Seguimos el hilo de lo que dejamos planteado en la edición del ]viernes 6 de enero de la diaria](https://ladiaria.com.uy/articulo/2017/1/tal-vez-no-sea-el-mejor-momento/) sobre los nuevos espacios discursivos que vienen a ocupar los aportes de las neurociencias en educación. Debo admitir que renuevo el entusiasmo de ponerme a escribir, ante la lectura de las expresiones vertidas por Francisco Mora, doctor en Neurociencias de la Universidad de Oxford, en el diario El País, en su versión digital del miércoles 22/02/2017.

Para no explayarme innecesariamente, haremos foco en dos de sus consideraciones. La primera: “Hoy comenzamos a saber [gracias a las neurociencias] que nadie puede aprender nada si no le motiva”. Propongo al doctor Mora leer, por ejemplo y por sólo mencionar uno, los planteos pedagógicos de distintos exponentes de la corriente llamada Escuela Nueva, de principios del siglo XX. Con distintas acentuaciones, precisamente, lo que sostenían era una fuerte crítica al sistema educativo que en ese entonces ya se caracterizaba como tradicional y apostaban a otorgar a la experiencia y al ambiente un lugar primordial en los aprendizajes. Hacer experiencia, tocar las cosas, manipularlas, ponerlas en contacto, para vincular educación y vida cotidiana. La motivación puesta en juego, aunque tal vez no se caracterizara conceptualmente como tal en aquel momento.

Más cerca de nosotros, incluso desde otra mirada, Jürgen Habermas llamó a uno de sus textos fundamentales, nada más ni nada menos, “Conocimiento e interés”; es decir, la reflexión sobre cómo el interés de las búsquedas del investigador, sus motivaciones, juegan a la hora de aprender y generar conocimiento. La diferencia de estos planteos con los del doctor Mora, efectivamente, radica en contextualizar los aprendizajes de forma tal de no remitirlos sólo a componentes neurológicos, biológicos, anatómicos y fisiológicos. De hecho, podríamos extendernos en la problemática relación entre la “naturaleza” y la “cultura”, propia del campo de la antropología, en que también, por ejemplo, la especie humana desarrolla un dedo pulgar oponible porque sus antepasados primates se van quedando más tiempo en la tierra y, precisamente, este contexto medioambiental implica menor tiempo en los árboles y evolución hacia el bipedismo, lo que favorece la construcción de artefactos con sus manos, y así se retroalimentan nuevos usos de ese pulgar. En este sentido, nada indica qué está primero, el huevo o la gallina, sino una relación.

En efecto, una vez más, reivindicamos a la pedagogía como campo de reflexión que aporta, entre otras cuestiones, elementos para comprender cómo y por qué aprendemos de tal o cual manera. Y que el cerebro juega un papel relevante, al menos en los aspectos cognitivos e intelectuales, pero que se articula con los contextos históricos, sociales, económicos, políticos y culturales que también inciden en que aprendamos como aprendemos. Basta ver cómo estamos abordando la relación entre aprendizajes y contexto tecnológico, que, en otros tiempos, hubiera sido un debate inútil, porque estas tecnologías actuales ni siquiera se imaginaban.

La segunda: dice Mora al periodista que lo entrevista: “Estudios recientes muestran que la adquisición de conocimientos comparte sustratos neuronales con la búsqueda de agua, alimentos o sexo. Lo placentero”. Me niego a concebir el placer como un mero acto reflejo del orden de lo instintivo, más allá de que tenga componentes de satisfacción. Basta con aproximarse a La relación con el saber, de Bernard Charlot, para situar la discusión, de índole pedagógica, sobre el papel del placer en el proceso de aprendizaje y como elemento clave para aprender. Y, como se puede apreciar en sus capítulos, el placer no remite sólo a una cuestión del instinto, sino que Charlot profundiza en cómo se va delineando socialmente ese placer, en base al reconocimiento social que algunos saberes tienen con respecto a otros que son postergados, las recompensas que se obtienen no sólo en las calificaciones sino en el trato mutuo con docentes y pares, la unidad que se entreteje con una cultura familiar que promueve el valor del conocimiento, etcétera. Puede dar placer, entonces, una buena discusión en clase sobre alguna temática para la que los 50 minutos que cuestiona Mora sean escasos para profundizar; puede dar placer relacionar conocimientos aparentemente pertenecientes a áreas disciplinares totalmente diversas (lo que indica que el trazado de límites entre disciplinas es arbitrario) y descubrir que se cuenta con otra clave para interpretar la realidad social, esa realidad que no debe perderse de vista, según Mora; puede dar placer estar concentrado y esforzándose por aprender -sí, es un esfuerzo, como plantea Violeta Núñez-. El agua, el alimento y el sexo pueden contribuir a que nos desarrollemos como especie humana, pero la humanización constituye un proceso de otra índole, como señala el pedagogo brasileño Paulo Freire.

Las neurociencias vinieron para realizar sus aportes en múltiples áreas, no sólo en la educación. Pero podrán tenerse presentes en educación en el contexto de una discusión pedagógica. Para ello se hace necesario recuperar elementos que ya están colocados a consideración por la pedagogía desde tiempos antiguos. Y si la pedagogía calla, la neuroeducación (neurociencias aplicadas a la educación y a cómo se aprende), así como otros discursos, ocuparán ese espacio. Pero si habla, podrá problematizar sus aportes en los complejos terrenos de las construcciones sociales, históricas, institucionales y organizacionales que hacen al ámbito educacional.

Álvaro Silva Muñoz Departamento de Pedagogía, Política y Sociedad, Instituto de Educación, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República.