La lucha contra la desigualdad es una de las banderas más claramente asociadas a cualquier plataforma política que se considere de izquierda. No parece ridículo pensar que la forma en que esta evolucione es parte obligada de la métrica con la cual medir el éxito o fracaso de un gobierno de izquierda, o, en todo caso, un indicador para orientar los énfasis que deben proponerse en sus plataformas programáticas. Sin embargo, es poco lo que se sabe, y menos lo que se discute, de esta dimensión que parece clave.

Una forma de aproximarse al tema de la desigualdad económica es observar cómo se distribuyen los ingresos entre las personas, es decir, cómo es la distribución del conjunto de los salarios, las jubilaciones, las transferencias del Estado y los ingresos del capital. Hay una historia conocida en relación con la desigualdad de ingresos, que de todas formas vale la pena repasar.

Durante el período de fuerte crecimiento económico de los 90, la desigualdad en Uruguay primero se mantuvo estable y luego comenzó a crecer al inicio de la segunda mitad de la década. La economía entró en recesión, llegó al cambio de siglo y, durante ese período, la desigualdad continuó su tendencia ascendente. Cuando la recesión se transformó en crisis, la desigualdad, terca, siguió creciendo. Siguiendo el hilo del cuento, no es difícil anticipar que cuando la economía inició su fase de recuperación hacia 2004, la desigualdad no dejó de crecer. La moraleja luce bastante evidente y ya es por todos sabida: atender exclusivamente a la evolución del Producto Interno Bruto poco nos dice sobre qué está sucediendo con la desigualdad; llevando el razonamiento un poco más allá, podemos también decir que, en ausencia de políticas públicas adecuadas, nada asegura que la desigualdad disminuya. Más bien lo contrario.

En el entorno de 2007, esta larga tendencia de sostenido incremento de la desigualdad de ingresos encontró un violento final. El índice de Gini, que es un indicador habitualmente usado para medir la desigualdad y que varía entre cero (perfecta igualdad) y uno (perfecta desigualdad), experimentó una dramática caída de 0,07 puntos en apenas cuatro años. Así dicho, es cierto, puede no resultar muy espectacular, pero de hecho lo es. Una forma de pensarlo es compararlo con el de las sociedades más igualitarias que conocemos, los países del norte de Europa. Eso nos evita entrar en la discusión (infinitamente interesante, por cierto) de cuál sería un nivel de desigualdad “aceptable”, y más bien centrarnos en la comparación con aquellos que han sido relativamente más exitosos en este terreno. Los índices de Gini más bajos que conocemos están en el entorno de 0,25: así, la caída de la desigualdad de 0,07 puntos antes señalada, partiendo de 0,45, implica entonces que Uruguay recorrió aproximadamente un tercio de la distancia que lo separaba de los países más igualitarios del mundo. en cinco años. Pensado de esta forma, se aprecia por qué es posible catalogar de dramática la caída de la desigualdad en Uruguay entre 2007 y 2012, sobre todo considerando el lento pero imperturbable crecimiento que había mostrado antes. La pregunta obvia es: ¿qué pasó? Y la respuesta es, básicamente, que pasó de todo.

Para que este violento cambio tuviera lugar, muchas cosas tuvieron que pasar simultáneamente. Por una parte, la participación de la masa salarial en relación con el producto, es decir, la parte de la torta que se llevan los trabajadores, creció más de diez puntos porcentuales entre 2004 y 2012. Este cambio en la participación de los ingresos de los trabajadores se dio por el crecimiento del empleo y los salarios de la mano de la recientemente (re)implantada negociación colectiva y del aumento del salario mínimo nacional, lo que resultó en que el conjunto de la masa salarial creciera, en particular los salarios de quienes percibían menores remuneraciones. A su vez, el crecimiento de los salarios más altos se vio limitado por la implementación de la reforma tributaria de 2007, que moderó su crecimiento mediante un impuesto directo netamente progresivo. Al mismo tiempo, se puso en marcha la reconfiguración del sistema de trasferencias monetarias mediante el rediseño de régimen de Asignaciones Familiares, que cubrió a más de la mitad de los hogares con menores de 18 años.

Al final del día, este conjunto de políticas se traduce en un crecimiento de la masa de ingresos percibidos por el grueso de la población, con un aumento más vigoroso para los perceptores de salarios más bajos, acompañado de dos instrumentos que a modo de pinzas refuerzan los ingresos de los hogares más pobres y moderan el crecimiento de los hogares más ricos. En el período, por tanto, todos los ingresos crecieron, pero mucho más rápido los de los hogares de ingresos más bajos. En este sucinto repaso, que apenas apunta los factores más salientes, vemos que para lograr esa fuerte caída de la desigualdad fue necesario un período de fuerte crecimiento económico y al menos tres grandes reformas estructurales. No es poco.

Luego de este período, sin embargo, se apreció que estas políticas y la fuerza igualadora que desplegaron comenzaron a mostrar señales de agotamiento. De hecho, de 2013 en adelante, la desigualdad dejó de caer. Recorrimos un tercio de la distancia, pero fue el tercio fácil; si no se ponen nuevas fuerzas en juego, nada asegura que avancemos ni un milímetro más. Pensar en nuevas políticas nos obliga a concentrar la atención en algunos de los cuellos de botella más importantes.

Un candidato evidente es la educación, y por buenas razones: a mayor nivel educativo, más ingresos y potencialmente menor desigualdad. Este es un frente importante, pero no es posible esperar milagros. Al simular qué sucedería con la desigualdad si grandes contingentes de personas incrementaran súbitamente su nivel educativo (algo así como si la totalidad de los menores de 30 años finalizaran la secundaria), se observan mejoras en el índice de Gini de algo así como 0,02 puntos porcentuales, es decir, bastante, pero nada que nos acerque significativamente a los países más igualitarios. Esto no es extraño, ya que estos países, que tienen niveles educativos promedio muy superiores al nuestro, muestran desigualdades muy similares a la nuestra si se miden antes de la acción redistribuidora del Estado. Es decir, recién cuando operaron sus (muy) agresivos sistemas de impuestos y transferencias lograron los bajos niveles de desigualdad que observamos.

Esto nos obliga, por tanto, a no descartar nuevas modificaciones a nuestros impuestos y transferencias, que lograron un potente efecto redistribuidor (entre 0,02 y 0,03 puntos del índice de Gini), y ciertamente pueden volver a lograrlo. Un lugar obvio para empezar sería revisar el sistema de imposición personal a las rentas del capital, por las que se tributa a una tasa plana -y en el caso de las utilidades empresariales, muy baja-, con el decepcionante resultado de neutralizar la progresividad del Impuesto a la Renta de las Personas Físicas en los tramos de ingresos muy altos e incluso volverlo regresivo. Esto se da porque, al estar los retornos del capital fuertemente concentrados, son la principal fuente de ingresos de los grupos de muy altos ingresos y se gravan a tasas más bajas que el trabajo. Estos grupos capturan buena parte del ingreso total, más de 14% en el caso del top 1%, que es más de lo que percibe el 40% más pobre. Es difícil encontrar una buena razón para la regresividad en esos tramos de la distribución.

La fuertísima concentración de los ingresos del capital apuntada, por su parte, lleva la atención hacia cómo se distribuyen los activos que le dan origen, esto es, la riqueza. Las estimaciones más conservadoras con las que contamos indican que al menos un cuarto de la riqueza uruguaya se encuentra en manos del 1% más rico, y que al menos 37% de ella es heredada. Al mismo tiempo, las formas de riqueza que otorgan poder económico, como la riqueza financiera y empresarial, se encuentran mayoritariamente concentradas en las 2.500 personas más ricas, el top 0,1% (55% y 90%, respectivamente). Las políticas tributarias sobre la riqueza deben ser revisadas, pero es necesario asimismo desarrollar políticas que permitan al resto de la población acceder a la riqueza. Sería interesante considerar, como se ha propuesto en otros países, la posibilidad de combinar un impuesto a la herencia progresivo, que limite la reproducción intergeneracional de la desigualdad, con una transferencia de dinero al momento de llegar a la vida adulta. Algo así como una herencia básica universal, financiada, justamente, con un impuesto a la herencia. (1)

Estos son sólo algunos de los lugares más evidentes por donde empezar a buscar, pero la lista de desafíos no se agota aquí y menos aun la de las posibles respuestas. La izquierda uruguaya está en un lugar particular: tiene el enorme activo de haber logrado una dramática caída de la desigualdad en muy poco tiempo, pero a su vez se enfrenta a un estancamiento incipiente en esa dimensión, estancamiento del que no parece haberse percatado como debería. Para enfilar el barco nuevamente en la dirección de una nueva caída de la desigualdad, es necesario volver a la mesa de diseño y pensar en la siguiente generación de políticas igualadoras. Pero no hay que perder de vista que va a ser necesario que, de nuevo, pase de todo. Seguir mejorando los salarios, mejorar sustantivamente el nivel educativo de la población, volver más agresivo el sistema de impuestos directos en general y a las rentas del capital en particular, profundizar en alcance y montos el sistema de transferencias, diseñar políticas que ataquen la alarmante concentración de los patrimonios. de todo. Una política aislada, por más noble que sea, no va a lograr resultados significativos. Ya probamos ser capaces de logros sorprendentes en poco tiempo, pero fue necesario desplegar una ofensiva decidida en toda la línea de frente. Si Uruguay va a ser, algún día, un país verdaderamente igualitario, habrá que retomar la iniciativa.

(1) Una descripción detallada de esta y otras propuestas se encuentran en el último libro de Tony Atkinson, Inequality: what can be done?

Mauricio de Rosa Economista