Hoy a las 17.00, en el auditorio Adela Reta, el Festival Internacional de Danza Contemporánea del Uruguay (FIDCU) lanza con brindis y DJ su sexta edición, que continuará hasta el miércoles 10 en diferentes espacios de Montevideo (ver fidcu.com/fidcu-2017). Bajo la dirección de Paula Giuria, con curaduría de ella junto a Vera Garat, producción general de ambas y Catalina Lans, y dirección técnica de Leticia Skrycky, Erica del Pino y Santiago Rodríguez Tricot, el festival muestra signos de maduración sin conservadurismo. Es un lindo ejemplo de cómo algo puede institucionalizarse sin cerrarse, entablando siempre nuevas y diferentes claves de cooperación, colaboración y sustentabilidad.
No es frecuente pensar que un festival es en sí mismo una obra, pero proyectos independientes y creativos como este permiten ese enfoque. El FIDCU es producido desde el aprovechamiento de los recursos disponibles, la potenciación de fuerzas colectivas en colaboración y la estética hermanada con la gestión, una curiosidad en movimiento sobre los discursos y relatos curatoriales que se tejen al juntar ciertas obras en un lugar, un estudio sobre mediación y públicos, y una preocupación política y estética por acercar las formas exhibidas a sus procesos de producción. El festival es un “estado de encuentro”, una oferta inusualmente rica, diversa y concentrada de danza contemporánea, la posibilidad de formarse para artistas locales, y de que artistas internacionales actúen y creen en Montevideo, así como el fruto de una constante negociación entre redes autónomas, tendencias estéticas, exigencias del mercado y políticas culturales. Todo esto y un gran equipo (no en tamaño, pero sí en calidad) le da forma y lo sostiene.
En la última década, la danza contemporánea se ha desmarcado de las formas identificadas como “danza”, mientras intenta problematizar el concepto de coreografía, en algunos casos para desecharlo y en otros para redefinirlo. Como han observado diversos artistas e investigadores (por ejemplo, Antje Hildebrandt), los coreógrafos están experimentando con nuevos modelos de producción y formatos alternativos, han extendido considerablemente la comprensión de la coreografía social, y están movilizando fronteras innovadoras respecto de autoorganización, empoderamiento y autonomía. Esto ha sido asociado con un “fin de la coreografía”, pero quizá sea su futuro. En esa línea, este FIDCU apelará a formatos bastante clásicos de obras escénicas, pero también a experimentos que juegan en el borde del campo y del palco; obras menos preocupadas por la inscripción disciplinar o el rigor formal que por producir nuevos pensamientos, relaciones y experiencias. No es casual que la primera actividad sea Hormigonera, creación colectiva de Erika del Pino, Fabrizio Rossi Giordano, Juan Manuel Ruétalo Luccini, Santiago Rodríguez Tricot y Leticia Skrycky, que se propone trabajar en los lenguajes de espacio, materia, luz y sonido, y “dejar hablar a las cosas para ponernos en relación con el lugar que se dispone” (ver hormigonera.uy).
Si hubiera que hacer un mapa de las líneas curatoriales de este FIDCU 2017, tal vez sobresaldría el énfasis en obras que exploran la historia de danzas y cuerpos; obras interesadas por modos de discursividad y enunciación, y por la relación entre danza y lenguajes; exploraciones sobre prácticas rituales y colectivas, e investigaciones sobre y desde la materialidad del cuerpo y sus formas de presencia.
Historia y enunciación
El “giro historiográfico” viene siendo un eje clave de la creación en danza contemporánea: no sólo implica un período de obsesión con el pasado propio en tanto campo artístico, sino también conciencia de su capacidad para crear herramientas potentes con miras a revertir, en los relatos sobre procesos históricos, el lugar de subalternidad de los cuerpos y sensibilidades. Proyecto continuado, del portugués João dos Santos Martins, cita una pieza fundacional para continuarla, pensando la coreografía como tecnología que verifica, activa y transforma las relaciones entre individuos.
En diálogo con las ciencias biológicas, Extinto, de las uruguayas Luciana Bindritsch y Carolina Silveira, se consume en un solo que danza sobre el “concepto de extinción como un proceso necesario para la evolución”, aceptando que el fin y el inicio pueden encontrarse en un mismo punto. Desde Suecia y Portugal, Dinis Machado presenta Paradigma, un intento de escapar del antropocentrismo y las esencias culturales, explorando un “folclore de bricolaje para cuerpos con identidades borrosas” y los modos de construcción y funcionamiento del cuerpo trabajador, que “produce símbolos abstractos con materiales concretos y una compleja ingeniería casera”.
Los jóvenes chilenos Paula Baeza Pailamilla y Kevin Magne proponen, en Primitiva, una reflexión coreográfica sobre “el pensamiento de los cuerpos originarios en nuestro territorio local y continental”, indagando en los procesos de memoria e identidad de cuerpos mestizos sujetos a violencias históricas, desde la colonización hasta hoy. Sapucay, de Chroma Teatro y dirigida por Juan Pablo Miranda (España), propone conectarnos con “los restos de lo que fuimos un día” a través de un grito de guerra que nace de la conexión entre carne y memoria, y entre tres mujeres que sobreviven en paisajes ásperos, míticos, distópicos.
Al igual que es raro, pero necesario, presentar lo escénico y coreográfico mediante palabras (como ahora), algunas obras reflexionan por la vía performativa sobre la tensión que parece irresoluble entre formas de bailar, de decir, de significar, de pensar, de enunciar. Este universo de preguntas es tratado en Overstatement/ Oversteinunn: Expresiones de expectativas, una obra en la que la coreógrafa islandesa Steinunn Ketilsdóttir explora el universo de las declaraciones y manifiestos, en diálogo y cuestionamiento a las expectativas causadas por la performance, la performer y el público. Si pudiera hablar de esto no haría esto, de la española Janet Novás, explora las relaciones entre lo existente, lo visible, lo que es sin ser nombrable y lo innombrable, lo verdadero, lo (im)perceptible, lo que nace y muere en un instante. En GAG, del colectivo brasileño-español Qualquer, Luciana Chieregati se pregunta qué se produce en la sobredosis de significados que interrumpen una lógica de relaciones de superposición entre el cuerpo y las palabras. En Olympia y Lo que podemos decir de Pierre, la consagrada portuguesa Vera Mantero investiga intersticios, superposiciones y contrastes entre su cuerpo en escena, los textos escritos y orales de Jean Dubuffet y Gilles Deleuze, respectivamente, y la pintura Olympia, de Édouard Manet. En este bloque también podríamos situar la obra de Dinis Machado (Portugal-Suecia) titulada Barco dance collection, que convierte el rol de director en el de curador, y el de coreógrafo, en el de bailarín que pide ser coreografiado, componiendo un collage escénico en su propio cuerpo y a partir del deseo de ser atravesado y movido por obras no propias.
El ritual de lo imposible y la materialidad del cuerpo
La búsqueda de la comunidad y las tensiones entre la materialidad del cuerpo y sus relaciones con lo imposible o utópico aparecen en varias obras: Bordeando lo imposible, creada por Florencia Martinelli junto a un colectivo de artistas; Caravana sísmica, dirigida por Carolina Guerra y creada desde un colectivo ritual deseoso de resistencia y de estar juntos, cruzando arte y vida así como lo formal y lo visceral; Episodio III: una obra adolescente para todo público (proyecto que coordiné) pone en escena el trabajo de adolescentes de Rocha y Maldonado sobre la improvisación de consignas imposibles, la telepatía, el error y las decisiones colectivas; Enigmas como ofrendas para el pozo es dirigida por la joven Julieta Malaneschii, junto a un grupo que se adentra en la incertidumbre, haciendo de su “nosotros” una ofrenda.
Tangible, de Adriana Belbussi Figueroa, y Permitirse estar, de Natalia Faria con dirección de Lucía Bidegain, indagan en la materialidad del cuerpo, en su carácter tangible, finito y frágil, en referencias pasadas y actuales que lo afectan y en la singularidad de vidas y muertes. También de Uruguay, se presentan Un ataque de caspa, de María Noel Langone y Mariana Picart, que se anuncia como “pura realización del movimiento que transforma alquímicamente el dolor en juego de sentidos”, y Videoclip, de Magdalena Leite y Aníbal Conde, que expondrá en forma escénica la investigación que vienen desarrollando sobre ese formato como medio para la diseminación de prácticas coreográficas y la formación de gustos estéticos generacionales, en lo que podríamos llamar “cultura pop contemporánea”.
El FIDCU invita, además, a charlas llamadas “tormentas temáticas”, para generar un marco de discusión e intercambio en torno a temas centrales que se desprenden de obras e intereses de los artistas participantes en esta edición; a un diálogo entre diseñadores y técnicos de artes escénicas; al ya clásico “Encuentro de artistas ETC”, con profesionales que combinan práctica artística, docencia, investigación, producción, gestión y curaduría, sin encontrar incompatibilidades ni buscar la especialización; y a las aperturas de las residencias cogestionadas por el programa Artistas en Residencia y Plataforma VA: Tierras, de Rebeca Medina, Carly Czach y Cecilia Lussheimer; 90 supercluster de Virgo, del Colectivo Micro de Argentina; y Pepo, la mirada es de Otros, de Marcelo Marascio.
La invitación está hecha para la danza, este lenguaje hermano del acontecimiento, de eso que no es hasta que sucede, y que una vez realizado no se repite (al menos, no sin diferencia) nunca más. En tan solo un rato comienza la función, y dura siete días.