“Lamentablemente, cuando soñás algo y te despertás al otro día y ves en la situación que estás... la verdad, es una desilusión bárbara”, dice alguien a una cámara que filma sus piernas. No sabemos la identidad de quien habla, pero sí que es un adolescente varón y que está preso; justamente por eso no se le muestra la cara. Su rostro, su historia, también es la de los muchos otros -casi 500 otros- que padecen los sistemas penal y de reclusión adolescente del país. Ayer la Casa Bertolt Brecht (CBB) presentó, a sala llena, el documental Encerrados, que, sin eufemismos y sin echar desinfectante a los pibes que están presos, muestra cómo es para ellos vivir bajo tranca.
Materializar el dolor en el cuerpo: la necesidad de hacerlo visible para caer en la cuenta de que es real, de que persiste a pesar de uno mismo. “Hay pibes que se cuelgan, que se cortan las venas, porque está de menos. Mirá yo, a lo primero no me aguantaba y me cortaba los brazos”, dice otra voz en off. Segundos antes, Raquel Galeotti, psicóloga y magíster en Derechos de Infancia y Políticas Públicas, había dicho que en los adolescentes es común que el cuerpo delate “las marcas del dolor”. Ese con el que se llega, y ese otro que se genera al tener que pedir permiso para orinar y defecar, lavarse la cara y bañarse, y que te vean hacerlo; el de convertirse en un apéndice más de la institución, ser una especie de prolongación del número de expediente penal. “No hay posibilidad de elaboración de lo que hizo, o por qué lo hizo o cuáles son las circunstancias que lo llevan a estar ahí. [Como] no hay posibilidad de desarrollo, la persona no crece”, deja una marca. Y cuando deja de crecer, empieza a morir. “No hay lenguaje, no hay palabra, ahí hay silencio”, sentencia Galeotti.
Perder toda intimidad y convertirse en un yo-colectivo, en el todo que implica la institución totalizadora, también es una forma de violencia que va bloqueando, apaciguando la posibilidad de generar otra cosa que no sea eso mismo, más violencia. Para Luis Eduardo Morás, sociólogo, la violencia “no es inusual” en la cárcel de adolescentes, sino que “es parte de la anatomía, del funcionamiento, de [estas] instituciones”.
También hay violencias mucho más explícitas. En el Centro de Ingreso, Estudio, Diagnóstico y Derivación “te quieren pinchar todo, ¡¿sabés qué?! Los funcionarios ni se meten, se encierran en una pieza y ni se meten. Te pinchan todo y manejate”, cuenta sin titubeos otra voz en off. “Me agarraron entre dos y los funcionarios ni se meten. Jodida paliza”, se escucha decir a otro. Luis Pedernera, integrante del Comité de Derechos del Niño de Naciones Unidas y del Instituto de Estudios Legales y Sociales del Uruguay (Ielsur), lo explicó así: “Uno puede hablar de una variedad infinita de formas que hemos conocido de tortura, desde enterrarles la cabeza en la tierra para que las hormigas los piquen, hasta la práctica de los cinco minutos o el cuadradillo, que son formas de lucha interna entre adolescentes que tienen problemas entre ellos. También está el paquetito: con el cuerpo se hace una especie de ‘paquete’, se los esposa por atrás [generalmente una muñeca a un tobillo]; los colgamientos, apaleamientos, eso por no decir cosas más cotidianas, como el manejo del encierro […], de tener que hacer las necesidades en botellas o bolsas de nailon en la celda y no tener la posibilidad de sacarlas para afuera”. A eso se le suma el “dormir en el piso, en pisos húmedos; las sanciones de aislamiento, que están expresamente prohibidas; el cortarles la comunicación a las familias; sacarles la visita e incluso, en algunos casos, descargas eléctricas”.
En ese sentido, Morás señaló que “la violencia institucional es, en definitiva, lo que le exige la sociedad a un sistema para que funcione correctamente. No le está pidiendo que salgan personas en mejores condiciones; lo que pide, en primer lugar, es poder calmar, saciar esos deseos de venganza; [y para eso] los presos tienen que vivir en carne propia las peores condiciones, tienen que experimentar un sufrimiento en el cuerpo, en las almas, en lo cotidiano”. La abogada Gianella Bardezano, miembro de Ielsur, sostuvo que “hay una naturalización de la cárcel como respuesta a una expectativa de justicia; cualquier otra respuesta es considerada deficiente”.
Sobre el documental
"Encerrados" nació en el marco del proyecto “La cárcel no es la solución”, de la Casa Bertolt Brecht (CBB), que surgió en 2016. El proyecto tiene como objetivo “contribuir a la defensa de los derechos humanos, especialmente de los adolescentes, a través de la construcción de un discurso contrahegemónico respecto a la privación de libertad”. Específicamente, se busca “reflexionar acerca de las consecuencias negativas de la privación de libertad en el desarrollo psíquico, físico y social de los adolescentes”. “La cárcel no es la solución” cuenta con la cooperación de la fundación Rosa Luxemburgo de Alemania. El documental y materiales de interés están colgados en Youtube y en la página web de la CCB, respectivamente.