La semana pasada, quizá porque estamos en verano, hemos tenido que presenciar la polémica en torno a una página de un libro para escolares en el que la autora, Silvana Pera, utilizaba el recurso de mencionar la aldea de los pitufos para acercar a los niños a la idea del comunismo.

La profesora Pera es una docente joven de sólida trayectoria tanto en secundaria como a nivel terciario. Su trabajo es reconocido por colegas y alumnos, y créanme que hay mucho trabajo, y no sólo inspiración, en su labor.

El uso de diversos recursos didácticos, como echar mano a una analogía o a una imagen, es frecuente en la tarea docente. Se trata de acercar un universo conocido por los estudiantes para entender conceptos y fenómenos de mayor complejidad. Es frecuente que profesores de filosofía usen la película Matrix (Lana y Lilly Wachowski, 1999) para explicar a Platón, la novela El señor de las moscas (William Golding, 1954) para facilitar la comprensión de Thomas Hobbes o la Comarca de los hobbits para entender a John Locke. Por supuesto que estas comparaciones pueden ser más o menos felices, más o menos apropiadas, pero su uso no está vedado.

¿Cuál es el escándalo? Por un lado están quienes sienten que la imagen en cuestión es una analogía débil que intenta, en forma falaz, convertir un ideal sanguinario y cruel en un cuento de niños. Alguno reclamó que para hablar de comunismo no se omitiera la figura de Iósif Stalin. De poco sirvió la aclaración de la autora, que señaló que se trataba de presentar la idea (sin la cual es imposible explicar a un estudiante por qué numerosos movimientos en el mundo adhirieron y adhieren a ella), y no a sus aplicaciones prácticas. Pero el motivo real de tal disgusto no es ese. Desde hace años, ciertos sectores vinculados al poder intentan restituir un relato originado en la época en la que gozaban de cierta hegemonía cultural. Llegan a creer (o a escribir) que los profesores son los responsables de la caída electoral que han protagonizado.

Un antecedente penoso (aunque no el único) de estos embates fue el que sufrió la profesora Martha Aberbourgh a fines de la década de 1980, encabezado nada menos que por el entonces vicepresidente Enrique Tarigo. En aquella ocasión, se trataba la utilización en clase de una caricatura para explicar a alumnos de tercer año el “deterioro en los términos de intercambio” en las relaciones entre el Tercer Mundo y el mundo industrializado. La incipiente caza de brujas que se desató en aquel momento no llegó a tener mayores consecuencias en la práctica docente; por el contrario, a los pocos años era frecuente que los profesores usaran ese recurso. Pero cada tanto, alguien se rasga las vestiduras por lo que considera una violación de la laicidad.

Curiosamente, estos ataques provienen de quienes dicen sostener posturas liberales. Con ellos dañan varios de los valores que dicen defender. La libertad de cátedra, que se enmarca dentro de la libertad intelectual, es uno de sus más caros principios.

No es ajena esta práctica a un accionar recurrente de denostación del cuerpo docente, instalado desde hace unas décadas con evidente afán disciplinador. La desprofesionalización que conlleva este acoso puede resultar muy cara para la educación. El ejercicio de una profesión requiere no sólo el ejercicio de unos saberes, sino también la libertad para elegir cómo llevarlo a cabo. Esto es algo que algunas autoridades, que han salido a bailar al ritmo de estos gritos, deberían tener claro.