Las relaciones entre los feminismos y la izquierda partidaria han sido desde el principio complejas, con momentos de desencuentros abismales. A pesar del rico recorrido teórico del feminismo, los principales voceros de las izquierdas (mayoritariamente masculinos) siguen considerando las cuestiones de género sinónimo de mujeres colocadas en un lugar secundario en “las grandes cuestiones nacionales”. El espacio público, como aquel en el que se disputa la definición de las agendas políticas, no es un espacio público accesible para todas las personas por igual. Hay quienes pueden intervenir en los debates públicos y quienes, por razones de clase, raza o género, tienen limitado el acceso. Los partidos de izquierda, en general, han minimizado las dimensiones que atañen a las raíces patriarcales de las relaciones entre hombres y mujeres, la heteronormatividad y el racismo. Pero estas dimensiones comienzan a expresarse con fuerza y son uno de los ejes del cuestionamiento a sus limitaciones teóricas.

Una parte significativa de la confrontación feminista surge de un imaginario que aspira a propuestas políticas capaces de abrir perspectivas emancipadoras de justicia, tanto material como simbólica. Cuando los partidos de izquierda llegan al gobierno, muchos de esos sueños se ven frustrados por las propuestas neodesarrollistas y extractivistas como única perspectiva de convivencia con el capitalismo. Otras transformaciones culturales quedan relegadas en la práctica política o son subsumidas por una lógica de “crecimiento” como condición para la redistribución. Aun cuando algunos marcos jurídicos han cambiado en Uruguay, la perspectiva emancipatoria de estos se encuentra retaceada por prácticas institucionales conservadoras y resistentes a los cambios culturales.

Los feminismos, en la mayoría de sus corrientes, surgen de un campo de militancia de izquierda y en ruptura con ella, sea por su visión reductora del “sujeto de cambio”, sea por su retórica dicotómica entre “contradicción principal y secundaria”, sea por la hegemonía de un imaginario de bienestar cooptado por el paradigma de la modernidad. A pesar de las disputas, en Uruguay las principales corrientes feministas han tenido una relación polémica pero activa con las izquierdas partidarias. Muchas feministas o solidarias con la causa son militantes en partidos de izquierda y han sido aliadas en las luchas por el aborto, la paridad, la redistribución de los cuidados, la división sexual del trabajo y el matrimonio igualitario.

Sabemos que a cada batalla ganada se le liman las uñas para que la transformación no afecte “las buenas almas conservadoras”. Así sucedió con el aborto, primero con el veto de Tabaré Vázquez y después con el voto faltante en la mayoría parlamentaria, que llevó a una renegociación del proyecto de ley. Así sucede con la paridad, que en 12 años de mayoría parlamentaria no ha logrado encontrar la unidad dentro del Frente Amplio (FA) para ser votada y así redistribuir los espacios de poder entre hombre y mujeres en sus filas (para lo cual no necesita ninguna ley). Sucedió también con la Ley de Caducidad y con la Reforma del Código Penal, que se logró frenar en diciembre de 2014 y que aún no ha logrado los consensos progresistas para ser aprobada, y la petición ciudadana de democratizar los mecanismos de designación de los integrantes de la Suprema Corte de Justicia no encuentra eco en los legisladores de izquierda. Como señala Diego Sempol (2016) (1) en referencia a la disidencia sexual, el FA no incluyó en su programa de gobierno, ni en 2004 ni 2009, ninguna temática relacionada con la diversidad sexual, a pesar de lo cual fue en ese período que se crearon y fortalecieron las articulaciones sociales que posibilitan la transversalización de agendas y consolidan, como dice Sempol (2016), “un verdadero bloque político estratégico e informal con una agenda vasta y articulada”, que incluye la lucha contra el racismo (acciones afirmativas para afrodescendientes) y la discriminación por orientación sexual e identidad de género (acciones afirmativas para personas trans), la despenalización del aborto, el autocultivo y el consumo de marihuana, la anulación de la Ley de Caducidad y la aprobación de una ley de medios. Sin embargo, la falta de energía política para sostener e impulsar los cambios desde los espacios gubernamentales desdibuja las posibilidades de alianza desde ese bloque político estratégico.

En el tercer gobierno del FA la agenda política impulsada tuvo poco de izquierda; es como si se hubiera llegado al límite de la agenda “posible” en el marco del capitalismo. La regulación del cannabis aún está a la espera de su efectiva implementación, mientras sí logran acuerdos el aumento de penas por el microtráfico, el incremento del tiempo de “internación” para los adolescentes en infracciones graves y la eliminación de las libertades anticipadas. La ley que consagra la interrupción voluntaria del embarazo es socavada por el cuerpo médico objetor y ahora también jurídico, lo que da voz a todo el conservadurismo nacional sin que el FA emprenda una campaña cultural para defender sus principios. Los militares siguen gozando de privilegios que vienen de la época dictatorial, se prorroga la misión militar en Haití, la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual lleva más de dos años de aprobada y sin implementarse, a pe- sar de que las sentencias de inconstitucionalidad emitidas por la Suprema Corte de Justicia abarcan apenas unos siete u ocho artículos. La inseguridad pública es alta y la violencia de género impacta por su crueldad. El FA no logra dar el debate parlamentario sobre paridad en la representación política, sencillamente porque esta postura no encuentra los consensos necesarios dentro de sus filas.

Cambiar las estructuras políticas no es tarea simple, principalmente cuando estas han quedado atrapadas en las lógicas electoralistas. Sin embargo, en el FA hay muchas mujeres que asumen la agenda feminista y disputan dentro de sus partidos la mirada sobre los problemas y las soluciones. Con ellas, los encuentros son fáciles, y sin estos no hubiera sido posible enfrentar las visiones conservadoras de izquierda y de derecha sobre el aborto y la matriz heteronormativa y racista. Pero hay también desencuentros más o menos profundos, a veces de tiempo y forma, a veces más sustantivos.

Hacer un balance de la década de gobiernos progresistas en la región depende de las posibilidades de un debate crítico que permita ver luces y sombras, y analice las raíces más profundas de los déficits epistémicos, culturales y políticos de las izquierdas latinoamericanas. La ausencia de ese debate profundiza lo que Boaventura de Sousa Santos llama “una relación fantasmal entre la teoría y la práctica”. Otras vertientes de izquierda en Uruguay tampoco salen de ese lugar secundario que le otorgan a dimensiones que no son la clase; como muestra basta citar al diputado de la Unidad Popular Eduardo Rubio en una entrevista en Brecha: “Hay que priorizar. ¿Qué es lo que determina el conjunto de desigualdades? El sistema capitalista”.

El movimiento feminista desde hace casi 40 años en América Latina ha enfrentado y politizado esas perspectivas dicotómicas dentro de las izquierdas y ha colocado en el debate político la experiencia social de las mujeres, que desnuda las disonancias y las contradicciones del pensamiento hegemónico y hace visibles las matrices de desigualdad, dominación y violencia en las relaciones sociales cotidianas.

¿Será posible el encuentro con la izquierda política para ganarle la pulseada al Uruguay conservador? ¿O tendremos que esperar el resurgimiento de una nueva izquierda de indignadas e indignados?

(1). Sempol, Diego (2016). La diversidad en debate. Movimiento LGTBQ uruguayo y algunas tensiones de su realineamiento del marco interpretativo. Psicología, Conocimiento y Sociedad, 6 (2).