En 1933, en Juan Lacaze, el poderoso empresario Miguel Campomar ordenó la construcción de una enorme plaza de deportes junto a su fábrica textil. Allí, durante 60 años, funcionaron canchas de diversos deportes, instrumentos para gimnasia olímpica, decenas de hamacas, toboganes, entre otras cosas. Hasta que las leyes laborales no aterrizaron en esta ciudad coloniense, algunos chiquilines jugaban en ese lugar, y otros, con edades similares, los miraban desde las ventanas de los galpones cuando podían distraerse de sus tareas.

Tras el cierre de la textil, acontecido en 1993, el complejo deportivo se desmoronó. Esa área, de varios millares de metros cuadrados, inserta en el padrón de la fábrica, debido a las deudas de contribución inmobiliaria pasó a manos de la Intendencia de Colonia, que posteriormente la cedió en comodato a la Agencia de Desarrollo (ADE) que gestiona el Parque Industrial en el que devino la vieja factoría textil.

Cuando camino frente a la vieja plaza suelen asaltarme los recuerdos de las horas de juegos y corridas vividas durante mi niñez y adolescencia, pero estos se desvanecen al chocar con el presente yermo del lugar. En ese cruce de significados que llegan desde lo pretérito, quizá idealizado, y desde el presente, ciertamente desolador, a veces me vence la desesperanza. En oportunidades brota la necesidad de iniciar algo para modificar la realidad; otras veces logro pensar en cualquier otra cosa que me inquiete tanto como eso; y ahora, en este preciso momento, asumo que es importante señalar que los espacios públicos jamás deben ser abandonados.

Se ha intentado plasmar algunas ideas allí, con resultados dispares. Hace cuatro años, el Municipio, la Intendencia de Colonia, la ADE y la Biblioteca Rodó se juntaron para impulsar una intervención de docentes y alumnos del Instituto Escuela Nacional de Bellas Artes de la Universidad de la República. De ese modo, los viejos paredones de la textil que limitan con la plaza se llenaron de murales cuyos motivos aluden a vivencias contadas por los ex trabajadores industriales. A pesar del tiempo transcurrido, esas obras se mantienen inalteradas, sin haber sufrido el vandalismo que a veces prosigue a la creación. Las figuras de los obreros que aparecen en las paredes siguen efectuando las tareas que les impusieron los pintores en los frescos: laburan, reclaman o tocan en una banda de música, por ejemplo.

Antes y después de esa intervención, ha habido acciones intempestivas, cuyos resultados han arrojado dudosas ganancias. Poco después de la muerte de José Carbajal (1943-2010), El Sabalero, una amiga suya logró instalar, tras mover cielo y tierra, una estatua con la pretensión de inmortalizarlo frente a la casa donde había transcurrido la niñez del artista. El cuerpo de hormigón que sostiene una guitarra de madera genera reacciones diversas entre quienes lo observan detrás del alambrado levantado en paralelo a la calle José Salvo.

Hubo otra intervención abrupta. En la última campaña electoral, un sector del Partido Nacional fue autorizado por el anterior gobierno departamental a romper el candado que sujetaba el portón de ingreso, sin haber negociado con ADE, para mejorar las condiciones de la cancha de básquetbol. Pero no llegó muy lejos. Ni siquiera colocó los tableros. Eso sí: quienes allí trabajaron colocaron y enchufaron las luces que hoy demuestran el fracaso de esa faena. A veces, durante las noches, camino en la oscuridad que circunda a la plaza vencida. Debo hacerlo por la calzada, ya que las veredas están todas rotas. El espacio es tan grande que, cuando miro los murales, no soy capaz de alcanzar a ver las lámparas que reflejan los frutos de los arrebatos.

En otras oportunidades hago un rodeo y evito transitar por el perímetro de ese enorme rectángulo, con la ilusión de que no pensaré en él durante esos minutos. Pero mi esfuerzo es estéril: mientras escapo por la senda paralela, pienso en lo que había resuelto no hacer.

Cuando la papelera empezó a dar muestras de que transitaba hacia al cierre, trabajadores sindicalizados de diferentes sectores cerraron filas y dijeron que era el momento de juntarse y organizaron una asamblea multitudinaria e innumerables encuentros con asistencia más acotada. De ese modo, durante los últimos meses he atravesado esas calles decenas de veces mientras caminaba desde mi casa hasta el sindicato papelero para participar en las reuniones programadas por los integrantes del plenario intergremial.

Quienes hemos nacido en Juan Lacaze llevamos varias marcas en el orillo; una de ellas es la tradición sindical. Las memorias sobre las luchas arrancan en una huelga de la textil desatada en 1913 y llegan hasta nuestros días, con el cierre de la papelera. La mayoría de quienes militan en el plenario lacazino nacieron durante la última dictadura militar (1973-1985), y otros en plena democracia, de modo que no tuvieron ninguna actividad directa en aquella etapa, plagada de conflictos, que vivió la ciudad en la antesala del quiebre institucional. Pero a cada rato, a estos muchachos, en distintos ámbitos, propios y extraños, les hacen referencia a esas historias, y ellos también hablan sobre eso, en una práctica que transita entre la veneración hacia una cultura y en la responsabilidad de tener que hacerse cargo de los estigmas que pesan sobre esa condición.

Durante las reuniones, los militantes gremiales tienen tiempo para hablar sobre esa tríada que conforma la memoria colectiva: pasado, presente y futuro, y lo hacen, en la mayor parte de los casos, con un tono que persigue lograr una eficacia más duradera que el simple aspaviento. Ellos saben que, si aplican cierta estrategia, tienen historias de las que sacar réditos.

Juan Lacaze resume, como otros pocos lugares de este país, el destino que han tenido las viejas comunidades que crecieron alrededor de una industria. Aquí fueron dos, y si bien la incidencia de esos sectores ha perdido progresivamente un peso real en la economía de la ciudad, sus enormes siluetas ya desvencijadas a veces impiden ver qué otras cosas han sido capaces de moverse.

En esta ciudad hay laburantes que aún se mueven, que son capaces de ampliar las charlas y se reúnen con comerciantes, empresarios y actores políticos. Abrieron de tal modo la cancha y ensayaron medidas de luchas tan caras al movimiento sindical y político, que ayer lograron que el presidente Tabaré Vázquez desembarcara en el sindicato de los flamantes ex trabajadores papeleros con una serie de propuestas para reactivar una economía local alicaída. Quizá, si los efectos generados por este movimiento de trabajadores persisten, hasta la derruida plaza pueda recuperar la esperanza de ser sacudida por un hálito de vida.

Francisco Abella, desde Juan Lacaze