Durante noviembre se lleva a cabo, en Brasil, el “mes de la consciencia negra”. En ese marco se exponen las distintas manifestaciones de la cultura afrobrasileña, que resalta el peso de la colectividad en la formación e historia y la idiosincrasia del pueblo. No voy a hablar de esto.
Sería redundante y chauvinista de mi parte referirme a lo mucho que le debe Brasil a mi colectivo. Chauvinista y sabido, a pesar de que acá siguen (y seguirán) habiendo unos cuantos que preferirían mirar para el costado.
De lo que voy a hablar es de mi experiencia como un uruguayo negro (afrodescendiente) que vive en Porto Alegre hace unos ocho meses (cómo llegue aquí es una de esas historias de amor y de otras drogas). Y esta (mi experiencia) tiene más que ver con la frase de Vinicius de Moraes, “tristeza não tem fim”, que con otras páginas de bossa nova más alegres.
A nadie escapa la grave situación por la que pasa Brasil, bastaría con leer cualquier diario o husmear cualquier sitio informativo. Por lo menos tres estados en situación de bancarrota. De cada diez personas que fueron a parar a la calle por la crisis político económica, siete son negras (afrodescendientes), realidad que la cadena O Globo, con sutil y ejemplar cinismo, describe con el título: “Tres de cada diez personas en situación de calle son blancas” (sic).
Hay que sumarles las medidas de ajuste presupuestal, planteadas por el gobierno central de (¡fora!) Temer, que congeló todos los gastos por 20 años (PEC 55, proyecto de enmienda constitucional), llevadas a cabo por un gobierno de legitimidad, cuando menos, dudosa (y cuestionadas inclusive por la ONU, por excesivas e injustificadas). Directa o indirectamente van en detrimento del colectivo y de las conquistas (lentas e insuficientes) realizadas durante los 15 años del gobierno petista.
A nivel estatal, esta política ha dejado en duda salarios, puestos de empleo e incluso la alimentación de los niños de escuelas carenciadas, y con un programa educacional propio de los segregacionistas norteamericanos de finales del siglo XIX: “negro hacete carpintero que ser doctor no es para vos”. Todo esto en un marco político por el que la corrupción se mide por millones de reales, y no es una excepción, sino regla de relacionamiento del gran capital brasileño e internacional.
La minoría del colectivo afro que llega a la universidad —universidad que cuenta, por cierto, con algunas ramas de estudio que no se molestan en ocultar su fuerte racismo y clasismo, de raigambre histórica— se enfrenta con estructuras y esquemas de pensamiento entre los cuales no son contempladas sus realidades y necesidades, siendo más del 50% de la población brasileña. Y todo a pesar del esfuerzo desarrollado por algunos sectores tras las acciones afirmativas.
El afro se encuentra con programas de estudio en los que el aporte del negro en la historia y la cultura brasileñas es ninguneado o directamente ignorado, en incumplimiento de la ley 10.639 que prevé, explícitamente, que se enseñe ese aporte. Situaciones escabrosas y discrimatorias: tolerar a profesores que mandan sentarse al fondo de las salas de clase a las mujeres negras porque sus “peinados impiden que el resto de la clase vea con claridad” (sic).
En los últimos años, los grupos evangélicos (pichones de nazis de extrema derecha), en pleno crecimiento tanto en cantidad como en influencia política y económica, buscan cualquier subterfugio legal en el intento de evitar las distintas manifestaciones de la religión afrobrasileña, y cuando eso falla, directamente utilizan la violencia física, por medio de grupos paramilitares que entrenan a personas con la excusa de sacar a la juventud de las calles, el alcohol y las drogas. En nombre de dios y las buenas (blancas y burguesas) costumbres.
No se les puede negar coherencia y una gran capacidad de captación a estos grupos, dignos de pertenecer a la edad media y la santa inquisición. Todo lo que no sea blanco (burgués), hetero, occidental y cristiano es digno de las llamas eternas. Y actúan en consecuencia, utilizando para este fin todas las herramientas disponibles, como redes sociales, televisión, radio (son dueños del 25%) y ainda mais.
Podría seguir así un rato más. Baste decir, como botón de muestra, que, a mis 42 años, me tuve que desayunar con que no soy negro (afrodescendiente), sino que para los ojos de dios (o del Estado, que básicamente son lo mismo) soy trigueño. Un trigo un poco oscuro, eso sí. Un funcionario del consulado uruguayo me sacó del yerro en el que viví toda mi vida, sumido en la ignorancia, cuando fui a tramitar los papeles para mi residencia, aclarándome, además, que yo no tenía ni voz ni voto en ese docto análisis genético cultural de mi ascendencia.
El domingo 20 de noviembre, día en que se conmemora la muerte de Zumbi dos Palmares, se cerró la semana de la conciencia negra en Menino Deus, barrio negro de cuerpo y de alma, muy parecido a mi Palermo viejo.
Cerró como sólo mi raza sabe hacerlo: música, poesía, mucho color, mucho Axe. Y cerró con mucho orgullo, identidad (a pesar del señor del consulado) y, sobre todo, lucha. El camino es largo todavía y se vienen tiempos difíciles (Trump y todos aquellos que nunca se fueron, pero que estaban a la espera, agazapados).
Porque, como dice la diosa de Elsa Soarez, aquí y en todos lados “la carne más barata del mercado es la carne negra”.
Martín Santos.