El debate acerca del ya famoso cartel del restaurante de Pocitos, la frase de la película de Quentin Tarantino (Los ocho más odiados, 2015) y la reacción de las autoridades (municipales y nacionales) ha desatado toda una gama de comentarios, desde alegatos radicales llamando a combatir la discriminación -incluyendo pedidos de prisión y la hoguera para los propietarios del local- hasta la defensa de la libertad de expresión como derecho absoluto.

En todo caso, el debate vale la pena. Por un lado, muestra que los uruguayos mantienen en su ADN -tradición republicana y dictadura mediante- el rechazo frontal a cualquier forma autoritaria de dirigir la sociedad y a cualquier forma de restricción gubernamental de las libertades fundamentales. También exhibe que buena parte de la población está comprometida con la lucha contra toda forma de discriminación por cualquier motivo (raza, género, nacionalidad, orientación sexual, etcétera) y reclama medidas concretas del Estado para que la igualdad sea efectiva y no meramente declarativa. Una versión moderna del viejo y aparente conflicto entre libertad e igualdad.

Ahora bien, ¿por qué razón este debate escaló hasta niveles de polarización que parecían difíciles de imaginar en un contexto democrático como el uruguayo? Me temo que el famoso cartel hizo saltar una llave térmica que ya estaba recalentada. Aunque creemos que estos temas están resueltos en la sociedad uruguaya, en realidad existe una discusión no saldada sobre la existencia de discriminación y qué instrumentos y medidas puede o debe promover el Estado para superar ese estado de cosas.

De hecho, a propósito del incidente, la reacción en las redes sociales y en los medios de comunicación no refiere tanto a la frase en cuestión, ni a la película de Tarantino, ni siquiera a si el cartel buscaba impedir el ingreso de personas de nacionalidad mexicana (extremo descartado por los propios dueños, por la falta de pruebas en ese sentido y por el sentido común). El debate sustantivo refiere a la posibilidad de que el Estado aplique una especie de sanción objetiva a los propietarios del local por haber estampado en la vía pública expresiones discriminatorias con notoria torpeza o fuera de contexto.

Se trata de una tendencia creciente en Uruguay y en otras partes de la región. Diversos sectores sociales llaman a sancionar e incluso a penalizar expresiones discriminatorias o “de odio”, y que ello se haga de manera objetiva, sin valorar ningún requisito de intención, contexto, lugar o medio utilizado. Obviamente, esto se sustenta en una realidad innegable: habitamos el continente más desigual del mundo y, en el transcurso de 500 años, se han enquistado en nuestras sociedades prácticas y una cultura (hundida capilarmente) de discriminación contra grupos históricamente postergados en todos los planos, como los pueblos indígenas, los afrodescendientes, las mujeres y las personas LGBTI. Con lo cual hay que subrayar: es una obligación de los estados, en un contexto como el americano, promover la igualdad y establecer políticas públicas contra todas las formas de discriminación.

El punto siempre radica en cómo promover la igualdad sin silenciar a su vez a las expresiones culturales humorísticas, que apelan muchas veces al decir y al golpe de “lo popular”. También es necesario entender que amplios sectores perciben que los movimientos a favor de la no discriminación les quieren embuchar su prédica a la fuerza. Se trata de un choque de concepciones, catalizado por las redes sociales, y uno de los varios factores que los analistas señalan como causante de fenómenos como el de la llegada de Donald Trump a la presidencia en Estados Unidos o el resurgimiento de la derecha nacionalista en Europa. Por diversos factores (generacionales, el racismo heredado, el miedo a la globalización, o el simple derecho a ir contra la corriente), muchos se sienten agobiados por la presión social que ejerce el establishment de “lo políticamente correcto”. Y esto también es lo que parece haber surgido en Uruguay con el cartel del café de Pocitos y los enredos que siguieron al tuit recargado del decano de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de la República, Rodrigo Arim.

A mi juicio, los derechos a la igualdad y a la libertad de expresión se refuerzan mutuamente y tienen una relación afirmativa, en tanto ambos son la garantía y salvaguarda de la dignidad humana. Para ello hay que apelar a los principios fundamentales.

Desde el punto de vista de la libertad de expresión, hay una respuesta jurídica a la cuestión de si las expresiones discriminatorias merecen ser sancionadas y censuradas. Según el artículo 13 de la Convención Americana de Derechos Humanos, ratificada por Uruguay, únicamente debe ser objeto de sanción penal el discurso de “incitación a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas”. Las expresiones discriminatorias per se no deberían ser objeto de sanción en una sociedad democrática, y para determinar cuándo un discurso “incita a la violencia o acciones ilegales” hay que tomar en cuenta una serie de criterios muy estrictos: el contexto social y político prevalente; la posición o el estatus social del emisor del discurso; la intención del emisor del discurso; el contenido o la forma del discurso, que puede incluir la evaluación de hasta qué grado el discurso fue provocador y directo; el ámbito del discurso, incluyendo elementos como el alcance del discurso, su naturaleza pública, la magnitud y el tamaño de la audiencia; y la posibilidad, incluso la inminencia, de que exista una probabilidad razonable de que el discurso tenga éxito en incitar a una acción real contra el grupo al que se dirige.

El sentido detrás del marco jurídico que acabo de explicar es que una idea o expresión equivocada no va a desaparecer, ni dejará de circular en la sociedad, por el mero hecho de censurarla o prohibirla. Una idea censurada, por aberrante que sea, estará allí, agazapada, lista para saltar a la luz pública en algún momento, y tal vez de la peor forma, arropada por líderes que promueven expresiones y políticas racistas o xenófobas. La otra sabia prevención de la Convención Americana de los Derechos Humanos radica en el carácter problemático para la sociedad democrática de las normas que sancionan expresiones, sobre todo porque algunos gobiernos las utilizan para criminalizar a líderes sociales, periodistas o medios de comunicación, haciendo interpretaciones que manipulan normas vagas o ambiguas de ese tipo.

Pensemos a partir de este caso. Si prosperan sanciones contra los autores de este cartel, ¿qué seguirá luego? Si las autoridades nacionales reaccionaran con tanta diligencia frente a todas las expresiones discriminatorias por su tenor literal, sería interminable el desfile por los juzgados de periodistas, sindicalistas, dirigentes políticos, murguistas, humoristas, deportistas, columnistas, directores de teatro, etcétera. Por esa razón, el artículo pertinente de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual reprodujo el artículo preciso y estricto de la Convención Americana de Derechos Humanos para advertir de la no discriminación sin afectar el funcionamiento de los comunicadores.

En conclusión, el marco jurídico nacional e internacional es el adecuado, porque la libertad de expresión debe gozar de un amplio margen de protección. Es un derecho que hay que defender en su frontera, allí donde se manifiesta también aquello que nos revuelve las tripas: si la red de sanciones es muy densa, demasiados peces quedarán atrapados. Hay que derrotar a las expresiones discriminatorias en el debate y en la arena pública, en el libre intercambio de ideas y, a más largo plazo, en todos los niveles de la educación. Aquí también es importante el papel de los medios de comunicación, dado que los comunicadores deberían adoptar y hacer conocer su código de ética al respecto (ver el Código de Ética de la Asociación de la Prensa Uruguaya).

Es legítimo combatir la discriminación y la incitación a la violencia contra cualquier grupo, pero en una sociedad democrática es desproporcionado sancionar -sobre todo penalmente- expresiones que pueden ser discriminatorias, chocantes o equivocadas respecto de distintos colectivos.

Por otra parte, quienes nos consideramos del lado de “los buenos”, los “bienpensantes” y respetuosos de los derechos humanos, deberíamos preguntarnos por qué razón tanta gente sigue sin entendernos. Cuál es la razón de que buena parte de la sociedad no destierre expresiones abiertamente discriminatorias (en eso los uruguayos somos campeones) y no adopte estilos de vida de respeto hacia los grupos más vulnerados, hacia los migrantes y hacia las minorías.

Algo estamos haciendo mal y, pese a todos los avances jurídicos en materia de no discriminación registrados en las últimas dos décadas, aún mucha gente piensa que en realidad se le quiere imponer un estilo de vida que no comparte. Sancionar, prohibir, penalizar o enviar a alguien a la hoguera de las redes no va a mejorar las cosas: va a promover una grieta social aun mayor y una reacción aun más intolerante, sin perjuicio del efecto inhibitorio que tendrá en la expresión de ideas y opiniones que puedan considerarse chocantes u ofensivas.

Edison Lanza Relator especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.