Hace un par de meses empecé a meditar. No tiene nada de loco ni de new age, la verdad. El principio es de lo más básico: relajarse y concentrarse en el presente, en lo que nos rodea en ese momento, y así dejar de lado por unos segundos la corriente continua de pensamientos, los saltos al pasado y al presente y las cuestiones a veces imaginarias que hacen muy fácil encerrarse en la cabeza de uno sin siquiera darse cuenta.

“El truco” a la hora de concentrarse en el presente es, simplemente, escuchar: escuchar el compás de la propia respiración, escuchar los sonidos alrededor, ya sea el goteo de una canilla, el canto de los pájaros, los autos que pasan: escuchar lo que realmente está sucediendo alrededor. Y nada más.

Por supuesto, cualquiera que lo haya intentado sabe que es difícil, y que la cabeza vuelve una y otra vez a su propia narración de las cosas, que tapa con rapidez lo que está pasando alrededor y nos devuelve a nosotros mismos y a lo que pasa adentro. Y entonces simplemente hay que recordarse lo de volver al presente. Es un vaivén continuo pero vale la pena intentarlo.

A pesar de mis nuevas cualidades zen, esta semana no pude evitar envolverme en todo lo contrario: el griterío constante de Facebook. Hace tiempo que me había apartado un poco de todo eso, pero no pude contenerme de leer las larguísimas polémicas respecto de la Marcha y el Paro de Mujeres del 8 de marzo. No pude porque es un tema que me interesa y que me afecta profundamente, porque siento que estoy presenciando (y participando en) un momento histórico y porque es imposible que no me sienta interpelada, como mujer, por todo lo que se está diciendo sobre cómo deberíamos comportarnos las mujeres en esta instancia.

Con tristeza e indignación he visto todo tipo de intentos de desmenuzar la convocatoria antes de que se lleve a cabo. Apelaciones al miedo que aparentemente provocamos las mujeres enojadas; quejas sobre la heterogeneidad de la convocatoria, sobre que las consignas no son fácilmente reducibles a dos o tres puntos; el clásico “no todos los hombres son esto o aquello”; acusaciones de que el feminismo desvirtúa la lucha “real”, que es contra el capitalismo (esto último me parece particularmente errado, ya que gran parte del feminismo organizado asocia el patriarcado directamente con el capitalismo y aboga por erradicar ambos al mismo tiempo y promover una nueva forma de organizar el mundo; y además, ¿es el feminismo el que te impide luchar contra el capitalismo, o es tu propia desidia? ¿Realmente tantos de los que se quejan de la lucha feminista están llevando a cabo otras luchas por causas justas? En el caso de que sí, ¿cuáles son esas causas justas que no pueden desarrollarse por culpa del feminismo?).

Tantas excusas para boicotear desde el principio un movimiento incipiente (en esta nueva versión; feminismo hay para rato, y creo especialmente que algunas mujeres tienen que recordar gracias a quiénes podemos hoy estudiar, trabajar, votar y otra larga cantidad de cosas). Tanta sorpresa ante que las mujeres decidan unirse por encima de gremios, grupos de pertenencia, estilos de vida.

Yo también estoy sorprendida, gratamente sorprendida. E infinitamente orgullosa. Porque el autoboicot, la misoginia internalizada, las tristes “recompensas” que otorga -aunque sea por un ratitoplegarse al statu quo, el miedo -tanto y tan justificado-, la disminución constante de nuestros méritos, han conspirado con fuerza en contra de que las mujeres nos reconozcamos como compañeras, como personas que atraviesan al mismo tiempo, pero pocas veces juntas, situaciones tan parecidas y cuyo origen es el mismo.

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Cuando estudiaba portugués, la profesora de vez en cuando nos tiraba una advertencia: no se queden en la interlengua. La interlengua es un fenómeno que ocurre cuando se está aprendiendo un idioma muy parecido al natal, como lo es el portugués al español; es fácil llegar a un punto en el que un hablante de español se puede comunicar con un hablante de portugués, y por eso llegar a la conclusión errónea de que domina el portugués. Esto, desde el punto de vista de alguien que quiere adquirir el idioma y no quedarse sólo en el “cafecinho” y el “morango”; para otros, la comunicación rudimentaria puede ser más que suficiente.

Diría que me introduje en el feminismo cuando a los nueve años me llamó la atención el hecho de que en la escuela la lista de los varones siempre se pasaba antes que la de las nenas. De ahí hasta el día de hoy, nunca dejé de aprender y cambiar mi noción sobre qué es el feminismo, cuál es mi papel en él, cuál es el papel de los otros. Y desde el principio esta forma de pensar me hizo pasar por la tristeza, la indignación, el entusiasmo, y más que nada el cuestionamiento. Estaba convencida y quería que los otros supieran por qué. Pensaba que era una sencilla cuestión de aprender y enseñar, como un idioma. Y que los hombres que se decían interesados en el feminismo y se enroscaban en discusiones al respecto conmigo lo hacían con intenciones parecidas a las mías. 19 años después de mi primera incursión en estas aguas, llegué a la conclusión de que, la mayoría de las veces, no es eso lo que ocurre. Muy especialmente cuando se trata de hombres de los que, por su educación y sensibilidad para los temas sociales, se presumiría que se acercan al feminismo desde el afán de entender. Desde la empatía, ponele. Pero en mi pequeña muestra, al menos, descubrí que muchos de ellos están más que satisfechos con quedarse en un “interfeminismo”, que en su variante más haragana e hipócrita se expresa como “obviamente que estoy a favor de los derechos de las mujeres, eso no debería estar en discusión”. Punto. Obviamente debería asumir que un hombre que habla de feminismo, por el solo hecho de mencionarlo, ya está fuera de cuestionamiento. ¡Cuando yo misma, que soy mujer y feminista, me tengo que cuestionar cosas todos los días! ¡Y nunca voy a poder dejar de hacerlo!

Todo el mundo sabe que aprender una segunda lengua es un asunto para toda la vida. Y el feminismo es una segunda lengua para todos, hombres y mujeres, porque la lengua nativa de todos nosotros es el patriarcado.

Aprender un lenguaje es difícil, es intrincado, a veces antiintuitivo. Pero sabemos que la recompensa de aprender algo nuevo excede por mucho la de no hacerlo por vagancia o comodidad.

Y vuelvo al principio, al valor de escuchar. Al valor de detener por un segundo nuestras neurosis y miedos y sencillamente escuchar lo que pasa alrededor. Y después volver a nuestra cabeza, con suerte con más calma y habiendo aprendido cosas de ese mero escuchar. Y después volver a escuchar. Y así.

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El paro y la marcha de mañana son una instancia especial para escuchar a las mujeres. Escuchar esa parte de la realidad a la que, por un proceso de siglos, nos cuesta acceder. Hombres y mujeres, no la desaprovechemos.