Seis micrófonos le apuntan a la boca, porque él, plácidamente agitado, está anunciando nuevas medidas contra la inseguridad. Este domingo de mañana el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, está sin saco y sin corbata en el club social de Canelones, diciendo lo que ya ha dicho otras veces: habrá más videovigilancia, más patrullaje y más represión. Con esa ampliación de medidas sí se podrá “sacar del forro” a los “delincuentes”, tal como el presidente de la República, Tabaré Vázquez, le solicitó.
El tema de la inseguridad se ha convertido en un debate central desde mediados de los 90, y desde ese entonces se escuchan cada vez con más frecuencia los discursos que parten de la premisa de que es una realidad externa que preexiste a su propia enunciación, y, también, a los diferentes diagnósticos e intervenciones que ella misma suscita. Por el contrario, siguiendo a Michel Foucault, se puede decir que la inseguridad no emerge como resultado “natural” de cierto estado de cosas, en tanto no existe antes ni independientemente del discurso en el que emerge. Desde esta perspectiva, los discursos no pueden ser considerados, simplemente, como la representación o la transcripción de una realidad preexistente, sino como prácticas que generan y producen los objetos sobre los que discurren. Las causas de la inseguridad y su auge, que discursivamente nunca son hijas del azar y necesitan ser descifradas, pocas veces son debatidas en relación con las formas legítimas de limpiar las ofensas cometidas o de restaurar el balance entre placeres y dolores. Si más videovigilancia, más patrullaje y más represión conducen a menos (in)seguridad, será porque habrá menos “delincuentes” sueltos: porque los “agarraron del forro” y los mandaron a la cárcel. En otras palabras, lo dicho por Bonomi y Vázquez -y algunos constructores de opinión pública- tiene su correlato en cómo, una vez que se sacó “del forro” al “delincuente”, se rehabilita a esa persona. En cómo funciona nuestro sistema penitenciario. Resulta impostergable, entonces, observar que ofensores y encargados de mantener el orden -así como gobierno y oposición- comparten las premisas que legitiman la resolución de conflictos de forma violenta. Y tener presente que nuestras cárceles -la solución rehabilitadora del Estado- también son violentas.