En mi casa siempre había más cosas que sitios reservados para cada una. Los objetos no sobraban, pero se depositaban en el espacio de una forma que parecían fuera de lugar. Aunque a mi casa la cubriera el caos como relación natural entre cosas y personas, aquellos eran tiempos extraños en el apartamento. A las cinco de la tarde las formas se ubicaban de esta manera: el estar tenía la mesa de mármol blanco y el bargueño de cármica marrón oscuro acompañados por cuatro o cinco sillas. Las superficies horizontales de la mesa y el bargueño permanecían vacías. La cocina estaba lavada, la vajilla seca guardada en los muebles sobre la mesada, y en la pileta caía una gota irreparable que se ahogaba en el fregón recién lavado. Con esta calma esperábamos a mi madre. Entre mi madrina, mi hermana y yo hacíamos los últimos movimientos necesarios. Cinco minutos antes de su llegada colocábamos el repasador en la mesa blanca, sobre él y hacia la izquierda el termo con el agua caliente, en el centro el mate con la yerba hinchando y sobre un lado la bombilla. Es que a mi madre le gustaba el primer mate y también el olor a hipoclorito del fregón recién lavado.
Al atravesar el umbral todavía sostenía el viento el pelo y el fresco de la calle en las mejillas. Se sacaba la campera, la dejaba caer en cualquier lado (documento nostálgico de nuestros verdaderos hábitos), se sentaba en la silla que le correspondía, preguntaba cómo nos había ido y no demoraba mucho en ponerse a llorar.
La vecina con la que compartíamos el piso, obrera textil y colega de mi madrina, debía escuchar el ruido del ascensor y cruzaba a nuestro apartamento. Con Charo éramos grandes vecinos, cambiábamos budín de pan por guiso de lentejas. Cada vez que alguien creía haber cocinado algo que otorgaba felicidad, cruzaba la puerta, tocaba el timbre de enfrente y entregaba su obra a condición de recibir la misma olla o fuente con otro manjar. Éramos cinco mujeres alrededor de un mate, pasábamos desde la primera hasta la quinta década en edad. Eran tiempos raros en el apartamento; no recuerdo la presencia de mi padre en aquellas rondas, quizás fue el tiempo en que él no vivió con nosotras. Pensando mejor, recuerdo la voz de mi padre en la noche, consuelo a la segunda ronda de llantos de mi madre dentro del dormitorio.
Todas las tardes aparecía un nuevo caso para mi madre. Había elegido sus primeras horas de dirección en un liceo emergido en la pobreza. Esta pobreza era distinta a la suya, ni siquiera su hermano muerto a los ocho meses de vida se le parecía.
Estas eran adolescentes embarazadas de su tío, muchachas golpeadas por su padre militar, hijas de mujeres jóvenes también golpeadas hasta la internación, muchachos adictos para escapar de lo mismo, jóvenes que se iniciaban en la rapiña y caían presos de una manera estúpida, jóvenes iniciadas en la prostitución por su familia y otros que sobrellevaban todo esto con un nivel de dispersión intelectual y motriz que el liceo expulsaba.
Mi madre se dedicó a conocer a cada uno de ellos, a llamar a cada uno de los padres, a intervenir en cada una de las vidas. Pasaba toda la tarde yendo a buscar a sus estudiantes, los sacaba del pastizal un poco drogados para que volvieran a clase. Prohibía la suspensión a los docentes y cambiaba la medida por reparar una mesa o estudiar en la biblioteca. Tomaba mate con una madre para que se separara del marido. Rescataba niñas de la prostitución y las escondía en algún hogar que tuviera convenio con INAU. Y el llanto no distinguía entre eso y descubrir que un estudiante hacía las tareas con vela, razón sencilla para entender el desorden caligráfico que lo paseó por psicólogos y psicomotricistas. Sé que algunas veces las idas al barrio fueron con mi padre, y también que hubo un grupo de raperos que le hacían guardia en la parada del ómnibus si la jornada se extendía y llegaba la noche.
Mi madre me pidió pocas veces que la acompañara a visitar a algunas de las exiliadas, para quienes la única forma de sobrevivir era irse, porque ya estaban amenazadas de muerte por el proxeneta del barrio, que también era el narcotraficante del barrio y también el cura o pastor de alguna iglesia. Una vez fuimos a un hogar a saludar a una adolescente que cumplía años. Mi madre le compró una caja de 48 lápices de colores. Yo no tenía 48 lápices de la misma caja. La esperamos en su habitación, era una celda de monasterio, paredes gruesas y redondeadas color beige de austeridad franciscana. Llegó de bañarse y saludó a mi madre con una alegría tenue, como si la alegría no pudiera sacar la cabeza del charco de la tristeza. Casi no me miró, pero yo sí. Tenía mi edad y parecía mujer, no cualquier mujer, sino una que fuera hermosa. A veces pensaba que para salvarte de la pobreza había que ser un poco feo, o por lo menos no encarnar la imagen de la hermosura. La belleza es un derecho inaccesible en la pobreza y muchas veces un engaño peligroso. En ese tiempo me sentía avergonzada de tener una madre como mi madre, porque veía los ojos de sus estudiantes que me miraban con ferocidad, y también veía el surco que había entre ellos y yo, una pequeña raja de aire pero de la corteza terrestre, que nos dejaba de un lado y del otro de la vida. Cuando salimos mi madre se preguntó algo al aire, no se animaba a nombrar la duda por lo que había hecho. No había forma de saber si la joven estaría bien, ni tampoco si eso que había conseguido era lo mejor. Me miró y se dijo está viva, porque esa era la medida de las cosas. Eran tiempos raros en el apartamento. Mi madre quería proteger a sus estudiantes del mundo y nosotros a ella.
Paola Carretto.