El Ballet Nacional del SODRE (BNS) está de nuevo en cartel: desde el jueves de la semana pasada hasta el viernes 9 de junio presenta la versión de Don Quijote estrenada en 2014, con entradas que oscilan entre 60 y 850 pesos, y con artistas que van desde su quizá primera experiencia escénica (como sucede con los figurantes infantiles y juveniles) hasta la última función de su carrera. Este último es el caso de Giovanna Martinatto, integrante del BNS desde 1996, que eligió este espectáculo para despedirse de las tablas. En el ballet son frecuentes, como en el fútbol, los retiros a una edad relativamente temprana, ya que la funcionalidad de los cuerpos para la disciplina es rápidamente perecedera.

Aunque este Don Quijote es el remontaje de una obra presentada por el BNS en 2014, estrenada en 1869 y hecha mil veces, el Auditorio Nacional del SODRE está lleno y la función comienza, a cargo del cuerpo nacional y bajo la dirección de Julio Bocca y Sofía Sajac. Me guste o no, el ballet es el único lenguaje dancístico que cuenta con un cuerpo nacional de baile y –con la excepción de las obras en las que bailo– también el único que mi familia considera anotar en su agenda e ir a ver. Publicidad no falta.

Don Quijote fue uno de los primeros ballets en ser coreografiados por el francés Marius Petipa (1818-1910) para la escuela académica rusa de San Petersburgo, fundada en 1801, que les disputó a los cuerpos de baile franceses su protagonismo en el ballet a partir de 1880. Entre disputas estéticas organizadas en torno a intereses nacionalistas, la obra, que cuenta con música del compositor Ludwig Minkus y se presentó por primera vez en el teatro Bolshoi de Moscú a solicitud de los Teatros Imperiales de Rusia, es el resultado de los tráficos culturales de la época: un acercamiento al Siglo de Oro español desde la tradición francesa del ballet, pero por parte de una compañía de origen ruso (aunque estableció su sede en París en 1909). La versión que baila el BNS fue creada por los argentinos Silvia Bazilis y Raúl Candal, inspirándose en la original de Petipa, que ofrece una versión libre del capítulo XIX del libro segundo de la obra El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha (1605), de Miguel de Cervantes Saavedra.

Muestra de la estética pintoresca que caracterizó a los ballets románticos, Don Quijote buscó hacer entrar a la España plebeya, burlesca, caballeresca y desmesurada del Siglo de Oro en el vocabulario formalista, coordinado y geométrico de su técnica. La romántica búsqueda de elementos folclóricos y de temas que permitieran un alejamiento del mundo racionalista que estaba en crisis a fines del siglo XIX (y ahora) hizo que las compañías de ballet indagaran en danzas tradicionales de lugares y pueblos remotos a los que consideraban (como los franceses a España en aquel entonces) parcialmente incivilizados. Sin embargo, esa búsqueda era fundamentalmente temática, y no se tradujo tanto en modificaciones formales de la danza conocida como “ballet”.

Petipa fue un coreógrafo, maestro de ballet y bailarín francés que se radicó en la Rusia imperial, responsable del auge del ballet en ese país y renovador del estilo. Entre sus obras destacadas se cuentan, además de este Don Quijote, Paquita (1847), La hija del faraón (1862), La bayadera (1877), El talismán (1889), La bella durmiente (1890), El cascanueces (1892), El lago de los cisnes (1895), Raymonda (1898), Las estaciones y Los millones de Arlequín (ambas de 1900).

Si alguien acusa al ballet de anacrónico, basta con recordar que, así como las compañías de esta disciplina contrataron al francés Petipa para que los ayudara a ser como los franceses, el SODRE contrató al argentino Bocca para que nos ayude a ser, quizá, como Argentina, como Francia o como el Uruguay clásico. Lo cierto es que si el ballet nació del ingenio de Luis XIV para inventar modos de simbolizar y consolidar su propio poder, también es el lenguaje al que la política cultural del Frente Amplio ha apostado con más fuerza, centrando en parte alrededor de él, de sus simbologías y de su cuerpo (de baile) la construcción de imaginarios culturales nacionalistas.

Mundos paralelos

Con un numeroso elenco y un gran esfuerzo de producción, la puesta busca recrear una España de gitanos y caballeros, de reinos humanos y bosques arcanos, de realidades paralelas que se traducen a un tránsito por cuatro escenarios y estéticas diferentes: la ciudad, el campamento, el bosque y la taberna. La obra -dividida en tres actos- respeta el carácter polifónico atribuido por Mijaíl Bajtín al tipo de novela que, como el Quijote de Cervantes, integra diferentes planos de realidad mediante su superposición. Sin embargo, esa superposición no viola los límites de cada escena y, por ende, es excluido uno de los temas más interesantes de la novela: la tensión que se produce debido al choque de esos distintos planos de realidad. La puesta no aborda este conflicto, sino que lo neutraliza, debilitando los personajes de Don Quijote y Sancho Panza (este último brillantemente interpretado por Alejandro González, pero demasiado secundario en la trama): estos pasan a ser representantes de un mundo de delirio que no afecta demasiado al mundo “normal” y que, siempre que no interfiera con él, es invitado a convivir dentro de sus códigos.

La recreación de época se traduce en vestuarios, objetos y ritmos alusivos -flamenco, abanicos, muleta, tauromaquia, castañuelas, trajes típicos- que los intérpretes manejan con destreza y hacen rendir visualmente. Las escenografías contribuyen a pintar, ilustrativa y folclóricamente, las costumbres sociales de una España de gitanos, novelas caballerescas, monarcas, plebeyos y casamientos por conveniencia.

La comprensión de lo que vemos busca ser asegurada mediante una serie de leyendas/subtítulos que, con tipografía que puede asociarse con la época, explican la acción. La proyección y el programa de mano son órganos del cuerpo dramatúrgico de la obra. No por ello se nos deja de ofrecer un estilo interpretativo altamente gestual, que se basa en la pantomima y los ademanes para la caracterización de personajes y el desarrollo de la trama. El ballet es un mundo de palabras que se quedó mudo, y los personajes se las ingenian como pueden para hacerse entender con gestos familiares, como si se tratara de un lenguaje de señas.

Pero si visual y coreográficamente el ballet intenta ser fiel a su fuente literaria, en términos de argumento se concentra en la historia de un intento casamiento concertado, atravesada por el amor, el cortejo, el escape y el enfrentamiento de la pareja protagónica con las normas familiares-patriarcales. En una trama que deja de lado al Quijote y a Sancho en términos de acción o presencia escénicas, la historia es la siguiente: Basilio y Kitri se aman, pero el padre de ella quiere que se case con Camacho, mientras que Don Quijote y su recientemente designado escudero Sancho Panza, inspirados por novelas de caballería y guiados por la confusión entre Kitri y Dulcinea (entre otras), viven una serie de desventuras y ensueños para luego intervenir a favor del matrimonio de la pareja protagonista, que, tras huidas y dramones, logra concretar su unión. Rodeando a estos personajes centrales encontramos toreros, gitanas, amigas, dríades, taberneros y al dios Cupido.

Un cuadro que se reitera es el que retrata al pueblo reunido en el espacio público de la ciudad, donde o bien prima el caos propio de la interacción no organizada de la cotidianidad, o bien un semicírculo frontal en el que todos hacen una pausa para mirar bailar a alguien. Abundan los pas de deux en los que la pareja protagónica danza las posibilidades e imposibilidades de su amor, pero a lo largo del ballet el universo se organiza desde una mirada primordialmente masculina, entre burlesca y refinada.

Salvo por las escenografías y cuadros secundarios –en los que los figurantes tienen la responsabilidad de recrear un ambiente “natural” de sociabilidad–, lo que se ve durante las casi tres horas de espectáculo tiene más de virtuoso, solemne y elegante que de atorrantismo, vagabundeo o excesos. Esos elementos aparecen, en todo caso, fugazmente: en un par de besos, un par de cuadros en los que se baila descalzo (de los momentos más disfrutables, ya que nos es revelada la belleza de los pies bailando esta técnica, generalmente ocultos por zapatillas abrillantadas), los aplausos y castañuelas, un par de personajes y una tocada de tetas a María Noel Riccetto. Por lo demás, el clima es más que nada apolíneo.

El BNS nos muestra a sus bailarines estrella, y se escuchan susurros cada vez que aparece Riccetto. A los otros cuesta identificarlos y, como siempre, gana el que conoce más referencias. Mientras busco en las penumbras quién es hoy el intérprete de un rol (el elenco varía en cada función), me pregunto si quienes participan en la rotación compartirán los mismos trajes y vestidos, juntando así en el vestuario de los personajes una mezcla de diferentes sudores y olores. Indicios del cuerpo y de las historias personales debajo de la pirouette sincrónica, huellas que el ballet es talentoso en ocultar, presentándonos en cambio grupos de cuerpos-máquina, máquinas de movimiento de cuerpos, grupos homogéneos, coordinación exacta. Espero ansiosa ese momento en el que aparece el temblor no previsto, la falla en la subida, y no es por morbo de ver el error, sino porque en esos instantes se hace presente el cuerpo gritando “¡gravedad!”, gritando “¡cansancio!”.

Cualquiera que vea al BNS no puede dudar de que está lleno de artistas maravillosos, bailarines con una técnica soberbia y una dedicación completa y apasionada a lo que hacen. Pero ¿por qué hacer lo mismo una y otra vez?; ¿por qué sólo esas, de entre las miles de formas que tiene de moverse el cuerpo? Al mismo tiempo, la indagación exhaustiva de esas formas nos promete un atajo al mundo de lo perfecto; a las formas ideales –por oposición a las materiales–, lejos de la imperfección de la realidad. ¿Qué les hace la búsqueda de una belleza atemporal a nuestros cuerpos carnales, mortales, defectuosos? El ballet es una lengua de señas para un mundo sin error, un mundo que no existe. Me voy pensando que lo más revolucionario del ballet es que hace emerger en los varones una sensualidad habitualmente considerada femenina, y que si nos abstraemos por un segundo del código heterosexual de las tramas narradas, nos permite ver delicadeza y suavidad masculinas, voluptuosidad de glúteos, piernas y bultos, movimientos finos y sensuales, varonil armonía. Ojalá los hombres se vieran así más a menudo en este mundo.