Se acusa al feminismo de hacer catarsis y no propuestas. Resulta que la legislación vigente para abordar las consecuencias de la violencia machista no ha salido de otro lugar que de la pluma y la articulación de las mujeres políticas, todas ellas feministas o herederas de su lucha. Resulta también que, teniendo un conjunto de leyes “ejemplares” para todo el mundo, en esta materia no hay recursos suficientes para aplicarlas.

¿Tendremos que convertir la batalla del feminismo en una lucha por presupuesto? ¿Quedan dudas de que tenemos un problema de seguridad muchísimo más serio adentro de las casas que afuera?

Ante el quinto asesinato consumado de una mujer por parte de su pareja o ex pareja, en lo que va del año, no alcanza con comunicados ni alcanza con sentidos mensajes en las redes sociales. Se acabó el tiempo para la gestualidad. Se requiere un compromiso serio con la dotación de recursos presupuestales para los dispositivos de prevención, detección, atención y protección a las víctimas. Se requiere asumir los costos políticos que sean necesarios para estar a la altura de la situación de emergencia en la que nos encontramos.

Mientras los recursos volcados al Ministerio del Interior se focalizan en perseguir el narcomenudeo o reducir las rapiñas, las denuncias por violencia doméstica están muy por encima de las realizadas año a año por esos delitos. Sin embargo, la derecha nos quiere convencer de que ese no es el problema más serio que tenemos, y lo peor de todo es que los dejamos. Mientras la ley de defensa del derecho a la salud sexual y reproductiva (DDSSRR) está vigente desde hace casi diez años, el programa encargado de aplicarla no tiene presupuesto propio, y la guía diseñada para introducir herramientas para prevenir la violencia basada en género y generaciones no se distribuye, porque un director nacionalista se indignó por considerarla inmoral. Mientras que la violencia machista es parte de la realidad cotidiana de la comunidad, los salarios de las y los operadores sociales encargados de enfrentarla todos los días en el territorio son bajísimos. Mientras que los niños lloran a su madre, seguimos sin monitorear y denunciar la vulneración a la que el sistema judicial expone a las víctimas, les permitimos boicotear la aplicación del código del proceso penal aprobado y postergamos sistemáticamente la aprobación de un código penal con perspectiva de género y derechos humanos.

¡Claro que el sistema de respuesta está mejor que hace 15 años! Pero cuando hay un femicidio por semana, lo mejor no es enemigo de lo bueno. “Lo mejor que hemos podido hacer” no está alcanzando cuando la respuesta que les damos a las mujeres que logran escapar de sus casas con sus hijos es orientación sobre las posibilidades judiciales pero no patrocinio, refugios insuficientes o superpoblados, la posibilidad de perder su trabajo porque tienen que faltar para que no las encuentre el agresor; es enfrentar solas la imposibilidad de encontrar una política de trabajo protegido o de vivienda que contemple su situación.

“Lo mejor que hemos podido hacer” no alcanza para salvar las vidas de las mujeres, ni para reparar el daño que se ha hecho a sus hijos. Las leyes posibles para combatirla están aprobadas desde hace años, pero no se jerarquiza la necesidad de mejorarlas en sus contenidos ni en su aplicación y, mucho menos, en su dotación presupuestal. Quedan ahí, como eso “que les aprobamos a ustedes, las feministas”, expresiones de deseo de un mundo mejor, hitos históricos que sirven para la foto. Parece ser que la violencia es un asunto político de relieve cuando es ejercida de varones hacia varones o cuando es ejercida para atentar contra la propiedad privada.

La relevancia que se le ha dado en la discusión presupuestal a las estrategias de atención a los problemas de las ciudadanas es directamente proporcional a la presencia de mujeres en el sistema político. Cuando se reclama la renuncia a los privilegios que les ha dado el patriarcado, no sólo se les pide que se preocupen de los problemas de las ciudadanas, sino que lo hagan cabal y responsablemente. Cuando reivindicamos una democracia paritaria no lo hacemos por antojo de poder como un fin en sí mismo, sino porque es evidente que las instituciones de este país se empezaron a hacer cargo de las consecuencias violentas de la discriminación por género desde que las mujeres lograron acceder a cargos de incidencia política. No somos el segundo sexo. La agenda que se encarga de que no nos maten sí parece ser de segunda.

Las reivindicaciones del feminismo no son antojadizas ni catárticas. Son legítimas y son la respuesta a un sistema político que está paralizado ante una tradición machista que no logra matar el pensamiento de sus abuelos. Tuvimos que empezar a contar las muertas en sus caras para sembrar la alarma. ¿No les parece mucho?