Aunque tal vez el inicio de un año lectivo sí sea un buen momento para preguntarse algo tan sencillo, pero cuya pertinencia original a veces olvidamos, al darla por descontada: ¿por qué hay que ir a la escuela? De hecho, en algún momento nuestros hijos nos la han planteado, y también alguna vez surgió en nosotros. Algunos padres y madres, maestras y maestros pueden responder: “Para ser alguien en la vida”; “porque la ley dice que es obligatoria”; “porque ahí se aprenden cosas interesantes”; “porque hacés amigos y compañeros”; “porque papá y mamá trabajamos y te quedarías solo”; “porque después eso te sirve para trabajar”; “porque estar todo el día en casa sería aburrido y no harías nada”, y otras muchas posibles variantes, imposibles de abarcar aquí. Otros responden varias de estas a la vez.
Sin pretender ser exhaustivos en el recorrido por fundamentos teóricos de distinta índole -sociológicos, antropológicos, políticos, económicos, etcétera-, podemos afirmar que, según los énfasis otorgados a unas u otras respuestas, tendemos unos u otros vínculos con la institución social que hemos dado en llamar educación (aunque, en sentido estricto, participar en la institución educativa “escuela” es apenas una de sus formas, y su proceso remite a una “escolarización” que, por predominante, hemos asociado casi como sinónimo de “educación”), y dependiendo de las respuestas dinámica y provisoriamente halladas aparecerán los sentidos por los que vale la pena ir a la escuela y, por ende, la legitimidad que concedemos a lo que sucede en ella. Y, como en una suerte de encadenamiento, la legitimidad se une estrechamente a la autoridad, siempre ética en términos de Paulo Freire, que reconocemos en los sujetos que allí despliegan sus prácticas y establecen singulares relaciones.
Pero volviendo al tema inicial -porque nos habíamos propuesto en estas columnas dialogar en términos llanos y directos-, colocar el énfasis en la preparación para el trabajo, por tomar una de las afirmaciones que planteamos más arriba, nos remite a la pertinencia de la institución para el funcionamiento económico de un sistema social. Educación para el trabajo, educación a través del trabajo, educación en el trabajo, si bien refieren a conceptualizaciones distintas de la relación educación-trabajo, se apoyan en un denominador común: el sujeto que transita procesos formativos adquirirá competencias, pensamientos, destrezas, habilidades, capacidades que se pondrán en juego en su participación en -entre otros espacios- el mundo del trabajo. Ahora bien, aunque el trabajo como capacidad humana de producir bienes y servicios es tan antiguo como nuestra existencia humana, la modernidad nos ha revelado su desarrollo como trabajo asalariado, y la cuestión será cómo se piensa esta distribución de empleos, profesiones, modos de producción, en el contexto de un proyectado desarrollo social en su conjunto. En algunos momentos acercamos la educación y el trabajo como isomorfos: por ejemplo, ser puntual en ambos espacios; en otros casos, los alejamos: una pretendida horizontalidad de aprender que “somos todos iguales” en el espacio educacional, mientras se acentúa la jerarquía o la verticalidad en el lugar de trabajo. Esta distancia en la relación, más allá de nuestras respuestas a nuestros hijos, es la que vuelve perceptible la pertinencia (o no) de ir a la escuela. Los chicos no son tontos como para no darse cuenta y, ante la contradicción, la institución educativa se desvaloriza y pierde autoridad, en el sentido de credibilidad en sus discursos y prácticas. Por ello, un conjunto social, vía su tramitación política mediante diversos actores, define qué es lo que considera valioso y relevante aprender para desempeñarse no sólo en el trabajo, sino como ciudadano, conviviendo con otros; es decir, cuáles son las actitudes, las señas identitarias que nos reúnen en una comunidad política. Se trata de la tan mentada socialización, que, en ocasiones, simplificamos con “hacer amigos”. La amistad es escuela para la relación con los otros, es ámbito para establecer códigos cómplices que no son otra cosa que lenguajes compartidos, es construcción laboriosa de la confianza mutua que impulsa a renovar la confianza en marcos institucionales más amplios, como en las relaciones entre Estado-sociedad-familia, es recorrer el arduo aprendizaje del reconocimiento de las diferencias (no desigualdades). Lo mismo: los chicos no son tontos. Si les decimos que “en la escuela se hacen amigos” y luego ellos aprecian que el mundo adulto actual está plagado de desconfianzas, enemistades, barreras, discriminaciones, atropellos, etcétera, nuevamente la institución educativa será puesta en tela de juicio, en su sentido más profundo. Con esto no estoy planteando transitar hacia un mundo todo color de rosa, sino cómo, en el contexto social de múltiples intereses, búsquedas y orientaciones, nos debemos el respeto mutuo en nuestra condición y dignidad humana. Porque, de lo contrario, le estamos pidiendo a la institución educativa cosas imposibles y, ante el fracaso, luego deviene la frustración, el pesimismo, el malestar.
Dejamos para otra ocasión la relación de la institución educativa con las nuevas tecnologías, con las tareas de cuidado de los recién llegados (como diría Hannah Arendt), con el diseño curricular y los conocimientos necesarios para el desarrollo de la ciudadanía, etcétera. Como se puede deducir, hay una distancia entre institución educativa, como ámbito específico de intervenciones humanas, y la dinámica social en su conjunto, que cada sociedad en cada momento histórico aprecia como mayor o menor. Es lo que Inés Aguerrondo conceptualiza como “calidad educativa”: la distancia entre un proyecto político y social general y el proyecto educativo en particular, en tanto este derivaría de su aporte al primero; cuanto mayor percepción de dicha articulación, mayor calidad. Se trata del componente pedagógico de la calidad educativa, frecuentemente postergada. Como afirmamos en otras columnas, cuando la pedagogía calla, la calidad educativa puede quedar restringida a la falta de 100 maestros en algunos grupos de educación primaria (aunque siempre es mejor que sean los suficientes, unos 18.000 estaban presentes ese lunes seis de marzo); cuando la pedagogía habla, las respuestas a “para qué ir a la escuela” pueden no darse por obvias y cada inicio de año es una invitación a bucear nuevas posibilidades, renovando el sentido de esta institución que hemos dado en llamar “educativa”.
Álvaro Silva Muñoz Departamento de Pedagogía, Política y Sociedad, Instituto de Educación, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (Udelar).