Para la elaboración de políticas públicas que tengan como objetivo revertir las desigualdades generadas por la persistencia y mutación del racismo, sexismo y capitalismo, entre otros “ismos”, se torna imprescindible un diseño desde el paradigma de la interseccionalidad. Kimberlé Williams Crenshaw define la interseccionalidad como la expresión de un “sistema complejo de estructuras de opresión que son múltiples y simultáneas […] que al interactuar con otros mecanismos de opresión ya existentes crean, en conjunto, una nueva dimensión de desempoderamiento” (1995: 359).
Las políticas públicas deben “definir un sujeto destinatario y protagonista de sus planes y programas para lograr la inclusión de estos SSDD [sujetos de derechos] en la estructura de oportunidades de la sociedad”. El paradigma de la interseccionalidad desde una mirada, además, decolonial: posicionar geohistóricamente el lugar político desde donde definir al sujeto de derecho que pretendo incluir. Y, aunque sea perogrullo, lo primero a reconocer es que crecimos en un país que fue colonia de España, que gran parte de su identidad e idiosincrasia se sustenta en haber sido, o querido ser, la Suiza de América.
En este sentido, se puede afirmar con convicción que Uruguay sigue siendo un país colonial eurocéntrico en sus estructuras y, consecuentemente, ha desarrollado un sistema social racializado que busca fundar el racismo en una estructura autónoma pero incrustada y entrelazada con otras categorías socialmente determinadas como la clase y el género (Bonilla, 1997: 472). Patriarcal, sexista y clasista. Evidencio lo que Patricia Collins (2012) nombra como la “matriz de dominación”. Este cruce de ideologías explicaría en gran parte por qué, a pesar de que nos ubicamos en uno de los primeros lugares respecto del ingreso per cápita en América Latina, aun no logramos revertir las importantes brechas de desigualdad cuando se mide según la pertenencia étnico-racial de sus habitantes.
Deshilvanar este cruce de ideologías tiene el propósito de desentrañar el propio lugar epistémico que hasta ahora ha habitado el enunciante, ese cuestionamiento ético que, desde la afrodescendencia, me replantea una redefinición de mi propia identidad política, o por lo menos, de sus sustentos o contenidos. Retomo la idea de la Suiza de América, esa ilusión de ser más europeos que latinoamericanos encierra una serie de variables indicadoras del modelo identificatorio: desde el deseo de ser europeos invisibilizamos, negamos intencionalmente lo que no es similar a ese modelo. Todo lo que no es yo es otro. La condición para construir esa otredad es restringir nuestra propia capacidad para recrearnos, asumiendo este etnocentrismo europeo.
Naturalmente que ese “sistema social eurocéntrico” nos forma por medio del proceso de sociabilización y el sistema educativo por excelencia, con marcos teóricos europeos para interpretar una realidad latinoamericana.
“Quiebro” ese punto de vista cuando me reconozco formada (formateada) por ese sistema universal, pensado y construido (aunque esté “dirigido” a mi afrodescendencia) desde un paradigma eurocentrado. Desde unos principios de democracia, igualdad y equidad patriarcales, blancos y eurorreferenciados.
Mis marcas, las marcas
Aquí, algunos de los ejes de lo que P Collins llama “formar la matriz de opresión”. Individual y colectiva.
I. Yo materializada individualmente pero significada desde lo ancestral; yo y la cosmovisión de mi realidad; yo soy colectiva, desde el reconocimiento de mis ancestros más directos. Soy étnicamente blanca, afro o negra e india. Además, mujer: patriarcalizada y despatriarcalizada por hombres blancos, negros o afros e indígenas. Formada bajo la idea de ser mujer reproductora del patriarcado blanco, como si el único patriarca fuera blanco. La sociedad me confirmaba esa creencia, no era necesario que la leyera, los símbolos, la distribución social, las tareas, la política, el patrón, la patrona me lo enseñaban.
II. Ese patriarcado me asignaba lugares que pronto experimenté como no propios. Fui “criada” y educada por blancos que en su afán de hacerme “igual” silenciaban mi racialidad. En tanto el sistema patriarcal racializado se encargaba de mostrarme cómo mi marca de mujer (mi sexo e identidad de género) operaban diferentes a las de otras mujeres no negras.
III. Otra marca, mi marca, más silenciada pero más determinante a la vez. Ser negra me alejaba cada vez más de lo que los libros, las novelas y la formación católico-religiosa me indicaban ser en tanto mujer. Descubrirme negra fue un secreto para el mundo blanco que me rodeaba, fue subjetivarme a través de lo no dicho.
IV. Lo étnico, el nosotros. Los elementos que construyen pertenecía a un nosotros colectivo. En el marco de la educación blanca en la que crecí lo que podría considerarse un nosotros me era transmitido como “cosa de negros”. Lo indígena era menospreciado como supersticioso, nada científico. Por ejemplo, los símbolos e imágenes de mi casa materna eran brujería, la medicina natural era poco validada y descalificada hasta el olvido. Aprendí a ocultar lo indio y a no desear lo negro, hasta etapas muy posteriores en mi vida.
Desde este lugar híbrido de mi proceso identitario y étnico racializado por excelencia reaprendí a interpretar todos los patriarcados. A ver la violencia de género en fuertes mujeres blancas, en poderosas mujeres afro e indígenas, y por parte de sus compañeros similares en pertenencia étnica racial o en el marco de relaciones interraciales. Vi la supremacía del hombre blanco en lo público y la subalternidad del hombre negro en ese mismo espacio, vi al amo y al sirviente. Vi ese mismo hombre negro, olvidado de sus orígenes, castigar a la mujer negra que solidariamente no lo denunciaba ante el sistema blanco que estructuralmente oprimía a ambos. Ya en la ciudad vi negras y negros hablar del mejoramiento de la raza a través de “empatarse” con hombres y mujeres blancos. Y hombres débiles, estereotipados sexualmente, con baja escolaridad, con trabajos zafrales, economías inestables, nada proveedores, hombres dependientes de mujeres negras.
Vi mujeres negras armadas a base del dolor, de no esperar, del trabajo duro, la casa del patrón y la patrona. Las vi ser fieles y no demandar derechos. Las vi parir mucho, reír fuerte y bailar descalzas. Vi su aparente desparpajo y su aguerrido sentimiento de maternidad, las vi comandar la casa, perdonar y volver a correr al marido negro, o blanco en algunas ocasiones. Las vi llorar y consolarse entre ellas pero no las vi denunciar. Y abortar, poco.
Y también iba quedando atrás la “risa de galponera” que compartíamos con mi madre india en el fogón, la visita semanal a la curandera, sus rezos, sus santiguadas con ramas, el pastito largo y grueso que pasaba por mi frente y extremidades. Perdí la conexión con la Madre Tierra sin saber que con ella perdía una parte sustancial de mi femenino.
En la búsqueda de una estructura de oportunidades comencé un proceso de emblanquecimiento a través de la educación formal y establecida, que paró mucho después, cuando comprobaba, por mi negritud, que el techo se hacía bajo y las puertas se cerraban.
Por qué el womanism
Con este relato quiero ilustrar lo que las feministas decoloniales negras, interpreto yo, llaman la epistemología de la experiencia, una forma de hacer feminismos no blancos, ponerle voz a lo privado para romper el silencio de lo público.
Es una forma también de mostrar por qué una generación de pensamiento feminista negro debe ser descolonizante, despatriarcal, a la vez que antirracista y sexista. Esta forma de posicionar el conocimiento nos puede permitir aportarle al feminismo hegemónico de cuerpos blancos situaciones que no visualizan.
El feminismo negro (womanism) implica establecer con los varones afrodescendientes una relación distinta a la que claramente las mujeres blancas mantienen con los varones blancos. Si bien no niega la jerarquía patriarcal, también reconoce que en ellos, los varones negros, la condición racial pesa igual o más que su condición de género.
Varias feministas afro consideramos que las feministas blancas aún no han tomado conciencia del lugar étnico y colonial desde el que se refieren a las mujeres, y desde el que se construyen como sujeto político: su opresión hacia dentro y desde fuera. Esta invisibilidad racial en la que se ha empeñado el feminismo blanco las coloca en el lugar de uso y abuso de los privilegios culturales que les da esa condición étnico-racial, según el paradigma de la blanquitud, un locus de elaboración de una gama de prácticas e identidades culturales.
Este paradigma, como todos, requiere para ser sostenido de la complicidad de un grupo amplio de personas, en este caso de las personas blancas, eurorreferenciadas, que niegan la existencia del racismo estructural, y que además presentan una actitud narcisista que invalida otros puntos de vista para interpretar el mundo o incluso revertir ese orden preestablecido.
Para la construcción de estas mujeres racializadas, portadoras de la experiencia de la opresión racial en diferentes niveles y planos de su existencia, resulta valioso el cuestionamiento de Judith Butler al respecto de la construcción de sujetos: “Los individuos llegan a ocupar el lugar del sujeto [...] y adquieren inteligibilidad sólo en tanto que están, por así decir, previamente establecidos en el lenguaje [...] afirmar que la política requiere un sujeto estable es afirmar que no puede haber una oposición política a esa afirmación. De hecho, esa afirmación implica que una crítica del sujeto no puede ser una crítica políticamente informada, sino más bien un acto que pone en peligro la política como tal” (Butler, J, 2001).
En este sentido, considero éticamente importante saber a qué estamos contribuyendo, sobre todo cuando nos referimos a mujeres que por primera vez se visualizan como sujetos de derecho, para que en ese mismo acto, aceptemos el devenir de un proceso descolonizante que busque subvertir el propio poder del Estado y que promueva la resignificación de la africanidad en quien lo desee. Y convertirnos en seres políticos, capaces de proponer proyectos políticos con identidad.
Ana Karina Moreira.