El abrupto cierre del Cambio Nelson y la fuga internacional de su propietario sacudió el letargo veraniego uruguayo. La amplia crónica periodística, más allá de la acumulación de anécdotas bizarras -mensajes del prófugo que circulan por internet diciendo que estaba “cerquita” y que regresaba para dar la cara, “damnificados” que afirman usar los activos depositados para “obras de beneficencia”, figuras de la farándula regional apersonándose consternadas ante las clausuradas puertas de alguna sucursal-, implícitamente deja al descubierto patologías propias del funcionamiento financiero de agentes económicos diversos y la continuidad de conductas basadas en prácticas asentadas, que han sobrevivido a cambios en el contexto institucional, internacional y local.

La operativa implicaba, por lo menos, tres dimensiones comprometedoras: depositar activos en una “institución” o a cargo de una persona física no habilitada; sustraer esos activos de cualquier control normativo por parte del Estado; aceptar como documentación probatoria, si es que existe, de la obligación de Francisco Sanabria con el “damnificado” títulos que encubren la naturaleza real de la operación -captación de depósitos-, dado que ambas partes se comprometían en una transacción no habilitada. El problema no se limita a la conducta de una persona, que mediante el uso de información privilegiada estafa a clientes en su buena fe. Más bien, la gravedad radica en la presencia de una oferta de servicios financieros fuera de los marcos legales y la de un conjunto de agentes que hacen uso consciente de dichos servicios.

La discusión pública ha navegado en la superficialidad, con actores más preocupados por deslindar vínculos con el responsable o transferir costos políticos que por debatir sobre las implicancias de estas prácticas en el funcionamiento general de la sociedad. O por contar los minutos y caracteres que la prensa destinó al asunto. Como si fuera un simple caso aislado, que no requiere de mayor elaboración que la de ubicar al responsable. Dada la historia reciente de Uruguay, es difícil defender la singularidad de Sanabria y su casa de cambio. La propia reacción de involucrados directos e indirectos señala lo contrario.

Que una entidad como la Cámara Empresarial de Maldonado expresara su preocupación hace pensar que la operativa de realizar depósitos en el cambio no era excepcional ni un problema puntual de pocos agentes, sino que constituía una práctica conocida y habitual de varias empresas y personas. Desde el sistema político algunos actores, incluyendo alguno de sus correligionarios, afirmaron públicamente que “el planeta entero” sabía que Sanabria recibía depósitos. La inacción previa, la ausencia de denuncias al respecto y la ubicación de Sanabria en cargos de conducción o representación son un indicio claro de que ese conocimiento previo no merecía censura en el entorno más directo de sus vínculos empresariales y políticos. En la misma dirección apuntan declaraciones de actores políticos en Maldonado reconociendo tener depósitos para evitar “hacer colas en el banco”. La censura viene con el desbarajuste. No se condena la práctica, sino su fracaso.

La escasez de denuncias presentadas contrasta con la magnitud y amplitud que la maniobra parece tener de acuerdo con relatos sucesivos. Denunciar implica reconocer el involucramiento con transacciones financieras ilícitas y, posiblemente, dar cuenta del origen de activos colocados fuera de los circuitos legales.

El peso de las instituciones

Es en el hecho de que estas prácticas parecieran tácitamente aceptables para muchos donde radica lo más preocupante del episodio. Las instituciones vigentes en un país definen las reglas que determinan los procedimientos legalmente legítimos. Sin embargo, también coadyuvan en demarcar el espacio de los procedimientos y acciones socialmente aceptables. Las sociedades que promueven la opacidad, como instrumento para canalizar recursos provenientes de otros países a los que se les brinda anonimato y protección contra la injerencia de organismos de contralor fiscales o policiales, construyen instituciones acordes a dicho objetivo. Uruguay ha tenido varias de estas instituciones. A título de ejemplo, un secreto bancario extremadamente amplio y las erradicadas Sociedades Financieras de Inversión (SAFI) son nítidamente funcionales a estos esquemas.

Las instituciones definen estructuras de incentivos. Países que diseñan canales para que quienes controlan ciertos flujos de activos se sientan anónimos y confortables también generan incentivos para que sus profesionales en las áreas legales o económicas, por ejemplo, asignen sus habilidades y talentos hacia estas actividades; que producen un ingreso relativo mayor gracias a que el Estado -no el libre mercado- genera ventajas competitivas vía laxitud en los marcos regulatorios. Asesorar, estructurar y gestionar sociedades con tal finalidad o brindar canales de circulación sin riesgo de detección a los activos constituye una actividad más lucrativa, pero además socialmente aceptada y promovida por el propio Estado.

Los reparos y los beneficiarios

Los mercados no son entelequias abstractas: operan en el marco de normas institucionales específicas. En algunos contextos, las instituciones han permitido que el funcionamiento de los mercados genere un efecto positivo notorio y perdurable sobre el bienestar social. En otros, el resultado ha sido la concentración del poder y niveles de desigualdad no compatibles con sociedades abiertas y democráticas.

En un reciente libro que ha tenido un gran impacto, Daron Acemoglu y James Robinson brindan una amplia gama de ejemplos en ambas direcciones (1). Los mercados en sí no determinan el bienestar, sino la presencia de instituciones inclusivas y pluralistas, que habiliten una distribución del poder y de los recursos capaz de asegurar el acceso de los ciudadanos a los frutos de la prosperidad económica a partir del incentivo a la creatividad humana.

Mercados que operan en contextos institucionales que alientan la recepción de activos de origen opaco difícilmente constituyan una palanca clara para el bienestar colectivo. Sí para la apropiación de rentas por parte de un sector social acotado, con lógica de enclave y escasa difusión en la sociedad.

La opacidad como negocio promovido alienta la recepción de fondos provenientes de la corrupción, el narcotráfico, la trata de personas. No es de extrañar que se desarrollen esquemas de colaboración en los que agentes locales asumen la titularidad o integran directorios de empresas fantasmas, diseñadas como canales para ocultar a los verdaderos titulares y el origen de sus activos.

Tampoco es llamativo que entre las voces que más reparos han puesto a la eliminación o limitación del secreto bancario, las SAFI o la firma de acuerdos de intercambio de información tributaria se encuentren profesionales directamente involucrados en estas actividades. Sanabria y los “maleteros” o la ruta uruguaya del Lava Jato brasileño son ejemplos apenas emergentes de esa institucionalidad construida desde la dictadura y que comenzaron a desmontarse en los últimos años. Los opositores más furibundos al desmontaje de estos andamios normativos son sus propios beneficiarios directos, quienes en ocasiones ocuparon espacios cercanos a los decisores de políticas.

Por cierto, las instituciones no aseguran probidad ni ausencia de corrupción. Colaboran en su demarcación e incentivan o desincentivan prácticas no fácilmente separables de aquellas no deseables. Los canales por donde pasan los activos que no desean publicidad no discriminan en función de su origen: las reglas de juego presuponen no preguntar. Una sociedad que vivencie la corrupción o la participación en esquemas de lavado como actividades no aceptables requiere marcos normativos que no incentiven su desarrollo.

Las respuestas de la política

Es paradójico que muchas de las voces que intentan colocar parte de la responsabilidad del affair Sanabria en los mecanismos de contralor público son voces que se han alzado airadas ante cambios normativos que desmontan parcialmente instrumentos que promueven la opacidad de las relaciones económicas y protegen en un cono de sombra transacciones financieras internacionales y locales. La duplicidad es evidente en la reacción primaria de parte de los involucrados. En un intento por recuperar fondos que habían sido colocados lejos del alcance del control estatal, o de desviar la atención de su propia responsabilidad, se acusa al Banco Central de no realizar los controles pertinentes, cuando el éxito de la operativa y su retorno dependían justamente de que Sanabria lograra evitar la detección por parte de las autoridades de la presencia de esos depósitos.

Desconozco los pormenores de las operaciones y si estas pudieron o debieron ser detectadas por auditorías externas o por acciones rutinarias del Banco Central, en función de los protocolos de contralor vigentes para las entidades cambiarias. Lo cierto es que si el marco normativo no brinda suficientes herramientas para controlar transacciones de este tipo, la respuesta debe ser más y mejor regulación. Más normas para transparentar los mercados.

Un camino del desarrollo basado en la opacidad financiera conlleva a la concentración de rentas y a la aceptación social de formas de desarrollar negocios en la cercanía de actividades reñidas con una mínima base de fundamentos éticos. Si Uruguay desea evitar estas prácticas, una de las respuestas de la política es reducir su retorno esperado: mejorar la capacidad de detección, construir normas que incentiven la transparencia y, por supuesto, incentivar la censura social.

(1). Daron Acemoglu (MIT) y James Robinson (Universidad de Chicago). ¿Por qué fracasan los países? Deusto Ediciones, 2014.