En los últimos meses, el déficit fiscal ha pasado a ser la vedette indiscutible de la coyuntura. Sorprende poco escuchar a los principales referentes de la oposición política interpelar al gobierno al respecto, en la medida en que el gasto público y sus posibilidades de financiamiento siempre han estado entre sus principales preocupaciones. Sin embargo, algo más novedoso tal vez es la preocupación -a mi juicio, excesiva- que ha tomado el tema entre los economistas y asesores que forman parte de la actual fuerza de gobierno.

El tan mentado déficit fiscal, para quienes no están empapados en la jerga económica, no es otra cosa que la diferencia entre ingresos y gastos del Estado. La existencia de déficit, por tanto, indica que el Estado gasta más que los ingresos que recauda. Este hecho, que puede parecer alarmante en el caso de un hogar, es bastante más común entre los países, donde existen sistemas y canales de financiamiento mucho más aceitados que a los que puede acceder una familia, en particular una que ya se encuentre endeudada.

Para ahondar un poquito más en el análisis hay que precisar que el Estado tiene diversas fuentes de ingresos, entre las que se destacan los impuestos, y tiene también distintos tipos de gastos. Entre los gastos o compromisos que debe afrontar se encuentran los intereses por la deuda contraída, el gasto en funcionamiento de la propia estructural estatal, los gastos para cumplir con los distintos objetivos que se traza y las inversiones que realiza. Asimismo, dentro de los gastos se suele distinguir lo que se llama el gasto público social (GPS), que es aquella porción que engloba fundamentalmente los gastos en educación, salud, seguridad y asistencia social, y vivienda.

En la última década, el resultado fiscal ha ido empeorando paulatinamente hasta llegar al ya famoso 4% del producto actual. Aunque parece claro que no es sostenible en el largo plazo un incremento permanente del déficit fiscal en relación al producto, la primera reflexión que me gustaría hacer es que mirar este dato por sí solo y buscar extraer conclusiones o realizar políticas en base a su sola evolución no parece lo más indicado. Es en este sentido que entiendo que actualmente existe una mirada excesiva (un fetichismo) del déficit fiscal como medida de “cómo le va al país” o simplemente como evaluación de toda la política económica. Esto seguramente es de Perogrullo para cualquier economista o analista económico de la realidad, pero pienso que en el debate político los matices se pierden, y estas miradas pasan a ser sutilezas que no importan.

Ahora, ¿por qué el déficit fiscal por sí solo no parece una buena medida para evaluar la política? En primer lugar, por algo que se suele mencionar comúnmente, que es tratar de entender cómo llegamos a esta situación y en qué gastamos por encima de nuestras posibilidades de ingresos como para provocar este aumento del déficit. En este punto, más allá de las críticas que se puedan realizar a la eficiencia del gasto público, existe un relativo consenso en que se gastó más porque era necesario hacerlo. El mayor gasto fue volcado en buena medida a cubrir déficits que se venían arrastrando desde hacía bastante tiempo en el plano social y en materia de inversiones. La evolución del gasto público social en la última década es bastante elocuente al respecto, como se puede ver al analizar la mayoría de los indicadores de gasto en salud, educación, seguridad y vivienda en relación al producto. Algo similar ocurre al analizar las inversiones del Estado.

Pero a mi gusto, saber cómo hemos llegado a esta situación cuenta sólo una parte de la película; una no menor, sin duda, pero también una en la que se ha puesto más el foco cuando se trata de entender y desmitificar la “problemática del déficit fiscal”.

Sin embargo, un aspecto no menor y en el que en general se ha puesto menos el foco últimamente es el financiamiento de este déficit, aun cuando es evidente que para saber si el déficit es alto o bajo importa mucho saber cómo se financia, es decir, cuánto pagamos por endeudarnos. Esta segunda parte de la película del déficit es, a mi entender, casi tan importante como la primera, aunque quienes catalogan el déficit fiscal uruguayo como elevado a secas, o incluso escandaloso, normalmente no la miren.

Este enfoque nos permite ver que en Uruguay en los últimos años, a pesar del aumento del déficit, también mejoraron significativamente las condiciones de endeudamiento del país, y esto significa, simplemente, que podemos endeudarnos mejor que antes en cuanto a tasas, plazos y monedas. Más allá de la coyuntura que vienen atravesando los mercados financieros internacionales, esto se explica por una mayor confianza de nuestros acreedores en nuestra capacidad de pago. En una mirada rápida parecería paradójico que cuanto más debemos, nuestros acreedores tengan más confianza en que les vamos a pagar. Pero esta paradoja muestra ni más ni menos que el déficit no es ni debería ser la única medida relevante para analizar la capacidad de pago de nuestro país, ni mucho menos ser el parámetro de evaluación de la política económica o del gasto público. No lo es para nuestros acreedores y no debería serlo para nosotros. Porque sin duda un déficit creciente y explosivo es insostenible para cualquier país, pero condicionar la viabilidad de las políticas públicas y las inversiones a este indicador también es sumamente ineficiente, así como lo sería para cualquier empresa ser demasiado cauta para endeudarse e invertir si las condiciones para hacerlo son buenas (1).

La segunda reflexión que me gustaría compartir no es estrictamente sobre el déficit fiscal y el fetichismo que se ha creado en torno suyo, sino sobre la forma en que se procesa el debate de una herramienta tan potente como es la política fiscal, nada más ni nada menos que la forma en que el Estado determina sus ingresos y gastos. Un ejemplo que me parece bastante ilustrativo al respecto es el debate que se ha dado actualmente en torno al sistema tributario vigente y la posibilidad de modificar algunos impuestos.

En general, quienes aspiran a una mejor distribución de los ingresos y la riqueza en el país coinciden en que la tributación al capital es baja y las exoneraciones son altas, que los ingresos más elevados se encuentran menos gravados relativamente, y en la escasa tributación al patrimonio y la riqueza acumulada que existe hoy en día. Sin embargo, este debate central en lo que hace a la distribución en una sociedad no se suele dar aisladamente de la necesidad del Estado de recaudar más para reducir el déficit fiscal. El problema es que esto incorpora nuevos elementos al debate y no permite discutir cuánto y de qué manera deberían tributar el capital, la riqueza y los ingresos más elevados en una sociedad que aspira a una mayor justicia distributiva.

Yendo un poquito más lejos, y sin datos para comprobarlo, creo que, en definitiva, esta lógica de discusión es funcional a quienes no están interesados en que el debate se profundice y algunos pilares se modifiquen. Porque si reconocemos que la riqueza está peor distribuida que los ingresos en nuestro país y, sin embargo, el Impuesto al Patrimonio está en vías de ser reducido a niveles mínimos, parece más claro el camino a seguir que si el debate se centra en la viabilidad de incrementar impuestos para financiar un gasto que se dice que es excesivo e ineficiente. Y en este debate no importa si la riqueza debe ser gravada por su injusta distribución y la enorme concentración que presenta, o cómo las transmisiones patrimoniales propician una distribución desigual de las oportunidades de las personas desde su nacimiento, o si la tributación al capital admite una mayor tasa de aportación y cuáles deberían ser los mecanismos para implementarlo.

Por último, creo que el problema de discutir políticas tan importantes en estos términos es que no vamos a alcanzar la sociedad y la distribución que queremos, sino la que nos permitan quienes tienen mayor capacidad para incidir en la agenda de discusión.

Alejandra Picco

(1). Una nota muy clara al respecto fue publicada hace un tiempo por Guillermo Carlomagno en el blog Razones y Personas.