Antes de empezar la entrevista, Max me presenta al equipo de dirección del colegio: tres ingenieros de la Pontificia Universidad Católica de Chile, un publicista, una licenciada en Composición Musical y una asistente social. Ninguno supera los 30 años. Son, probablemente, la mejor versión del mercado bien entendido: ese espacio abierto a emprendedores decididos a mover cielo y tierra para realizar su proyecto. Como docente de Enseña Chile –hermana gemela de Enseña Uruguay e inspirada en Teach for América–, Max descubrió que su sueño era abrir un colegio en una comuna pobre de Santiago y así demostrar “que todos los niños, independientemente de donde vengan, pueden aprender”. Un empresario amigo, con larga experiencia en proyectos inmobiliarios, los ayudó con el fundraising, mientras que un grupo de estudiantes de ingeniería identificó cuatros zonas de alta vulnerabilidad social con oferta de colegios todavía insuficiente y malos puntajes Simce –Sistema de Medición de la Calidad de la Educación), los tests estandarizados que usa el Estado para medir la “calidad educativa”. Recorriendo esos territorios dieron con un baldío, propiedad del Ministerio de Vivienda, que, gestión mediante, ofreció el terreno en comodato. Finalmente, la fundación sostenedora del futuro colegio decidió destinar 100.000 dólares para que Max y su equipo pasaran todo 2013 en Estados Unidos capacitándose en el programa de liderazgo escolar ofrecido por la fundación Knowledge Is Power Program, la organización fundadora de Teach for America, que opera la red de escuelas chárter –similares a los particular-subvencionados chilenos– más grande del país.


Colegios como los de Max -sin fines de lucro, académica y socialmente inclusivos- son la excepción en Chile, donde casi 60% de los niños y los adolescentes asisten a establecimientos particular-subvencionados. La mayoría con fines de lucro; además de los vouchers, cobran una cuota mensual que varía según el estrato al que se apunta. Así que hay colegios particular-subvencionados para los pobres, para la clase media baja, para la media media y para la media alta.

La propiedad de los colegios, como en la mayoría de las industrias, está desigualmente distribuida. Algo más de 80% de las instituciones opera un solo colegio –dos a lo sumo), pero hay también grandes conglomerados de sociedades sostenedoras, que tienen estrechas conexiones con el poder político. Estos concentran una parte importante de la oferta; además, son los que están en mejores condiciones para lograr economías de escala y obtener utilidades por concepto de subvención o copago, o servicios contratados a empresas relacionadas.

Una amplia mayoría de particular-subvencionados practica algún tipo de selección académica para filtrar a los culturalmente desposeídos, no sea cosa que bajen los puntajes Simce. Es que buenos puntajes Simce se traducen en un reconocimiento oficial de “excelencia académica”, fundamental para hacer marketing. Por eso, para incentivar el reclutamiento de estudiantes “de contexto”, naturalmente más “caros” de educar, el Estado paga un adicional al voucher: la llamada Subvención Escolar Preferencial, que puede ser utilizada para contratar agencias especializadas en asistencia técnica educativa.

Los críticos al modelo chileno, respaldados en abundante evidencia científica, afirman que el mercado educacional presenta fallas inequívocas, con externalidades socialmente ineficientes. Como plantea Max, la información que reciben las familias siempre es incompleta. Que los colegios pueden seleccionar académicamente y cobrar matrícula a las familias significa que los primeros eligen a los segundos, y no al revés, como sugiere la teoría. Se supone que la competencia por el niño-voucher es incentivo suficiente para mejorar la calidad. Manipular la composición social y académica del alumnado para lograr buenos puntajes es, sin embargo, un atajo demasiado tentador.

La posibilidad de retirar utilidades supone también que al menos una parte de los recursos no será utilizada en la mejora educativa. Incluso cuando no hay lucro aparente, existen mecanismos para extraer ganancias, como abrir una inmobiliaria, construir el colegio y luego alquilar el edificio, con los servicios de mantenimiento incluidos, al sostenedor del colegio –todo con precios inflados–, que vendría a ser el dueño de la inmobiliaria y las empresas de mantenimiento. Construir un colegio es una vía muy segura de acumulación de activos, ya que el flujo de ingresos por concepto de voucher amortizará la inversión. Sólo se necesitan alumnos “cero falta”.

No llama la atención, entonces, que el punto más controvertido de la reforma haya sido la cuestión de los locales. El proyecto original del gobierno incluía varias disposiciones para evitar el lucro con dineros públicos. Pero los “empresarios” de la educación pusieron el grito en el cielo. Rápidamente lanzaron una campaña contraria a la reforma, que llegó a poner en la calle a miles de padres y madres que reclamaban el derecho a pagar por una mejor educación. La obligación de que los colegios compraran los edificios –con ayuda del Estado, obviamente– naufragó en la negociación parlamentaria. Pero, por lo menos ahora, si un colegio alquila la infraestructura, deberá demostrar que paga un precio de mercado.

Lo que el lobby patronal no logró modificar fue la disposición que obliga al sostenedor a constituirse en fundación sin fines de lucro. Los voceros del sector particular-subvencionado sostienen que el objetivo no declarado de esta medida es la desaparición total del sector, ya que en el largo plazo compromete seriamente su viabilidad financiera. Ello porque los sostenedores de colegios, constituidos en fundación, deberán endeudarse para adquirir los edificios antes propiedad de sociedades con fines de lucro. Sin activos de respaldo, pagarán un interés muy alto a los prestamistas y transferirán, así, el lucro al sector financiero. El pez gordo se come al chico.


Existe, no obstante, una alternativa: que la fundación sostenedora cuente con el apoyo de poderosos filántropos que aporten el capital originario. Ya regresados de Estados Unidos, Max y su equipo habían juntado cuatro millones y medio de dólares, lo necesario para iniciar la construcción del colegio. Era mayo de 2014, justo cuando el gobierno anunciaba el envío al Congreso de la ley que exige que los colegios beneficiarios de vouchers no tengan fines de lucro ni selección y sean gratuitos. “Y nosotros, felices, porque siempre concebimos el colegio así, y era una de nuestras creencias y pilares”. Había, sin embargo, un problema: “Un párrafo decía que iba a regular la apertura de nuevos colegios particular-subvencionados, dependiendo de la oferta y demanda del sector. El discurso era fortalecer la educación pública, así que abrir el colegio iba a ser un golpe muy bajo a los colegios públicos de la comuna”.

La incertidumbre política los obligó entonces a postergar la obra y explorar la alternativa de comprar un colegio ya existente. Pusieron un aviso en el diario: “Fundación compra colegio”, y recibieron más de 100 ofertas. “Y vimos de todo. Vimos sostenedores canallas, que decían: ‘Vendo el colegio porque los moteles que tengo en el centro son mucho más rentables; el colegio es un cacho’. Y había otro sostenedor que tenía el colegio totalmente botado, pero era el colegio de la comuna y tenía unos televisores led en todos los patios, y era una mierda de colegio, y él los tenía a todos engañados: estaban 100% para el negocio”. También visitaron colegios que, según Max, eran “sustancialmente mejores que a los que sus alumnos podrían haber accedido si no existiera esta alternativa”.

El plan original de Max y compañía pudo finalmente concretarse. Ahora ellos operan como incubadoras de profesores emprendedores que puedan replicar la experiencia: “Nos interesa que se vuelvan buenos profesores y que desarrollen una idea de liderazgo; nuestro sueño es que puedan abrir su propio colegio”. Un sueño que muchos quisieran para Uruguay, a pesar de que sin financiamiento vía vouchers la expansión de la enseñanza privada tiene un techo evidente.

Experiencias como las de Max representan un riesgo político mayúsculo para quienes creen que la igualdad de oportunidades está inexorablemente ligada a la capacidad del Estado de proveer bienes públicos de calidad. No es necesario que fracasen los intentos de reformar la educación pública: alcanza simplemente con que la sensación de fracaso represente el sentir de las masas para que los gurúes de la privatización se vuelvan la única alternativa viable. Creer que en Uruguay estamos lejos de que eso suceda equivale a querer tapar el sol con un dedo. Que la evidencia indique que las escuelas chárter estadounidenses o las particular-subvencionadas chilenas de hecho aumentan la desigualdad educativa es totalmente irrelevante. En la guerra de posiciones, lo relevante es que colegios como los de Max demuestren en la práctica que el privilegio de algunos podría ser un derecho de todos, a condición de que el Estado se digne, finalmente, pasarles la posta a quienes sí están dispuestos a sacrificarse: esos emprendedores que encarnan la versión más humanitaria del mercado. No un mercado de empresarios inescrupulosos, de fundamentalistas apologetas de la mano invisible. El mercado, sí, de aquellos apóstoles capaces de predicar con la desesperación de los humildes e interpretar el hastío de las clases medias, el mercado de quienes saben tejer alianzas múltiples y movilizar redes globales de conocimiento e innovación, el mercado de los decididos a reunir saberes expertos y a juntar los dineros necesarios para transformar un sueño en testimonio. El riesgo es que sean estos emprendedores quienes terminen liderando el gran salto hacia adelante. Caballos que, como en Troya, a la larga destruyen las fortalezas que todos creíamos inexpugnables.

Gabriel Chouhy - Sociólogo