En un festival pasan cosas, pero también él hace que le pasen cosas a la ciudad, al público, al teatro. Por la personalidad social y de cuerpo suelto de su público y sus artistas, un festival de danza contemporánea llena las plateas de conversaciones y risas, llena la ropería del teatro de bultos que no caben en el locker: mochilas, bolsas, bolsitas; llena los pasillos de olor a óleo 31 (la droga de los bailarines); hace que la gente viaje y vuelva a casa tarde aunque madrugue porque es martes; que artistas se encuentren; que salas e institutos sean habitados por gente que estira en los rincones y camina portando alta conciencia postural.

La sexta edición del Festival Internacional de Danza Contemporánea del Uruguay (FIDCU, dirigido por Paula Giuria) fue “enorme”, como me dijo un amigo al ver el catálogo y como se evidencia al repasar la cantidad de imágenes, emociones, pensamientos y sensaciones que se movieron en esta semana. Además de una oferta de actividades que pone nerviosa a cualquier agenda más o menos apretada, es la pesadilla del espectador antisocial y el paraíso de quien piensa y disfruta del ir al teatro como una experiencia de encuentro y ritual compartido.

A diferencia de otros años, en los que la línea curatorial era más homogénea, la programación no sólo varió en cuanto a las trayectorias -vimos estrellas consagradas, como Vera Mantero, primeras obras de coreógrafas como la de Julieta Malaneschii, adolescentes de Rocha y Maldonado, artistas internacionales emergentes, performers, músicos e inventores en escena-, sino también en cuanto a estéticas y lenguajes. Hubo estéticas experimentales, archivos de la historia de la danza, propuestas altamente teatrales, expresionistas, minimalistas, ficcionales, improvisadas, plásticamente cuidadas, en proceso y consagradas, obras nuevas o modificadas, trabajos que fueron fruto de encuentros y de colaboraciones remotas, preguntas en forma de obra y obras envueltas en palabras y textos.

Ante esta variedad, y reuniendo a muchos espectadores que circulan y comentan las obras que van viendo, un festival implica inevitablemente la formación de consensos y tendencias, de conversaciones y rumores que van instalando la percepción de que “esta obra sí” y “esa otra ni ahí”, de que “me rompió la cabeza” o que “le falta”. Este rol o hábito aparece en toda comunidad de espectadores, y aunque se adecua a lógicas curatoriales y de identificación de tendencias, también permea la experiencia de quienes viven las obras influenciados por el modo en que afectan a quienes los rodean. El dispositivo teatral se muestra así como una especie de maqueta de lo social y de su modo de producir comunidad, comunidades, consumos, círculos de distinción.

Este FIDCU, sin embargo, puso en su menú a obras difíciles de clasificar, donde el “me gusta” no se aplica o no es suficiente, donde es difícil construir consensos o donde los consensos existentes se tambalean. Obras que abrieron el disenso y la perplejidad; lindos estados para habitar ante un fenómeno artístico. Un festival es también un formador de sensibilidades compartidas, y por eso las relaciones y colectivos que se activan en él son tan importantes, y pueden engendrar desde hospitalidad y crítica constructiva hasta antagonismo y competencia entre obras y artistas. El acontecimiento también es político.

Cóctel coreográfico

Después de un estado de ebriedad, la resaca es una bruma desde la que se recuerdan sólo los momentos más impactantes de lo vivido; el FIDCU, cual sobredosis de danza, deja al terminar un archivo inevitablemente selectivo y subjetivo de lo que pasó, el registro de los subidones de una programación extensa.

En ese sentido, mi recorrido empieza por la penúltima obra del festival, Olympia, en la que Vera Mantero realiza con pocos recursos, usados con extrema delicadeza, una obra bellísima y llena de humor, un estudio gestual y pictórico que, dialogando con Édouard Manet y con Asfixiante cultura, de Jean Dubuffet, propone un solo femenino que desde lo concreto levanta infinitas imágenes y momentos. Una mujer tendida sobre una cama, leyendo, sobre fondo negro, recortada. Mantero existe en un círculo de luz que hace desaparecer todo su entorno y que pone sobre la cama una coreografía hecha por un cuerpo que domina con precisión sus tensiones e intenciones, sin grandes despliegues espaciales; una coreografía intensiva más que extensiva, de tono muscular bajo, que sin embargo nos lleva a lo alto de la belleza estética; una coreografía basada en un cuerpo que se posa y sus micromomentos, en todo lo que no cabe en la imagen, en todo lo que sucede entre el cuerpo y sus posibilidades de retrato, con el foco puesto en el durante.

Otra de las obras potentes fue la presentada por la compañía Chroma Teatro (España), que con sus mujeres fuertes y encendidas, prendidas a la barra de no ballet, ofrecieron en Sapucay una inmersión física y ambiental en un mundo simbólico y material abyecto, en una sexualidad hirviente y directa que, desdibujando los límites entre lo masculinizado y lo femenino pero no estereotípicamente femenino, nos confrontó con cuerpos que gritaban estados y desbordaban erotismo y violencia. “¡¡Está caliente la indiada!!”. Escenario chico e infierno grande, danza costumbrista, Sapucay es una comedia negra y expresionista sobre un espacio no identificado pero con infinitas marcas identificables.

Por su parte, Gag, del colectivo brasileño-español Qualquer y con la creación e interpretación de Luciana Chieregati, presentó una mujer en escena, o un cuerpo intentando decir, o un cuerpo que se mueve para no decir, o una bailarina en problemas, o la afasia de la palabra sorda, o la multiplicidad de un único cuerpo, o la maleabilidad del gesto, o la intersección entre palabra y danza, o la presencia de un cuerpo-amplificador en el centro del escenario, o la violencia siendo vecina del humor, o el humor que se basa en la opresión del cuerpo, o la música brasileña, o el romance ridiculizado, o lo ridículo del ridículo, o lo serio del ridículo, o tomarnos el primer avión con destino a la felicidad. La consideración de demasiadas posibilidades y un solo cuerpo en un trance intraducible y grotescamente conmovedor.

En los bordes de la danza, la obra del portugués João dos Santos Martins compartió con otras, como Barco Dance Collection (Machado), Videoclip (Conde y Leite) u Overstatement (Ketilsdóttir) una reflexión sobre el propio medio dancístico, la figura del bailarín, sus historias y sus posibilidades. Esta obsesión de pensarse a sí misma que la danza contemporánea comparte con otros lenguajes y perspectivas homónimas, da a veces lugar a propuestas un tanto herméticas o al menos endogámicas respecto de las lógicas del campo artístico, y en otras ocasiones a interesantes miradas donde el medio es explorado performativamente, creando configuraciones escénicas que alcanzan también a los no entendidos. Fue ese el caso de Proyecto continuado, que hizo un recorrido por la historia de la danza espectáculo occidental, empezando por Isadora Duncan, su técnica del plexo solar y su abordaje espiritualista, y llegando a la danza conceptual, el contact, Jane Fonda y el entusiasmo, la búsqueda de autonomía, los clichés de la danza, la sensualidad no siempre asumida de su práctica (y no sólo de su presentación), la belleza de la técnica, el “fin de...” y la deconstrucción de la forma y de la danza por parte de la propia danza. El elenco de esta obra nos paseó por diferentes paradigmas dancísticos y momentos de la historia del arte y sus filosofías, buscando reconectar con un pasado para continuarlo, para ser continuados por él, para pensar en el rol de los cuerpos en el devenir de la historia. “Si indagamos en el verdadero origen de la danza, si vamos a la naturaleza, encontraremos que la danza del futuro es la danza del pasado, la danza de la eternidad, y ha sido y siempre será la misma”, escribía Isadora Duncan.

Otro de los recuerdos del festival que siguen latiendo es el de Hormigonera -Del Pino, Rodríguez Tricot, Rossi Giordano, Ruétalo Luccini y Skrycky-, investigación que inauguró el FIDCU y que, presentada como proceso, resultó una obra hipnótica en la que sus creadores están presentes con la función de mover objetos, activar dispositivos y dejarlos hablar. La poética de la prueba, la concepción del coreógrafo como inventor que mezcla creatividad, ingeniería y espíritu gambiarra (de improvisación con lo que hay) para mover el mundo, el estudio físico y material del universo que nos rodea, la creación de submundos dentro de él, el tratar al objeto como a un camarada, compartir la belleza de las cosas simples, compartir recetas de cosas complejas. Hormigonera sigue en proceso durante los próximos meses y se estrenará en el Cerro. Estos artistas, con conocimiento de técnicos y experiencia profesional en ese rol, cuentan con sus herramientas y con una formación basada en la observación de decenas de procesos, de cientos de modos de trabajar de otros artistas para quienes trabajaron, están familiarizados con decenas de elementos y materiales que piden y dan cosas diferentes. Por otra parte, con su estética austera en simbolismo y representación, con su investigación de la calidad de movimientos y de pesos, Hormigonera quizá no esté tan lejos de entusiastas de la historia de la danza como Loie Fuller y sus intentos de dar luz e imagen a enormes telas-vestuario en movimiento, o de los descubrimientos que, en términos de volumen y masa, debe haber hecho Doris Humphrey con su propio cuerpo mediante la técnica que denominó “fall and recovery” (caída y recuperación).

Mucha más danza sucedió en este FIDCU; mucha obra con parlantes en escena, mucho ruido de animal, una compañía formada por muchos coreógrafos y un solo bailarín, danzas que sólo podrían ser descritas recurriendo a acontecimientos anatómicos, obras que te hacían respirar con ellas, el pensamiento del cuerpo, el cuerpo como pista o como huella, el cuerpo como marca, enigmas y ofrendas, declaraciones y extinciones, telepatía y superhéroes, investigaciones del ritual y sus formas, abstracciones, miel con cúrcuma, pogos de cuerpos sin cara, muestra de procesos y procesos de muestra, lobby, desencuentros, reencuentros no esperados y esperados, planes a futuro, deseos descubiertos, pensamiento del cuerpo, de las articulaciones, de los músculos, de la piel, de los tendones, de la borrachera del baile final y sus consecuencias cognitivas y afectivas.