Desde hace unos días las redes sociales uruguayas se ven convulsionadas por debates sobre discriminación, a partir de un cartel colocado en la vía pública de un comercio gastronómico donde se coló una frase particular: “No se admiten perros ni mexicanos”. Uno de sus epicentros ha sido un tuit de quien suscribe, denunciando el mensaje estampado para su pública lectura.

Aparecen voces -no siempre identificables, dado el uso de variopintos seudónimos tuiteros- cuestionando severamente a quienes expresamos indignación por el contenido del cartel. Quiero detenerme en algunos argumentos repetidos centenares de veces en estas horas, en el entendido que constituyen lógicas de razonamiento presentes en diferentes contextos y que conllevan a aceptar, como si fuera intrínseco al concepto de libertad individual, la expresión de valoraciones con claras connotaciones agresivas hacia ciertos colectivos.

La línea de defensa esgrimida se resume en los siguientes ingredientes: la frase es una broma o ironía, es una cita cinéfila cuyo autor es Quentin Tarantino y, por tanto, ofenderse por su publicación constituye un acto de (inculta) intolerancia con clara vocación policial y búsqueda de amordazar la libertad personal.

Siempre el contexto importa

La supuesta intencionalidad graciosa no amerita mayores comentarios. “Chistes” machistas o xenófobos han sido siempre canales de agresividad y estigmatización. Imaginemos que alguien coloca un cartel en la puerta de su negocio escribiendo en tiza alguno de esos conocidos chistes, sin más aclaración, como llamador para potenciales compradores. No se haría esperar el repudio social y difícilmente emergieran defensores del emisor del mensaje.

El argumento de que los ofendidos son un conjunto de incultos incapaces de entender el sentido profundo de la frase por falta de “calle” o “boliche” (o cine) es de otro calibre por sus implicancias. Aceptemos por un momento -sólo por un momento- que efectivamente la frase es una invención originada en el brillante humor negro de Tarantino en los Ocho más odiados, como se ha señalado como verdad intelectualmente solvente en las discusiones tuiteras, pero también en todas las reseñas de prensa que leí sobre el tema.

Bajo esta premisa, la lógica subyacente es casi tenebrosa por autoritaria. Si cualquier ciudadano se encuentra con una afirmación rotundamente agresiva hacia algún colectivo colocada en un espacio público, no tiene derecho a ofenderse y menos a expresar su disconformidad. Debe respirar profundo y buscar en su maltrecho acervo intelectual para asegurarse que no proviene de alguna selecta obra o de eventos históricos que le den un segundo sentido. Si fracasa en el intento, no ofuscarse aún. Tiene por delante la obligación de pedir asesoramiento a otros conciudadanos con “más boliche” (no olvidar consultar a la comunidad tuitera). Sólo si se atraviesan esos pasos puede liberar su indignación ante la aislada frase.

Pero además, la premisa es falsa. La frase no es de autoría de Tarantino. Proviene de la desgarradora historia social norteamericana, de las más crueles evidencias de discriminación. Fundamentalmente en el sur de Estados Unidos, pero también en el resto de ese país y Canadá; en la primera mitad del siglo XX frente a tabernas, cantinas y otros espacios públicos se encontraban carteles con leves variantes: “se prohíbe el ingreso de perros y mexicanos”, “no se admiten ni perros ni chinos”, “prohibido el ingreso de perros, mexicanos y judíos”, “no perros ni negros” . El factor común, los perros, es acompañado en el cartel por la colectividad objeto de discriminación y exclusión.(1) Museos de historia social norteamericanos exponen muestras de estos oprobiosos carteles.

La genialidad de Tarantino radica en utilizar la frase y ubicarla en un marco de inclemencias climáticas y claustrofobia, haciéndosela pronunciar a un personaje negro, objeto habitual de discriminación en los mencionados carteles. En ese contexto, adquiere otro significado y dimensión, prácticamente opuesto al sentido literal y original. Pero afirmar que esa frase proviene del cine es no comprender ni siquiera el propio uso que hace el director de ella. Una frase sin contexto tiene un significado dado por su contenido explícito. Un cartel que reza “no se permite el ingreso de perros y mexicanos” dice eso y nada menos brutal que eso. Afirmar que nadie se puede ofender ante esa manifestación pública por no haber disfrutando de los Ocho más odiados excluye a 99% de la población del derecho a la indignación ante una frase con un sentido claramente discriminatorio, aun cuando a todas luces parece una broma. Frase, además, que solía marcar la exclusión de bares y cafés antes de que los movimientos sociales la hicieran socialmente inaceptable. Es en el emisor del mensaje, y no en quienes nos encontramos con una afirmación agresiva, donde radica la responsabilidad de darle sentido. ¿Aceptaríamos una ciudad plagada con frases fuertemente discriminadoras sólo porque provengan de fuentes supuestamente cultas o de culto?

Y los sujetos también

Permítanme realizar algunos pequeños ejercicios contrafactuales. Supongamos que en una selecta obra cinematográfica -quizá versiones de los Ocho más odiados con ligeras modificaciones- se pronuncian alternativamente las siguientes tres frases: “no se permite el ingreso de perros y negros”; “no se permite el ingreso de perros y judíos”; “no se permite el ingreso de perros y pieles rojas”. Las tres colectividades estuvieron presentes en los carteles que prohibían el ingreso a espacios públicos ya citados. Supongamos que en los tres casos se repite el evento visto en estos días y un comerciante montevideano escribe al pie del habitual pizarrón la frase de marras. ¿Cuál habría sido la reacción de la sociedad uruguaya en los tres casos? ¿Habría sido simétrica?

Creo que es bastante obvio que la respuesta es negativa. En el último caso, no habría pasado de algunos intercambios sobre el mal gusto del cartel, pero la discusión en redes sociales se apagaría lánguidamente en el correr de una mañana.

En los otros dos casos es probable que la situación fuera diametralmente distinta. En primer lugar, porque es hasta chocante pensar que alguien agregue ese tipo de afirmaciones haciendo referencia a dos colectividades constitutivas de la sociedad e identidad uruguaya, que además han sido objeto de persecución y discriminación nacional e internacional en distintos momentos de la historia contemporánea. El sano autocontrol evitaría una escena de esa naturaleza. Nadie lo vería con gusto a broma. En segundo lugar, si alguien supera esa natural barrera del raciocinio y publica la afirmación, la condena sería tan unánime y contundente que difícilmente habría discusión, y las voces que se elevarían para defender la actitud del comerciante con argumentos tan banales como los mencionados serían rápidamente acalladas por la indignación social.

No sucede lo mismo con los mexicanos porque no son una parte constitutiva relevante de la sociedad uruguaya; son un pueblo que consideramos cercano pero no integrante de nuestra vida social cotidiana. Cuanto más cercanos son nuestros vínculos, más airadamente respondemos y menos dispuestos estamos a aceptar expresiones de esta naturaleza. El hecho de que para algunos sea una broma admisible o de simple mal gusto habla de la lejanía de los sujetos “discriminados”. Podrá ser muy “humanamente entendible”, pero la asimetría, que estoy seguro operaría en la respuesta, habla de la presencia de cierta mentalidad aldeana en nosotros, según la cual la gravedad de la ofensa depende de quién es el ofendido. En esto también me corresponden las generales de la ley: no presumo de purismo, y es muy posible que el grado de mi indignación descanse en el hecho de que mi esposa es mexicana y dos de mis hijas cuentan con la misma nacionalidad.

Además de la cercanía relativa, el otro factor que diferenciaría con alta probabilidad nuestras reacciones es la percepción del grado de agresión al que esta sometido el sujeto objeto de la afirmación. Y en esto, la coyuntura internacional ubica a los mexicanos como un grupo humano vulnerable. Las características propias del proceso de discriminación, muy distintos entre grupos, hacen que el cuándo, cómo y quién condicionen también la descodificación de los mensajes.

Epílogo

Una sociedad integrada requiere establecer normas de conductas aceptables sobre la forma en la que se referencian los distintos colectivos, sin actitudes nihilistas o relativistas. Las redes sociales pueden ayudar a diseminar noticias, generar intercambios permanentes y democratizar la participación. También generan realidades nuevas, como los “hechos alternativos” citados en algunas campañas electorales que han dado el lugar a fenómenos como la “posverdad”.

Entiendo que el único resultado valioso del intercambio se asocia con desnaturalizar la agresividad referencial a grupos humanos. Que quienes participamos en estas discusiones cada vez más conscientemente nos interroguemos sobre la pertinencia de los contenidos comunicacionales. Y que importan los contextos. Una afirmación en espacios públicos sobre grupos sociales que no explicite los contextos puede herir por la contundencia de su agresividad intrínseca. Enmarcada en un relato diferente, la misma afirmación puede ser una herramienta poderosa de reconocimiento. Al usar afirmaciones potencialmente hirientes, es al emisor a quien le corresponde asegurar que el sentido del mensaje llegue de forma adecuada.

Esta historia comienza con un simple tuit, en el que expresé mi molestia con un cartel que considero discriminatorio. Confieso mi estupor ante la magnitud de la discusión generada y su grado de trascendencia, incluso fuera de fronteras. Un cartel es un cartel. Entiendo que el hecho de que un evento de este tipo adquiera una preponderancia como la acaecida banaliza los tópicos de fondo. Hay temas muchos más urticantes con respecto al racismo y las minorías, que no ocuparon en el último año ni una décima parte del espacio y esfuerzos que esta discusión ocupó en los últimos cinco días. Sólo para citar un ejemplo: la vida de los nuevos migrantes en Uruguay no genera este nivel de movilización. Ojalá que sirva para comenzar a relacionarnos mejor en una comunidad cada vez más diversa.

(1) México tuvo sus propias versiones de estos carteles. En algunas cantinas se advertía : “Prohibido el ingreso de perros, mujeres y uniformados”.