ficción tiene con su propio tiempo. Como ha dicho Fredric Jameson en El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío (1991), se trata de un género histórico en un doble sentido: por un lado, es consecuencia de las ansiedades de la época en que es producido, y, por otro, busca, por medio de sus dislocaciones, darles sentido y perspectiva a los acontecimientos que vivimos o que estamos por vivir.

José Gabriel Lagos Periodista, director de Lento.