El abogado Federico Arregui, responsable de presentar la demanda que bloqueó un proceso de interrupción voluntaria del embarazo, insulta la inteligencia de los parlamentarios que discutieron y aprobaron la vigente Ley 18.987, cuando afirma que estos no previeron la posibilidad de que una mujer quiera ejercer el derecho establecido en esa norma, pero el progenitor no desee que lo haga.
El debate al respecto en el Poder Legislativo fue por cierto muy extenso, sobre todo si se tiene en cuenta que hubo varios proyectos anteriores acerca del mismo asunto, y que en todos los casos se recibió en comisión a una gran cantidad de personas y organizaciones que expresaron sus puntos de vista, a menudo en ambas cámaras. Y, por supuesto, hubo abundantes intercambios de opiniones sobre la cuestión que, según Arregui, no fue tenida en cuenta.
Lo que ocurre es, en realidad, muy simple: la interrupción de un embarazo es, por razones obvias, una decisión difícil, y sería excelente que siempre hubiera acuerdo entre los progenitores al respecto, pero en la vida real eso no sucede (ni tiene por qué suceder), y por lo tanto el legislador debe prever a quién le corresponde la última palabra. Basta con repasar las posibilidades en esa materia para darse cuenta de que dársela al hombre que aportó un espermatozoide sería un extremo insólito de machismo, y que dársela al Estado sería totalitarismo puro, de modo que el mejor criterio es, sin duda alguna, que decida la mujer embarazada.
El planteo de Arregui mezcla presuntos derechos del progenitor y del embrión, ninguno de ellos reconocidos en la ley vigente y tampoco en los acuerdos internacionales que el abogado invocó (si así fuera, ningún país firmante de tales acuerdos podría haber aprobado normas sobre la interrupción del embarazo, como muchos lo han hecho). Si ese planteo hubiera llegado a una sede judicial en la que existieran mínimos niveles de respeto a la legislación y de sentido común, con seguridad no habría tenido andamiento, pero en cambio cayó en manos de la jueza Pura Concepción Book.
Esta magistrada, en una sentencia de singular pobreza formal y con un desarrollo conceptual difícil de comprender, decidió hacer caso omiso de lo que la ley establece, con el inaceptable argumento de que a ella le parece que la ley tendría que decir algo muy distinto de lo que dice. No es esa, claro está, la tarea de los jueces, que deben aplicar las normas vigentes aunque estas no coincidan con sus opiniones y creencias personales.
Opiniones y creencias que además, en este terrible caso, no se refieren a cuestiones opinables en el marco de una discusión jurídica: simplemente no hay normas nacionales o internacionales (y, dicho sea de paso, tampoco evidencias o indicios en el terreno de las ciencias biológicas o de la psicología) por las cuales el embrión deba ser reconocido como una persona con derechos, a la que corresponde nombrarle un defensor de oficio, y cuando Book sostiene que sí las hay, lo más piadoso es suponer que lo hace por ignorancia, o dominada por el peso de una ideología que le impide la comprensión lectora. Si es así, va de suyo que carece de las capacidades y condiciones mínimas para desempeñarse como jueza; no hace falta señalar que si el caso fuera otro, y ella hubiera redactado su sentencia a sabiendas de que abunda en afirmaciones falsas, habría que llegar a conclusiones mucho peores.
En su fallo, Book comenta que quienes tienen la gran responsabilidad de ser jueces deben “actuar con ponderación y fundamentalmente con prudencia”. Lamentablemente, la magistrada no atendió su propio consejo. Las consecuencias son pavorosas. Una mujer que apeló al amparo que le brinda la ley (un amparo lleno de dificultades innecesarias y de subestimaciones, pero amparo al fin), y que en el contexto de su ciudad ya estaba demasiado expuesta, ahora lo está muchísimo más, mientras disminuye, con el paso de los días y el proceso de los expedientes, la probabilidad de que pueda ejercer un derecho. Ya se le ha hecho un grave daño, y corre grave riesgo de sufrir otros aun mayores.
Dos tristes paradojas hay, además, en esta historia. Book es mujer, y Arregui, en su faceta de actor político, dice estar empeñado en la tarea de rescatar los auténticos valores de la izquierda, entre ellos “la probidad, la ética y la coherencia”. El mundo es complicado, sin duda. Y hay quienes lo han convertido en una pesadilla para una joven mujer de Mercedes.