Vamos a olvidarnos de algunos santos. Es que a veces se vuelve necesario bajarlos de ciertos pedestales para ver cómo se paran sobre el barro, sobre el barrio, sobre este suelo sudaca. La comunidad marica ha tenido, desde hace poco más de 20 años, las figuras guía de algunos nombres europeos o gringos como paladines de la teoría queer. Y es que es cierto, y seguramente se nos vuelva imprescindible para entender algunas cosas de “lo raro”, llegar hasta los nombres de Butler, Sontag, Preciado, y un etcétera que abarca algunos santuarios más. Entonces me alejaré un poco, aunque no del todo, de los conceptos de lo queer que plantean, tomando un término de Preciado, nuestras bollos gringos, y me voy a acercar a otros rescatados de las ideas del filósofo argentino José Pablo Feinmann.
Feinmann dice que aquello que los teóricos y pensadores europeos ven como “diversidad” en nuestras tierras está opacado o tapado por una dicotomía cruenta, que es la de ricos y pobres. Aquello que la burbuja europea hace ver como algo fascinante, para nosotros resulta una dolorosa grieta insalvable. En suma, y traído a las teorías sudacas de lo raro, podemos pensar en el dildo, en usar el brazo como órgano sexual, en la contrasexualidad, en lo performativo del acto sexuado o del género, pero lo cierto es que, personalmente y adaptando la idea de Feinmann, creo que nuestra primera cuestión está entre pobres y ricos. En nuestro caso, entre raros pobres y raros ricos. Citando a Apegé y su texto Provinciano, quizá sea hora de alejarnos de esos “intelectuales que miran por el rabillo de papers y ponencias y que jamás pisaron (ni mearon) en el baño de Estación Miserere”. Acaso ya sea hora -y en esto puedo bancar cierta coherencia de Paul Preciado- de postergar un poco la teoría y poner la saliva y el cuerpo, los dolores.
En la literatura rioplatense podemos encontrar una literatura Otra de lo queer. Un espacio que se trate, acaso, de la puesta del cuerpo a lo marica, a lo torta, a lo trava, desde la condición de quienes tienen el cuerpo como primer y primordial espacio de experiencia: los pobres. Podría tomar otros términos más sofisticados y hablar de marginados, de vulnerables, de desclasados, pero prefiero encerrar todo eso en esa palabra más antigua, más pesada y más sonora, quiero centrarme en los pobres como concepto y con ello otro tipo de nomenclaturas más sinceras: negros, cabezas, turros, rochos, trolos, villeros, planchas. Dentro de todas esas etiquetas, detrás de ellas, también cabe la de putos.
Los pibe de mi barrio
Ioshua (1977-2015) era uno de los poetas del conurbano bonaerense que, en cuerpo y poesía, ponía el vómito marica de otros barrios, de otras latitudes. En su obra literaria puede verse la ética y estética de los “wachos”, como él mismo solía escribir. Su obra se trata de una literatura negra, turra y villera que, al mismo tiempo, expresa, de una manera “alter”, un modo del “ser” marica, se trata de un “clasismo homo”, de un modo de mirarnos sudacas y homosexuales.
Con sus recitales de Cumbiagei, sus fanzines eróticos en los que pueden verse chicos de estética “villera” dibujados con enormes penes y mezclando frases entre amorosas y violentas y su cuerpo maltratado por la pobreza y el VIH, la impronta del poeta pobre muestra de manera clara cómo los cuerpos más expuestos dentro de la vida queer son, también, los de los marginados, los que viven al borde del borde.
Uno de los textos que componen la obra de Ioshua es “Loma Hermosa”, una especie de tríptico narrativo en torno a una nouvelle, Los putos. La obra comienza con una pareja que se despierta en la noche con los ruidos de unas correrías en la villa para luego enterarse de que balearon y dieron muerte a uno de los primeros novios de Marcos, el protagonista: “Camino y me empieza a caer la ficha posta de lo que me acaba de chusmear la Gaby. Mataron a Yago...”. Allí, entonces, se desencadenan una serie de recuerdos que dibujan, en la prosa del autor, los acercamientos a la homosexualidad dentro de una idiosincrasia villera, se dibuja la forma del amor que comienza con el pensamiento dormido y el instinto despierto cuando los personajes encuentran el contacto en una masturbación intercambiada, es decir que el sentimiento de amor queer se esconde, al principio, detrás de las necesidades de los cuerpos: “Yo no sé si alguna vez estuve enamorado de Yago y mucho menos si acaso él alguna vez estuvo enamorado de mí. Sólo estábamos juntos todo el día todos los días y a veces, con cualquier excusa, curtíamos. La cosa empezó así... pajeándonos... pero después la seguimos y a tocarnos más... a buscar, y encontrar, sensaciones entre los dos cuerpos... y así, después ya transábamos a full. Sin vueltas”.
En los personajes no aparece la necesidad de definición, de delimitación o de teorización respecto del deseo, sino que lo claro y necesario es que el deseo debe quedar satisfecho. Así, los cuerpos cumplen con el acercamiento homosexual que si bien no los limita o los hace identificarse con lo queer, los define en el encuentro. Si bien no es o no parece pensado, el deseo los lleva cada vez más cerca de su condición, de su sexo Otro, incluso del sentimiento amoroso sin etiquetas. Los personajes no saben, o no quieren saber, si eso es amor; es simplemente la necesidad de la cercanía, y ellos se acercan, “sin vueltas”.
Hacia el final del texto, sin embargo, es donde se problematiza aquello que pasa por adentro, el sentimiento queda confusamente marcado cuando el personaje de Marcos se para frente al cajón donde es velado Yago: “No sé... como que te extraño o que capaz voy a llorar. Pero quedate piola, sabés que no voy a hacerlo como maricona niaí […] Te lloraría bien piola, como un macho posta. Como siempre lo hicimos antes. Y tanto así fue que, fijate, loco, nadie nunca se animó a decirnos putos”. Si bien en la construcción íntima que los personajes tienen con el manejo de sus cuerpos y de sus sexualidades el sentimiento puesto en el discurso de Marcos se desborda, como si manifestara lo inevitable, lo hace de manera cuidada, ya que en la exterioridad, fuera de los límites de lo íntimo, la construcción del “puto” es un problema en tanto que insulto. Aquí, en la villa, en el texto que propone Ioshua, sí que hay complejidades en el momento de vivir el sexo queer, con uno mismo y con el resto. El personaje vive el sexo, pero se desliga a la hora de nombrarlo, ser nombrado, nombrarse.
Su boca es una bolsita y su lengua es de poxirán
La lírica de Ioshua, por su parte, además de conservar un registro lingüístico propio del habla villera en las expresiones que imitan la oralidad (“wacho”, “shename”) o en una plataforma de escritura en la que los “errores” ortográficos o gramaticales se mantienen (“qulo”, “niaí”), también construye algunas visiones del amor desde la ética/estética marginal. En sus textos se crea un mundo para el amor homosexual que choca con todo: la droga, la prostitución, la pobreza, la soledad. La figura marica que propone la poética de Ioshua se aleja sustancialmente del mundo “gay solucionado” que podría verse en algunos libros de sus contemporáneos queer. Aquí la sexualidad se vuelve el eje de una problemática, tener ese sentimiento marica es un conflicto; por eso, las formas de relacionarse de los cuerpos, entonces, se agazapan en lo íntimo, en el secreto de un cuarto, en los lugares desolados y abandonados de los barrios pobres, amparados por la prostitución masculina y esa “necesidad” del dinero, o en el deseo oculto del sentimiento amoroso. Y es que el cuerpo que importa, entonces, es el del pobre.
Allí en su paisaje social plagado de carencias, como el que Ioshua describe, el cuerpo es el territorio primigenio para la sexualidad alternativa, es el territorio de poder donde se produce el ejercicio de ser otro, un distinto, un incorrecto, y también, el cuerpo es el espacio del ejercicio de la violencia ejercida como castigo por esa incorrección.
En el poema “Amor en bici” Ioshua construye una especie de barrial declaración de amor en la que se traslucen las ideas que forman el “ser”, que hacen a la construcción de un “yo” marcado y formado en una manera marica del amor pobre: “Ay, guacho, cómo tira este corazón. Vos sos mi verdadero vicio, en serio, lo otro... lo otro es pena”. A partir del inicio del texto, entonces, se establecen varias cosas que habrán de marcar el tono íntimo que el texto propone: la presencia de un “tú” masculino, la inevitabilidad del sentimiento hacia ese “tú” (“cómo tira este corazón”), la posibilidad de vicios por fuera de la metáfora amorosa (en otra parte del texto dirá: “Lo tuyo es tan puro como la más pura”), pero lo fundamental quizá de este texto confesional es que para el “yo” aquello que está por fuera de la relación es el penar, es el sentimiento amargo de aquel que vive expuesto, jugado.
También aparecerá la definición de lo amoroso por parte del “yo” que crea ese texto: “El amor, posta, se siente como ir sentado en el caño de la bici del pibe de tus sueños. Sí. Así. Sintiendo su pecho cumbiero hinchándose en tu espalda y su voz... su voz humedeciéndote el alma y canchereando al pedalear”. El constructo del amor en esta estética plancha se da desde lo pequeño, desde lo prodigiosamente cotidiano que encuentra las maravillas de un mundo barrial: la bici, la cumbia, un pibe que lleva a otro. Y al mismo tiempo, la cercanía de los cuerpos, el contacto que despierta el deseo, el lance erótico, la excitación: “Su voz humedeciéndote el alma”.
Sin embargo, detrás de las declaraciones amorosas que establece el texto, se produce, siempre, lo problemático que encierra seguir las necesidades que el cuerpo tiene: “Ay, por vos guacho no voy a tener miedo niaí... ni un poco... nunca más. Ay, loco... sí. Así de jodido es este amor”.
Se deconstruye el relato de la homosexualidad feliz, aquí vuelve a meterse de lleno el problema de clase, el cuerpo se vuelve un espacio comprometido. Seguir al instinto es al mismo tiempo que la felicidad una maldición: “El chico siempre triste hoy se va / ya no aguanta más / sólo tiene su cuerpo como camino / sólo tiene su pena como destino / sólo tiene su corazón como equipaje”.
José Arenas.