Anoche quedó la ropa recién lavada arriba de la mesa del patio. Mi patio no es un patio, es el fondo de un pozo. Las ventanas de los vecinos del ala izquierda del edificio tienen palco preferencial para ver esos metros cuadrados de mi vida y yo uno para escuchar el ruido que hacen las suyas.

La lluvia no estaba en los planes. Llegó de madrugada. La ropa que ayer estaba húmeda hoy está empapada. Es una isla en un latón que se desborda. Yo no hago nada porque tengo miedo. Sólo oigo, mientras miro el agua derramarse por la mesa hasta el piso, donde se encuentra con más agua.

Escribo: “Están discutiendo feo a dos pisos de casa. Una pareja. Hace una hora ya. No me puedo sacar el miedo a que se lastimen. Qué boluda, ¿no?”.

Responde: “Nosotros no discutimos feo. Tenemos agarradas por boludeces. Nos malhumoramos por cosas pequeñas”.

Pongo música para ecualizar el ruido que me provoca temor. El mensaje a mi amiga para saber si yo estaba exagerando no había sido cabalmente entendido. Necesitaba que me dijera que no sea radical, que no todas las discusiones se desenlazan fatalmente. Básicamente que me ayudara a seguir dudando. Yo ya sabía que con su pareja discutían por boludeces.

Escribo: “Supongo que en cada relación se discute de lo que se puede discutir”.

Me arrepiento de lo que le estoy diciendo pero mando el mensaje igual. Reflejo de mierda. Intento burlar el pensamiento calamitoso haciendo un mate, como si no pasara nada. Mientras la yerba se hincha suena una canción que me gusta. Se llama “Green Lover” y sirve para tapar los gritos. Hace un rato mi niña se fue con su papá después de una semana intensa, de tardecitas calurosas, llenas de parque, repletas de pasto. Figuras de masa, figuras de lego, migas de merienda. Después de todo eso, amarnos y nada más. Ordenar la casa no entró en la agenda, así que ahora contemplo la gravedad del desmadre que suele quedar sábado por medio cuando ella se va. Reparo en la redundancia de esa palabra aplicada a la escena: desmadre.

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La semana tampoco fue tan terrible. El martes, por ejemplo, decidí dejar de atormentarme, apagar el teléfono un rato y entregarme a otra cosa. Fui a ver un monólogo y durante la función el actor, un tipo alto e inaceptablemente atractivo, me expuso a esta misma duda que tengo ahora. Si quedarme en el palco o ser parte de la escena. Se llamaba “Tom Pain” y narraba la historia de un niño que se dejó atacar por un panal entero de abejas porque pensó que el dolor de los aguijones le calmaría el dolor de su corazón de niño roto. Esa escena, la del niño metiendo el brazo entero en el panal, era una de las otras tantas que lo hacían ese inquietante y doloroso varón de 44. Pero el actor la interrumpía todo el tiempo para increpar a los espectadores, entre ellos a mí. A mí me dijo, tres veces, que yo era divina y que él era un buen partido, que me lo pensara. Pienso aún que la escena no era para mí, que era para la chiquilina sentada más cerca del asiento 1 de la fila cuatro de la sala, que en esa función era yo. Si era de verdad, si yo estaba siendo parte de la escena y si esa escena podía continuar de alguna manera afuera del teatro, era una pregunta que no me hacía. Además, vamos, esas cosas sólo les pasan a otras mujeres.

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Siguen gritando. “Maldita sea la hora en la que te conocí”, dice ella, o él. Ambos tienen la voz adolescente. Gritan a menudo y en todas las ocasiones me resulta difícil saber quién empezó la pelea. En todo este tiempo tampoco me preocupé siquiera por saber de qué ventana sale la escena. “Te odio”, grita ella un montón de veces, y se atraganta en un llanto endemoniado.

No puedo sola con esto, pienso. Es sábado de mañana y en estas vísperas de febrero todos hablan de escenas de violencia como esta, desde la ajenidad absoluta, desde palcos. No me perdonaría hacer lo mismo así que decido que voy a ir, voy a golpear la puerta y cuando abra, con voz segura les voy a decir, “¡un solo golpe y llamo a la policía!”. “Tranquila, feminazi”, me digo en voz alta parada en el patio.

Suenan los cubiertos de un cajón que se abre violentamente. No puedo evitar asustarme de verdad. Estruendos de puertas, de cuerpos, de muebles, llenan el pozo. Se me cierra el pecho del cagazo que tengo. Tomo el teléfono y salgo escaleras arriba hasta una puerta que no sé bien cuál es. Mientras subo marco en el teléfono 9-1-1.

Mis pies suben solos por la escalera. Descubro el origen de los gritos y en ese instante al edificio lo toma un silencio sórdido. Me engaño y los imagino en un abrazo intenso, reconciliatorio, de los que vienen antes del beso embadurnado de llanto, de mocos, del sexo de la tregua. Dudo entonces, otra vez.

Me quedo con el teléfono en la mano y a 30 centímetros de la puerta, sólo escucho mi respiración. Me asusto cuando se abre estrepitosamente. Se me clavan dos ojos negros en los míos, dos ojos animales, de criatura. Él también se asusta. Me empuja tirándome al suelo y corre. Le grito que no se vaya, que no sea cagón. Grito fuerte implorando que alguien haga algo y de otras dos puertas salen vecinos que estaban, como yo, dudando.

Ahora ya está, le digo a ella, mientras le susurro que no sé cómo se llama y le explico que tampoco sé cómo se para una hemorragia. Seguramente no cuelgue la ropa hasta mañana. Los vecinos nos vamos a encontrar en la comisaría para contarnos todo el tiempo que estuvimos dudando. Todos van a preguntarme a mí cómo se llamaba la chiquilina. Yo voy a estar pensando en “Tom Pain” y en esa necesidad imperiosa de salir de la comodidad de los palcos preferenciales para hacernos cargo de todas las miserias que son nuestras.