Se fueron con el viento de mañana de abril. Con mi pecho cerrado y mi alergia.
Agradecí el momento elegido, y la generosidad de los plátanos, que dejan mis ojos rojos para llorar la pérdida de todas mis hojas, de todos los meses, de todos los años. No quise barrerlas ni sepultarlas.
Abrí la tapa oxidada de la latita azul. Tenía las esquelas de todos los hasta luego de todos los días. Subí lo más alto que pude. Mi azotea. Y esperé.
El viento hizo lo suyo. Y tus ojos mirando conmigo. Teníamos todo el tiempo.
Igual que cuando nos fuimos a la cama. Nunca necesité contar ovejas. Sólo tus ojos precisos en el momento que explotan, con o sin mí. O con todos los ausentes.
Esa noche éramos muchos en el cuarto. No sé si los viste. Igual dormí.
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Voy con alma tranquila y atenta y llego al segundo funesto de tu mirada, y me distraigo.
Tu mirada, sólo un segundo. Y el tiempo me burla, se estira, se me enrolla, se me mete por cada resquicio, por cada herida que dejo que se abra.
Y siento, me siento dolorosamente viva. Y vuelvo, vuelvo desesperada, hambrienta de deseo.
Y busco, husmeo. Y te me moriste.
Quedo con manos tendidas, con amor desparramado. Quiero al mundo, que me abrace.
◆◆◆
Un día subí a la azotea y no había árbol. Había árbol podado, recuerdo de árbol que algún día había sido. Otro día después de ese día, subí a la azotea y no era primavera y había brotado un jazmín desorientado. No me entra en la retina tanta memoria con la vida que insiste, siempre insiste.
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Y es la muerte contenta y el goce que duele. Fue mi nacimiento apurado. Es la partida que no voltea la cabeza para confirmar nada. Olvido esperanzado y orgulloso.
Son algunos que eligen su destino con devoción a la vida y empalagados de este mundo.
Son los miles, mentira, los pocos, que pueden cruzar el portón de una cárcel y mirar adelante porque alguien los vino a buscar.
Son los que a la hora de la visita en el loquero los encuentra fuera de la cama con el mate hinchando, y saben regresar a su delirio, sólo de ellos, si nadie llega.
Son los niños que hacen durar toda la vida el mejor abrazo de su madre triste.
Es mi madre cuando podía esconderme su pena.
Son los que cruzan la frontera y empiezan a percibir desde el recuerdo y con rebeldía.
Fue mi padre al volante en medio de la niebla sin querer parar.
Son todos mis hijos que pueden irse de casa.
Son los que hacen una valija, no, es obvio, son las esquinas embriagadas que alucinan ausentes.
Fue mi súplica enmudecida que te dejó ir.
Son los que pierden la virginidad cada día porque siempre es la primera vez.
Y los que esperan la salida de su semen como grito ahogado, o los que se lo beben amando con el deseo intacto sin reclamo.
Esta mañana hay decenas que esperan sin alegría ni desesperación la sin salida. Y tienen el número setecientos para un estudio de genética en un hospital. Los niños se revuelcan y estallan por fin. Y pienso que hay esperanzas. Pero la escena emancipada es callada por la promesa de comer en el carro si tienen paciencia. Hoy cobraron la ayuda social.
El instante llega y es eterno, el de la mayonesa chorreando por la boca abierta de risa con poco diente de niños y madres que no piden más. Me miran cómplices.
Me avergüenzo.
Como la mayoría de ustedes no habito la sala de espera con hipoclorito barato.
Tampoco tengo túnica blanca que dejar en almidón antes del último viaje financiado por algún laboratorio. Me encuentro buscando la salida.
Ahí está el reloj aguardando mi huella sin orgullo proletario, que va a mostrar mi apellido, el mismo de un tío funesto que nunca más crucé pero dejó martillando en mi cabeza la campana que llamaba a Sara, la que servía al inservible.
Hay una fila larga para marcar mi muerte y cada tic tac son segundos perdidos.
Entonces, detestada de mí y de tus dudas, un día improviso un primer universo sin vos ni márgenes. Y al fin puedo esperar la hora con alegría porque va a ser mi último día en este lugar.
Estoy saliendo, escuchen. Voy a encontrarlos donde estén, a girones o amontonados, hambrientos de amor.
Espérenme.
Ana Lieutier.