“America First” es el leit motiv que parece guiar de manera fundamentalista el accionar del nuevo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, sobre todo en el terreno de las relaciones internacionales. Ya de por sí el enfoque es preocupante por sus evidentes implicancias negativas sobre los vínculos políticos, comerciales, financieros y sociales. Pero se convierte en alarmante cuando uno incorpora el rol que tiene su país en los balances globales. O peor aun, en los efectos devastadores que podría acarrear un proceso de desarticulación de equilibrios que ya de por sí están “atados con alambre”. Por lo tanto, la irresponsabilidad y el infantilismo no parecen ser los mejores ingredientes para contribuir a recomponer cierta estabilidad y ciertas certezas en el delicado contexto global.

Las crisis económicas siempre dejan secuelas profundas. Desde nuestra perspectiva de países emergentes, tenemos claros los costos de bienestar, de oportunidades, de cultura y de convivencia. América Latina, en particular, es campeona en la materia: un número importante de países de la región ha tenido dos y hasta tres crisis en las últimas seis o siete décadas. Pero difícilmente se desafíen los balances globales porque algunas economías y sociedades emergentes tengan períodos críticos.

Algo completamente diferente ocurre cuando las rupturas ocurren en los países desarrollados. La crisis financiera desatada en Estados Unidos en 2008 derivó en un shock económico que ese país no experimentaba desde la Gran Depresión de 1929. Los serios problemas en la Unión Europea desde 2011 han llevado a varios de sus miembros a sufrir pérdidas financieras y altos desempleos, dejando al desnudo sus dificultades para volver a crecer decentemente en las próximas décadas. Japón mantiene un letargo productivo desde hace ya un largo período. Los descontentos sociales se expresan de múltiples formas. Y a la vez que alimentan, en muchos casos, los impulsos más primitivos, son el caldo de cultivo para la popularidad de agentes políticos que se mimetizan con las aristas más individualistas del ser humano.

Es así que Trump gana la presidencia de Estados Unidos, triunfa el brexit en Reino Unido, pululan los impulsos populistas de derecha en Francia y otros países del viejo continente, fracasa el referéndum constitucional en Italia, etcétera. Efectivamente, las crisis y recesiones en los países desarrollados, el desempleo, la pérdida de ingresos y de casas, etcétera, parecen ser los que traen estos lodos en la arena política, con xenofobia, encierro y proteccionismo.

La debilidad de la institucionalidad global

El contador Enrique Iglesias ha insistido últimamente (y creo que con razón) en la debilidad creciente de los organismos multilaterales como agentes que faciliten y promuevan los procesos necesarios en el mundo actual. En los hechos, el orden internacional está implícitamente cuestionado, y las entidades que emergieron en la posguerra no muestran fortaleza y están lejos de cumplir sus roles básicos. La complicidad de los países centrales en esta anemia de la institucionalidad global es notoria, pero más importante aún es su responsabilidad por revertir una situación que nos podría retrotraer al período previo a la Segunda Guerra Mundial. Si bien las reglas del ordenamiento mundial son fijadas por los poderosos, al menos pautan algunas restricciones que dan cierta protección a los países pequeños. Los gérmenes del desorden y del caos están latentes y, de germinar, los costos los pagarán los más débiles. Navegando aisladamente en un mar bravío tienen escasas posibilidades de defenderse.

La Organización de las Naciones Unidas (ONU) no parece generar la autoridad necesaria cada vez que interviene en conflictos de diversa naturaleza en las diferentes latitudes. La Organización Mundial del Comercio no sólo no logra instalar un esquema de libre comercio en el mundo, sino que asiste a un retroceso que sistemáticamente perjudica a los países emergentes. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial también aparecen débiles a la hora de actuar cuando las situaciones financieras críticas tienen lugar en los países desarrollados, lo que coadyuva al largo proceso que aún no desemboca en el reordenamiento de sus economías.

A ese panorama preocupante, Trump responde con prepotencia, proteccionismo, aislacionismo y provocación. Su embajadora en la ONU, cual Maestra Ciruela, informó a la comunidad internacional que hará una lista de todos aquellos que no acompañen sus posiciones, dejando subyacente la idea de eventuales represalias. En materia comercial, excluyó a Estados Unidos de acuerdos internacionales, alimentando un discurso nacionalista que recuerda las arengas europeas de la década de 1930, que desembocaron en las orientaciones más primitivas de la humanidad. Lejos de tender puentes con la comunidad internacional, construye muros de todo tipo y color, provocando a sus vecinos, a sus potenciales rivales como China, al mundo árabe, etcétera. En el área financiera, promueve la vuelta a la desregulación para favorecer al gran capital estadounidense, con los consabidos riesgos de crisis globales que luego todos pagamos. También allí propone aislarse de los organismos financieros y de coordinación regulatoria del mundo.

Esta enumeración de los mensajes y las acciones de las primeras semanas de su mandato muestran a Trump haciéndole un flaco favor al ordenamiento global y a su institucionalidad. La responsabilidad de una potencia como Estados Unidos, ausente.

Las convicciones y las responsabilidades

Evidentemente, es imposible coincidir con las convicciones del nuevo presidente estadounidense. Y parece ser que procura implementarlas a rajatabla y en tiempo récord. Pero una cosa es dirigir una empresa y otra es dirigir una nación. Quizá los emprendimientos privados puedan soportar los caprichos de su dueño, impuestos a base de autoritarismo, si bien el caso de Trump no parece ser un buen ejemplo, ya que ha caído sistemáticamente en bancarrota. Pero la gestión política de una potencia conlleva la capacidad de liderar constelaciones de intereses y opiniones diversas con más ecuanimidad y equilibrio. La Casa Blanca no es la Trump Tower.

En su último discurso en el Paraninfo de la Universidad, el general Liber Seregni parafraseaba a Max Weber con relación a la ética de las convicciones y la ética de las responsabilidades. Ponía el nítido énfasis en que cuando se lidera se representa a un colectivo y, por lo tanto, no se expresan indiscriminadamente las convicciones personales. Por el momento, Trump no parece ser de esa idea.

Si lo que él llama “América” estará siempre primero, difícilmente cumpla con el papel que una potencia debe desplegar en el mundo, salvaguardando la convivencia pacífica en el planeta y generando reglas que faciliten el desarrollo global.

Con respecto a su discurso de asunción, las redes sociales desnudaron que Trump había tomado un tramo de una película de Batman. Si es así, y es afecto a los films de superhéroes, quizá pueda repasar la del Hombre Araña, en la que Peter Parker aprende, a instancias de su tío Ben, que “grandes poderes conllevan grandes responsabilidades”. Ojalá que lo entienda pronto.

Mario Bergara.