No tuvo la culpa Pedro Bordaberry de que el Partido Colorado perdiera la capacidad de convocar a un porcentaje importante de la ciudadanía, de crecer entre los jóvenes y de recrear la potencia de la visión batllista. Su liderazgo no fue causa, sino consecuencia, de que los colorados perdieran esas capacidades, o de que otros partidos y sectores se las fueran expropiando gradualmente.
Como los barcos hundidos, Bordaberry emergió a medida que bajaba la marea. La manera de concebir el mundo y la política que él representa siempre estuvo presente dentro del coloradismo, junto con muchas otras -varias de ellas, por cierto, peores-. Estuvo en una posición lateral cuando las corrientes progresistas del batllismo se impusieron ampliamente al viejo riverismo y también a las fracciones batllistas conservadoras que, en la jerga interna de tiempos pasados, eran llamadas “la caverna”. Estuvo, también, fortalecida pero no dominante, cuando el pachequismo creció, como una mezcla sui generis del viejo estilo de coloradismo populista “candombero” y -sobre todo- de una no menos antigua veta colorada autoritaria y seguidora de “hombres fuertes”. Estuvo, cerca pero no consustanciada, cuando Jorge Batlle trastocó las orientaciones de sus antepasados, y tras muchas derrotas llegó, tarde y sin capacidad ya de hacer casi nada de lo que había soñado, a una presidencia que terminó muy mal.
Lo que Bordaberry representa siempre estuvo ahí, sin extinguirse, y ese discreto mérito le bastó, cuando todas las demás corrientes menguaron mucho más que ella, para convertirse en el cerrito más elevado de una cordillera petisa.
No fue culpa de él, por supuesto, que los demás sectores y corrientes del Partido Colorado -a decir verdad, casi exageradamente diversos para una colectividad que se ha vuelto tan pequeña- no lograran nunca superarlo, o siquiera plantearle una competencia relevante. No fue Bordaberry quien les impidió crecer, ni se puede decir que haya sido un adversario especialmente temible, ya que si bien se le reconoce ser muy trabajador, no son mayoría, en su partido ni en el país, quienes piensan que es un político brillante.
A él mismo le habría venido bastante bien que crecieran otras corrientes coloradas, para aumentar las menguadas fuerzas del lema, pero es demasiado pedirle a un líder sectorial que, reflexionando sobre lo que más le puede convenir a su partido, desista de ser mayoría. También la supremacía de Luis Lacalle Herrera “techó” en varias ocasiones las aspiraciones del Partido Nacional, pero si hay voluntad de identificar a algún culpable de ello, debería buscarse entre quienes reivindican el “wilsonismo” pero nunca lograron reeditar el predominio de Wilson Ferreira entre los blancos.
Lo que sí se puede considerar un fracaso de Pedro Bordaberry es que, en un país cuyo mapa político se configuró a partir de la polarización entre el Frente Amplio y la oposición al Frente Amplio, nunca haya estado ni cerca de disputarle a sucesivos líderes del Partido Nacional el lugar principal en el campo opositor nacional. En realidad, el único escenario en el que pareció capaz de ocupar esa posición fue en el de la disputa por la intendencia de Montevideo en las elecciones de 2005, cuando logró apenas la cuarta parte de los votos y fue derrotado ampliamente por Ricardo Ehrlich: ese desempeño lo catapultó a la candidatura colorada presidencial en 2009, y ocurrió algo semejante a lo que plantea el “principio de Peter”: las personas ascienden hasta llegar a su nivel de incompetencia.
Hizo lo que podía, en el rango que va desde el abrazo al presidente Tabaré Vázquez en la plaza Independencia, el 19 de junio de 2007 (para apoyar el fallido intento de convertir esa fecha patria en un “día del nunca más”), hasta el abrazo a Luis Lacalle Pou, el 26 de octubre de 2014 (para apoyarlo en el balotaje y, según captó un micrófono indiscreto, ayudarlo a “hacer mierda” al mismo Vázquez). Lo que podía nunca fue suficiente.
Desgastada su figura en dos campañas presidenciales poco memorables; inviable ya como gran esperanza opositora, sobre todo después de que emergió Lacalle Pou; alejadas de él algunas figuras con las que pretendió ampliar la convocatoria de su sector; malherido por el crecimiento de Edgardo Novick -también modesto, pero suficiente para hacerle más que sombra-; salpicado “para más inri”, como dicen los españoles, por el escándalo de Cambio Nelson, Bordaberry reconoció lo evidente: que su presencia en las primeras filas de la política podía prolongarse, pero ya no lo llevaría más lejos de lo que había llegado, y tampoco le reportaría a su partido ningún nuevo beneficio.
Aceptar esa evidencia, como se empeñan en no hacerlo muchos otros líderes políticos uruguayos, tal vez fue uno de sus mejores momentos.