Es lo único que me sale decir al despertarme, otro día más, con la noticia de un feminicidio. El quinto en lo que va del año. En algún punto, el análisis es tapado por la tristeza, la tristeza por la rabia, la rabia por la indignación, y parece que todo se resumiera en un simple comentario que leía: basta.

Las cifras no deben confundirnos, pero sí guiarnos. Un solo feminicidio ya sería escandaloso. La idea de que vivimos en un sistema en el que los varones somos capaces de asesinar a nuestra compañera, pareja, a la madre de nuestros hijos, ante el cuestionamiento de nuestros privilegios, parece una bestialidad. La noción de que una mujer en Uruguay debe tener miedo por su condición de mujer es una locura. Pero así es. Y no es un feminicidio: son cinco en sólo un mes.

Vivimos en un país con una cultura autocomplaciente. Que se presenta ante el extranjero con la popular carta de la ampliación de derechos, con el mito del uruguayo bonachón de los reclames de mate, de que “acá nunca pasa nada”, como si la “penillanura suavemente ondulada” fuera una metáfora de la tranquilidad de carácter de nuestro pueblo. Cada vez me convenzo más, sin embargo, de que lo que tenemos es una gran habilidad para esconder nuestras cosas podridas.

¿Qué pasa cuando salimos de los lugares comunes? Basta introducirnos en los espacios de anonimato, en el tránsito, en un foro de internet, para ver las dificultades que tenemos para hablar con otros. Basta meternos en los hogares para ver cómo la violencia es una práctica recurrente, que existe ante la ignorancia de muchos, la indignación de otros tantos y la impotencia de cualquier operador social que haya trabajado en territorio y sepa de las infinitas fallas existentes en todo el proceso de protección de una mujer que quiere salir de la situación de violencia de la que es parte.

Y aquí hay algo para decir: no se trata de voluntarismos, se trata de soluciones sistémicas, profundas y en serio. Y no se trata solamente de “cambiar la cabeza”, sino de dar garantías a las mujeres que hoy en día mueren en manos de hombres, parejas o ex parejas, y que no pudieron hacer nada al respecto porque la sociedad y el Estado estuvieron ausentes. Y esto sucede cada vez que una comisaría no toma o no eleva una denuncia, cada vez que un juez evita formarse y sustentarse en profesionales del área social y disminuye la gravedad de las denuncias de violencia creyendo que las parejas “resolvieron su problema”, o ante la sistemática carencia de respuestas efectivas por parte del sistema de justicia para controlar al varón agresor.

Pero también, atacando las cuestiones de fondo (en las que es imprescindible reflexionar, pese a seguir resaltando las enormes carencias en las cuestiones de frente), queda bastante claro hasta para mí, un varón blanco y joven, que el machismo mata. Y aquí podemos retomar los grandes números. Cada una de las trágicas historias de estos feminicidios tendrá un desenlace particular que puede hacer creer a los allegados que se trata de una historia única. Sin embargo, entre todas componen este cuadro terrible que vuelve periódicamente, y que tiene la cara de la violencia machista. La misma que el año pasado asesinó a 23 mujeres.(1)

Ha sido fundamentado por muchos y de forma muy solvente, pero vale la pena recordar, porque siguen muriendo mujeres, que el machismo impregna cada aprendizaje cultural que hemos desarrollado en esta sociedad. En un reclame de champú que dice “volvamos a ser hombres” dominando animales, en el acoso callejero, creyendo que podemos invadir su espacio a nuestro antojo porque es sólo “un piropo”, en peleas de hombres porque “le miró la mina”, en la obligación aprendida de ser el proveedor, el que toma las decisiones sobre esa mujer que es nuestro objeto. Disponemos de la plata, damos órdenes a nuestros hijos, cambiamos los muebles, matamos a nuestra mujer.

Es evidente que algo tiene que cambiar. Y como todo proceso social, hay una responsabilidad del Estado, pero hay también una responsabilidad nuestra, como sociedad, de exigirle, de no quedarnos pasivos ante esta violencia. Debemos reclamar la existencia de garantías para todas las mujeres de vivir sus vidas de forma libre y sin violencia. Y esto implica un aprendizaje en el centro educativo, en la comunidad, en las familias, pero también una toma de acción efectiva e inmediata por el sistema de justicia, por la policía y por los espacios de articulación territorial que diariamente reciben situaciones sin poder trabajarlas adecuadamente.

Y desde luego, tenemos que aprender a ser mejores hombres. Debemos entender que el feminismo es también, y sin dudas, cosa de hombres y un asunto de justicia. Que categorizarlo como un reclamo arbitrario y desmedido de un conjunto de locas (“feminazis”) es sólo una forma de descalificarlo porque nos sentimos atacados. Sin embargo, abrazar la causa feminista puede ser el camino para vivir relaciones felices, desarrollar nuevas aristas a nivel personal, ejercer la paternidad de otra manera, o convivir mejor y sin violencia. Hay que agradecer, como hombres, todo lo avanzado por el feminismo, no sentirnos atacados ni caer en simplificaciones baratas y sin fundamento como intentan proporcionar el “igualismo” y afines.

Si seguimos creyendo que ser hombre de verdad es no llorar, bancársela, poseer, dominar, ser “guapo”; si seguimos creyendo que ser hombre es ser macho, no entendimos nada. Pero sobre todo, si nos seguimos comiendo esa pastilla continuaremos perpetuando, avalando, fortaleciendo esta violencia: continuaremos matando. Y esto no vale sólo para el asesino material, vale para los hombres que damos vida al sistema ejerciendo el acoso callejero, compartiendo videos que denigran mujeres, ridiculizando amigos cuando quieren abrir sus sentimientos, porque “no es de hombre”. Si queremos otra sociedad, precisamos ser otros hombres, precisamos promover otra masculinidad. Si no, nos guste o no, esas muertes también están en nuestras manos.

Leonel Rivero, Colectivo Catalejo

(1). http://www.zeemaps.com/view?group=1790384&x=-56.348511&y=-32.803109&z=12.