Uruguay ratificó en 2014 el Protocolo de Nagoya, que parte del Convenio sobre la Diversidad Biológica (aprobado en Río de Janeiro en 1992) y se enfoca en el “acceso a los recursos genéticos y participación justa y equitativa en los beneficios que se deriven de su utilización”. El protocolo entró en vigencia con el ingreso de Uruguay y hoy son 96 los países que lo han ratificado.

Sabiendo que de buenas a primeras es difícil resumir de qué va el protocolo, Alejandro Nario, titular de la Dirección Nacional de Medio Ambiente (Dinama-Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente, MVOTMA), explicó ayer que en definitiva se trata de “cómo el país se apropia de un recurso nacional y distribuye la ganancia asociada a eso. Y desde una posición de mi partido y de gobierno, donde es claro cómo hay que distribuir eso, la discusión está en si los beneficios asociados a esa semilla criolla que luego de cinco o seis generaciones se viene cuidando y tiene características adaptadas a nuestro país, o esa planta natural, o ese ADN que se generó, permite tener una ganancia, y quién se apropia de ella. De lo que estamos hablando es de soberanía”. Nario abrió así un taller del proyecto “Fortalecimiento de recursos humanos, marcos legales y desarrollo de capacidades institucionales para la implementación del Protocolo de Nagoya”, que desarrollan desde 2016 el MVOTMA, el Fondo Mundial para el Medio Ambiente y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. El proyecto se desarrolla en 24 países y se ajustará a las necesidades de cada uno. En diálogo con la diaria, Nario afirmó que Uruguay buscará legislar este año. De todo esto se habló ayer en un taller dictado por Alejandro Lago, el coordinador global del proyecto; entre los participantes había integrantes de la Dinama, el Sistema Nacional de Áreas Protegidas, el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca, el Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria, la Facultad de Agronomía, el Ministerio de Educación y Cultura y de proyectos de organismos internacionales.

Investiguen

Para graficar de qué se trata todo esto, Lago mostró un video de Colombia titulado “¿Cómo funcionan los flujos económicos en el acceso a recurso genéticos?” (disponible en Youtube), que trata sobre el potencial de la biodiversidad y, específicamente, sobre “los recursos genéticos como motor de desarrollo sostenible”. En concreto, se explica que las industrias agrícola, cosmética, botánica, de alimentos y bebidas, de biotecnología y farmacéutica han sabido aprovechar esos recursos y los estudian permanentemente. Detalla que “institutos de investigación, universidades y empresas privadas estudian los recursos genéticos y sus productos derivados contenidos en animales, plantas y microorganismos con el fin de identificar propiedades benéficas y así aumentar el conocimiento científico o desarrollar nuevos productos”. El video pone el ejemplo de una empresa que desarrolló un colorante natural azul para la industria alimenticia, de cosmética y cuidado personal, a partir de la jagua, una fruta de la región. Para eso la empresa firmó un contrato con el Estado, que es el dueño del recurso, y se explica que el pago puede ser monetario o de transferencia de tecnologías; así se apoya a comunidades locales para la comercialización de sus productos.

Además de permitir el acceso a los recursos genéticos, el protocolo se refiere al acceso a los conocimientos adicionales asociados a esos recursos, aclaró Lago, puesto que los investigadores no buscarán al azar, sino sobre aquello de que quienes conocen los recursos ya dieron pistas.

El protocolo busca que los estados establezcan las condiciones para facilitar el acceso a sus recursos genéticos; “a pesar de que uno tiene soberanía, los debe legislar con miras a que se sigan utilizando y nos sigamos desarrollando”, expresó Lago. Agregó que muchas veces se piensa en convenios que permitan grandes flujos de dinero de los países ricos, pero aclaró que en este protocolo “en el corazón del sistema lo que hay no está en los flujos económicos, que también están ahí, sino que lo que se intenta hacer es que la gran riqueza en biodiversidad suponga una oportunidad para acceder a transferencia de conocimientos, para acceder a transferencia de investigación, de innovación, de ciertas capacidades tecnológicas, transferencia de tecnología”, es decir, utilizar la biodiversidad y los recursos genéticos del país “a cambio de recursos tecnológicos, conocimientos tecnológicos y la industria del conocimiento”, detalló.

El convenio obliga a los países que lo ratifican a vigilar la utilización de sus recursos genéticos y a establecer puntos de control o de verificación; Lago mencionó que un punto de control son las oficinas de propiedad intelectual, que al registrar un producto suelen pedir la demostración sobre de dónde viene; o puede ser al momento de la comercialización de los productos tecnológicos, porque no necesariamente todos los productos son patentados, como los cosméticos, por ejemplo. Cada país deberá llevar su propio registro y comunicárselo al Centro de Intercambio de Información Sobre Acceso y Participación en los Beneficios (ABS-CH, por sus siglas en inglés), plataforma digital que posibilita el funcionamiento del Protocolo de Nagoya. A su vez, cada país deberá pedir a los usuarios la información sobre el origen de los recursos genéticos que usa, si tiene un contrato, en qué se está usando un producto y el certificado internacional de cumplimiento. De esa forma, se detectarán incumplimientos o usos no declarados. A su vez, cada país deberá tener acceso simplificado para investigación no comercial y para situaciones de emergencia para la salud humana, animal y vegetal.

Desde el público, una agrónoma señaló que “la pata más floja” del protocolo “es la brecha entre los beneficios de las personas que usan lo recursos genéticos y el Estado”, y afirmó que los beneficios “no siempre llegan a la escala pequeña”. Por otra parte, reclamó que “a nivel nacional algunas instituciones trabajan con el material genético que está en manos de gente que los tiene y los ha cuidado, y que si no hubiera tenido interés en cuidarlos hubiera desaparecido”, y que “el vínculo no siempre es muy ético y protegido”. Por eso pidió “hilar muy fino si de verdad queremos proteger esos recursos a nivel local”, porque “no podemos ser ingenuos y pensar que un actor local va a tener el mismo poder que una empresa multinacional”. Lago dijo estar de acuerdo con ella y señaló que muchas veces quien hace “biopiratería” es un investigador nacional, que es quien conoce el territorio. Anunció que las normas de protección que plantea el protocolo contribuirán a que eso no suceda.

Uruguay tendrá un segundo desafío, que es la definición de las comunidades locales. En el taller de ayer había integrantes del Consejo de la Nación Charrúa y Mundo Afro, con quienes comenzaron a trabajar en 2016. Habrá que ver cómo será el registro de los recursos genéticos, cómo se va a negociar con las comunidades locales, qué es una comunidad local y cómo se reparten esos beneficios, explicó Nario. En cuanto al alcance, detalló que “implica que hay una negociación entre el país y la empresa o el centro de investigación que lo quiere utilizar y, a su vez, con la comunidad local, en caso de que exista una comunidad local que sea la que esté en apropiación de ese uso natural o de un conocimiento específico”.