La entrevista a José Rilla, por Lucía Baldomir, publicada en El País el 26 de febrero, resulta muy estimulante en su reflexión sobre el Uruguay actual. Vale la pena extenderse en el análisis del cuadro internacional, porque el caso uruguayo presenta aspectos interesantes que dialogan con procesos desarrollados en el presente a nivel mundial.

El hecho de que un historiador como Rilla salga de la clásica distancia académica para analizar e interpretar la sociedad contemporánea es un dato positivo, en cuanto a que, gracias a su profundo conocimiento del Uruguay del siglo XIX y XX, proporciona una visión en perspectiva diacrónica, que brilla por su ausencia en los análisis políticos habitualmente pegados al presente inmediato.

La historiografía uruguaya (y no uruguaya) ha investigado sobre el “Uruguay batllista” (aunque quizá no todavía lo suficiente, y menos sobre el “segundo tramo”, como Carlos Real de Azúa designó al neobatllismo), brindando contribuciones decisivas (como, últimamente, el libro importante La República Batllista, de Gerardo Caetano, o los trabajos de Pablo Ferreira sobre el período neobatllista), para el análisis de esa peculiar comprensión del mundo.

El sabor de ese imaginario, increíblemente, “aún vibra en la gente”, señala Rilla. Se trata de una suerte de resto onírico que anima todavía al son de eslóganes de campaña descoloridos como: “Somos un pequeño gran país”, o bien el más contemporáneo mujiquista (y batllista): “Por un país de primera”. El escepticismo de lo político parece desactivarse mágicamente ante este ritual de encantamiento, cada lustro, y, sin embargo, así también se desvanece, al poco tiempo de haber comenzado un nuevo gobierno.

Incluso el MLN-Tupamaros, aparentemente en las antípodas de la “Weltanschauung batllista”, incorporó ciertos elementos estructurales de esta comprensión del mundo (aspectos que desarrollo en mi trabajo de investigación histórica sobre el tema).

Con Mujica en el gobierno, el entusiasmo, animado por la coyuntura económica entonces menos sombría, duró más. ¿Cuál de todos los elementos de orden político, “moral”, ideológico, que conforman la argamasa del “pensamiento Mujica” y su proyección popular, logró apartar la embestida de una derecha más embozada que otras latinoamericanas (¿menos fuerte?), en su conquista/ abordaje de lo político?

Seguramente la coyuntura decía que había que esperar, que en ese contexto latinoamericano, la opción más sabia para la derecha era esperar por mejores tiempos. Pero también ese “batllismo” difuso, que nutre un progresismo desvaído, ha contribuido a la imagen espectacular, adquirida fuera de fronteras, del Mujica-viejo-Vizcacha, en versión vernácula y sanguinettista, devenido hace ya un tiempo en filósofo, líder espiritual anticapitalista y sabio de consensuada rotundidad a los ojos extranjeros.

Para el Mujica filmado por el cineasta serbio Emir Kusturica, “la vida es corta para pasar en centros comerciales”. Desde la chacra famosa, el ex presidente “más pobre del mundo”, cumple con el ritual vacío de su ditirámbica austeridad, que ilumina de sabiduría a varios auditorios sedientos, en la decadente y sombríamente derechizada Europa, maravillada de encontrar aún a ese “héroe de la antigüedad” (Kusturica), fustigador a diestra y siniestra del establishment, en medio de un mundo casi derrumbado.

Y es que, efectivamente, las dinámicas políticas de Uruguay pueden ser encuadradas en el contexto internacional pos Guerra Fría, con el final del sistema de partidos polarizados, sustituidos por figuras carismáticas de fuerte arraigo popular y programas declaradamente antipolíticos, en una simplificación de la realidad a la que corresponden líneas de acción de riesgo para la democracia. Un modo de comunicar que se saltea la intermediación parlamentaria y se dirige directamente al “pueblo”, ha impactado fuertemente en gran parte de la opinión pública mundial, sensible al reclamo de posiciones maniqueas y a la fascinación por el “hombre fuerte”.

En Europa Occidental, los líderes emergentes de cada alineamiento (desde la xenófoba Marine Le Pen en Francia al racista Geert Wilders, a la cabeza de los sondeos para las próximas elecciones en Holanda, hasta una Italia disputada entre el cómico Beppe Grillo, el joven secretario de la Liga Norte, Matteo Salvini, y el ex jefe de gobierno “progresista” Matteo Renzi) encarnan variantes diversas de “populismos”, colocándose en oposición a prácticas corruptas de los viejos Estados sostenidas, de acuerdo a su discurso, por elencos de “politicastros”. El nacionalismo, también en los países ex comunistas de la Europa Oriental e incluso en la Turquía de Recep Tayyip Erdogan, es una de las principales banderas, a la vez que uno de los elementos de concentración y justificación del poder. No sólo en Europa, sino también en Estados Unidos, nacionalismo y “populismo” encuentran en Trump una última y mucho más peligrosa encarnación.

Lo antipolítico del liderazgo mujiquista, que no podría ser considerado en tanto que “neopopulista”, entre otros, por la ausencia de un antagonista identificable (como lo ha señalado Ana Soledad Montero), tiene un tono radicalmente opuesto a la propuesta reinante en la Europa actual, elaborada por parte de una derecha que se autopostula como antiestablishment.

Empero, abofeteando la fundacional expresión del MLN-Tupamaros de comienzos de los 60, “las palabras nos separan, los hechos nos unen”, la praxis del gobierno de Mujica, contrariamente a sus palabras de crítica al capitalismo y al consumo, promovió o continuó promoviendo los agronegocios, la exención impositiva a los grandes consorcios internacionales, las inversiones de empresas multinacionales contaminantes, etcétera, etcétera. ¿Su antipolítica constituiría una suerte de metamorfosis (anti) “reformista” (remitiéndonos nuevamente al batllismo), para “salvarnos” de la derecha y del gran capital, o más bien una forma de fortalecer a estos más allá de todo límite racional de voracidad concebible?

Marina Cardozo.