“Los déficits no son de izquierda ni de derecha; son déficits”. Hemos escuchado en innumerables ocasiones esta expresión, en el marco de las discusiones sobre la magnitud de los desbalances de las cuentas públicas, tanto en Uruguay como en otras latitudes. Evidentemente, se pone el énfasis en una cuestión estrictamente numérica, pero se pierde de vista que los números son resultado de dimensiones diversas que repercuten en el bienestar de la gente. Dicho de otra manera, un mismo guarismo de resultado fiscal puede reflejar situaciones muy diferentes en función de su contenido. Y por lo tanto, refleja una impronta de definición ideológica que puede ser más de derecha o más de izquierda. Y eso se puede ejemplificar, como haremos más adelante, en los casos de Uruguay en la última década y de las propuestas fiscales de Donald Trump.

En primer lugar, hay algo que es irrefutable. No se puede tener cualquier nivel de déficit desde el punto de vista financiero, porque un desbalance elevado y permanente sólo conduce a un creciente endeudamiento. Todos sabemos lo que significa sobreendeudarnos. Y por más que se piense que el Estado tiene más herramientas para afrontarlo, a la larga, el principio es el mismo. Si la deuda es excesiva, comienzan los desequilibrios que sostienen todas las políticas públicas y se empieza a visualizar la posibilidad de cambios drásticos en las reglas de juego. En la jerga económica, se dice que la trayectoria de la deuda pública debe ser sustentable. Por lo tanto, el Estado tiene restricciones para sus déficits y para su deuda.

Esto no significa que los estados no puedan tener algún nivel de desbalance financiero estructural. Pero siempre tenemos una restricción presupuestal. No reconocerlo pone en riesgo la estabilidad de lo ya logrado, porque los desbalances drásticos llevan a retrocesos brutales en materia productiva y social. Los uruguayos tenemos amplia experiencia en sufrir las consecuencias de las crisis financieras y fiscales. Y sabemos lo que cuesta recomponer situaciones de pobreza y marginalidad social.

El déficit y las políticas públicas

En el contexto del Uruguay actual, el déficit es elevado y hay que extremar la cautela para llevarlo a niveles más prudentes que no generen incertidumbre en cuanto a la sostenibilidad de las cuentas del Estado.

Dicho esto, pasemos de la dimensión estrictamente financiera a la dimensión de los contenidos de las políticas públicas que se expresan en el resultado fiscal. Porque por más que el número sea parecido, no es lo mismo un déficit en un contexto de economía débil, con parálisis financiera y productiva, con un muy alto desempleo y con mucha pobreza, que uno enmarcado en una economía que crece, con bajo desempleo y pobreza más reducida. Sobre todo porque el pasaje de una situación a la otra implica un sacrificio de la sociedad que se manifiesta en los ingresos y los gastos públicos. No habría sido posible salir de la situación crítica de principios de siglo sin una activa participación del Estado y un incremento sustancial del gasto social.

El déficit sería más reducido si el punto de partida hubiera sido floreciente o si se hubiera optado por no atender la emergencia con la sensibilidad social y las preferencias por la equidad que caracterizan a los uruguayos. No todos los países de la región tienen esas mismas preferencias. Algunas economías latinoamericanas exhiben menores déficits, pero conviven con niveles de informalidad, pobreza y desigualdad que no son culturalmente tolerables para los uruguayos. Y esto va dicho con orgullo.

Esto no implica ninguna licencia para matar. Las restricciones existen de todas maneras, por más que pongamos estos énfasis en la mayor inversión en educación, en salud, en infraestructura, en asistencia social, etcétera. Pero no está de más explicitar estos avances y recordar que todos ellos tienen un impacto en las cuentas públicas. Cabe enfatizar que lo que normalmente se refiere como Rentas Generales no es una entelequia que genera recursos como por arte de magia, sino que es el fruto de los aportes de los ciudadanos por vías tributarias o no tributarias. Suele decirse que el pago de impuestos es uno de los sacrificios del individuo para vivir en sociedad.

Siempre hay demandas legítimas que implican mayor gasto del Estado. Y siempre hay que incorporarlas a la agenda deseable. Lamentablemente, los ritmos en que esas demandas se pueden ir atendiendo pueden ser más lentos que los que todos querríamos. Allí está el desafío de la política pública: al entender las restricciones presupuestales, debe definir prioridades y tiempos para la mejor resolución de estas. Tan importante como avanzar es sostener los logros. Si la carretera es recta, uno puede avanzar más rápido. Pero pisar el acelerador en una curva puede llevar al desbarranque. Y en esa circunstancia los costos sociales se multiplican.

El déficit y las improntas ideológicas

El resultado fiscal es fruto de la evolución de los ingresos del Estado y del gasto público. Un mismo guarismo de déficit puede ser el reflejo de diferentes estructuras de ingresos y gastos. Es imprescindible entender cuánto y a quién se le cobra impuestos, y cuánto y en qué se gasta.

El resultado fiscal puede ser numérica o financieramente igual pero responder a diversas estructuras de ingresos y gastos que trasuntan diferentes prioridades e improntas ideológicas. Por ejemplo, si en Uruguay tenemos hoy un déficit similar al de principios de siglo, no puede necesariamente concluirse que estamos en la misma situación, por dos razones: los cambios estructurales en la recaudación tributaria han llevado a una distribución de impuestos más equitativa, en función de la capacidad contributiva de los grupos sociales; y la estructura del gasto público se ha modificado sustancialmente, incrementando enormemente el gasto público social. La reforma tributaria, la reforma de la salud y las prioridades implementadas a partir de las leyes presupuestales (educación, salud, atención social, etcétera) explican en buena medida esta nueva realidad de una estructura fiscal más progresiva (y más de izquierda) que la que existía hace 15 años.

Este análisis también parece pertinente para la nueva realidad en Estados Unidos. El presidente de ese país, Donald Trump, anunció que recortará los impuestos a las corporaciones y a los ingresos más altos, que revertirá el esfuerzo hecho en los servicios de salud para los sectores desprotegidos (el Obamacare) y que aumentará los gastos en defensa y seguridad interna, para combatir el terrorismo y la inmigración. Todo este paquete tiene en su seno una clara definición ideológica: falta de solidaridad contributiva y despreocupación social por donde se mire. Quizá esto tenga que ver con la propia composición del nuevo gabinete, integrado por supermillonarios y supermilitares. ¿La casa atendida por sus propios dueños?

Me rehúso a admitir que se pongan todas las realidades en la misma bolsa. Es una cuestión de éticas distantes, porque difieren en cómo se trata a los sectores más desfavorecidos. Y reivindico la ética que lleva a que el aporte se haga en función de la capacidad contributiva de los diversos sectores y se priorice el gasto público social hacia una mayor equidad, en un marco sustentable de las cuentas del Estado.

Mario Bergara.