Para que nadie se considere engañado por el título: esta nota no es sobre el pensamiento ni sobre la acción política del difunto dirigente histórico tupamaro Eleuterio Fernández Huidobro. El título hace referencia, en efecto, al libro que la periodista María Urruzola acaba de publicar sobre esas cuestiones, pero lo que sigue no versa sobre el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, ni sobre sus dirigentes, ni sobre sus métodos de acción política, ni sobre sus formas de financiación. A miles de uruguayos les llegó una copia electrónica del libro de Urruzola vía Whatsapp el mismo día en que se puso a la venta o en los días posteriores. Esta nota es sobre los que escriben los libros -y aspiran a vivir de esa actividad-, en general, y lo que ocurre cuando la tecnología permite reproducir infinitamente su trabajo sin costo alguno.
Repasemos los hechos, en forma muy breve. Una copia electrónica del libro de Urruzola se filtró el mismo día en que el libro se puso a la venta. Muchos especularon con la hipótesis de que se tratara de una operación para afectar a la editorial y a la autora. Algunas personas se quejaron de la presunta maniobra, incluso hubo quienes anunciaron que comprarían el libro como gesto de solidaridad, cuando originalmente no tenían intención de hacerlo. Otros aprovecharon la oportunidad para garronear una copia. Incluso los perfiles de Facebook de gente que se opuso con uñas y dientes a la ley “de las fotocopias” (recuérdese que el año pasado se llevó a cabo un debate acerca de la legalidad de las fotocopias, en un clima de gran encono) se convirtieron en puntos de encuentro entre usufructuarios de la copia pirata y personas que la pedían, y, por lo tanto, en centros de distribución del material ilegal.
-Lo quiero leer pero no lo quiero comprar. ¿Me lo manda, Fulano?
-Desde luego, yo se lo mando.
-Gracias, pero ya me lo mandó Perengano.
Muchas personas reconocieron alegremente haber leído el libro en una copia pirata, entre ellos un ex legislador y ex ministro de larga trayectoria política.
El libro de Urruzola probablemente pasará a la historia como el primero que tuvo distribución masiva en Uruguay mediante los nuevos mecanismos que ofrece la tecnología de la comunicación: hoy fue Whatsapp, mañana será otro medio.
Hubo quienes especularon con que se había tratado de una operación de propaganda. Aparentemente, el libro se vendió bien en las librerías, así que no habría que descartar esa hipótesis. Lo importante del caso no es determinar si el libro empezó a circular como parte de una estrategia de difusión de la propia editorial o si se filtró producto de un sabotaje de los presuntos damnificados por el contenido de la obra. Lo importante es observar que el libro se difundió porque era posible: porque no cuesta absolutamente nada enviarle una copia a cada uruguayo que tenga un smartphone. Con independencia de las intenciones, existe la posibilidad de hacerlo. Y todo lo que es posible se terminará haciendo, más tarde o más temprano, por unas motivaciones o por otras. Mañana se tratará de un libro de recetas de cocina, o uno infantil, u otro libro sobre la historia reciente. Las intenciones serán otras o las mismas, tanto da. La tecnología lo habilita, y difundir esas obras masivamente sólo depende de la voluntad de quienes las difunden, cualesquiera que fueren los propósitos, sanos o malsanos.
La pregunta es: ¿de qué van a vivir los que escriben los libros cuando este fenómeno que ahora es novedoso sea perfectamente normal, cuando lo habitual sea que los libros circulen gratis por mecanismos electrónicos al mismo tiempo que se editan en papel? ¿O acaso desaparecerán los libros?
En este caso la autora y la editorial pueden no haber salido perjudicadas; ya se consignó que el libro se vendió bien en librerías. Pero nadie paga por algo que puede conseguir gratis. Y los libros ya se pueden conseguir gratis. Ni siquiera es necesario ir a buscarlos a algún oscuro sitio de descarga de material pirata lleno de propaganda pornográfica que le salta a uno a la cara: ahora llegan al teléfono, incluso aunque no hayan sido pedidos. Algunos habrán comprado este libro porque no apoyan la piratería; otros, por considerarlo un deber moral ante lo que entienden que es un boicot, una operación política; otros, porque no tienen un teléfono que soporte aplicaciones como Whatsapp o porque no les gusta leer en la pantalla.
Las anteriores razones pueden ser separadas en tres grupos: a) falta de acceso a la tecnología apropiada; b) algún tipo de preferencia por el soporte papel; c) militancia política o convicciones morales.
Es obvio que el primer factor está en evidente declive. Y el último no puede ser el soporte de una industria. Los libros seguirán siendo comprados en la medida en que haya gente que tenga algún tipo de preferencia por el soporte papel. No van a desaparecer los libros de fotografía, ni los de arte en general, ni los de arquitectura, pero ¿qué pasará con las novelas, los libros de investigación periodística, los libros que, en general, son valiosos por sus textos y no por sus imágenes o por su soporte? Si nadie los compra, ¿quién va a escribirlos? Siempre habrá gente que tendrá su existencia material asegurada y que podrá escribir libros por mero placer y ponerlos a disposición del público, pero ¿quién se ocupará de escribir profesionalmente en un mundo en el que su trabajo circulará libremente y sólo será remunerado por aquellos que por militancia o por convicciones morales deseen hacerlo?
En el capitalismo, los creadores viven de las regalías, reguladas por los derechos de propiedad que dejan las ventas de objetos concretos -libros, discos- que sirven de soporte para sus obras. Esta forma de sostener e incentivar la creación es propia y específica de cierto sistema económico, pero también de cierto período del desarrollo de las tecnologías de la información. Acceder a un libro o a un disco era relativamente difícil hasta hace no mucho tiempo. Para acceder a una obra era necesario acceder a ese objeto concreto que funcionaba de soporte de la información y que no era abundante porque no era fácil de reproducir. Pero las cosas han cambiado muchísimo en muy poco tiempo. En los últimos tres lustros las múltiples posibilidades, legales e ilegales, de acceder a obras en soportes digitales han hecho posible que cualquiera pueda disponer de un equivalente moderno de la legendaria biblioteca de Alejandría en su computadora portátil de unos pocos cientos de dólares. En un mundo donde esto es posible -y en el cual la tendencia es a la profundización de este fenómeno-, la forma de sostener e incentivar las actividades creativas ya no puede depender de los beneficios que la venta de ciertos bienes concretos pueda generar.
En dos notas anteriores (en Brecha (1) y en el blog de Razones y Personas (2)) sostuve que una alternativa posible era pagarles a los creadores para que crearan. Sostuve que esto no es estrictamente una novedad, ya que la humanidad lleva haciendo algo análogo con los científicos que hacen investigación fundamental desde hace ya bastante tiempo. Se les paga para que produzcan y luego sus productos se incorporan al patrimonio común y cualquiera puede usarlos sin restricción alguna.
Existe al menos un país que lleva muchos años subvencionando a los artistas con aparente éxito: Islandia.(3) En los años 70 el Parlamento de la isla aprobó una ley de subvenciones para escritores, artistas plásticos y compositores. En los años 90 se aprobó la ley que todavía está vigente en ese país, que extiende esos sueldos a otras categorías de creadores: fotógrafos, músicos y diseñadores, que, sumadas a las tres originales, conforman las seis categorías actuales que abarca el subsidio.
Hay que admitir que el hecho de recibir una remuneración puede condicionar el trabajo de los creadores. Pero es en el caso de los periodistas en el que, quizá, una solución de tipo islandés pueda llegar a constituir un problema mayor. Si llegaran a gozar de ese tipo de subsidios, ¿tendrían el coraje de acometer investigaciones cuyos resultados fueran irritantes para los gobernantes de turno o se desempeñarían, en cambio, como dóciles amanuenses? Es un asunto complejo que, supongo, recién empezaremos a discutir cuando el periodismo haya terminado de desaparecer. Cosa que, al ritmo actual, no parece que vaya a demorar mucho en ocurrir.
Una versión previa de esta nota fue publicada en Razones y personas.