La semana pasada el diputado Dastugue dijo cosas extremadamente violentas contra la población lesbiana, gay, bisexual y trans (LGBT). Me interesa reflexionar en esta columna sobre lo que dijo la senadora Verónica Alonso en su defensa. Señaló que “quienes sufrieron una horrorosa segregación social se volvieron los nuevos juzgadores”. Invito a concentrar el análisis en esta frase porque condensa una ficción muy presente en el Uruguay actual –en el que se disputa permanentemente la incorrección política: ya somos una sociedad avanzada, respetuosa, inclusiva, y quienes otrora fueron discriminadas/os ya no lo son. Una primera aclaración es importante: pelear contra esta ficción no implica dejar de reconocer los avances enormes que hemos tenido en torno a los llamados “nuevos” derechos en los últimos 12 años. Pero una cosa es una sociedad que avanza, y otra una que ya se considera avanzada (si tal extremo existiera).
Un país que tiene muy pocas personas abiertamente LGBT en su Parlamento, en el Poder Ejecutivo, en el deporte, en los medios de comunicación, no parece ser una sociedad que haya logrado niveles de inclusión y no discriminación tales que permitan, por ejemplo, que muchos y muchas más salgan del armario, en todos los ámbitos.
La ficción de que ya logramos ser una sociedad que no discrimina es peligrosa en dos sentidos: el más obvio tal vez es que la tarea está cumplida, y nada más queda por hacer. El otro es que esta ficción conduce a bajar los brazos, lo que lleva a perder el estado de alerta necesario ante tantas ansiedades por volver atrás (como le gustaría a Dastugue, por ejemplo) no sólo en Uruguay, sino en América Latina.
Creo que para entender todo lo que nos falta por cambiar tenemos que saber mucho más sobre cómo funciona la discriminación, cómo opera y cómo golpea. A su vez, la politización de lo personal es una herramienta de lucha insustituible para quienes en lo privado no nos ajustamos a lo que la sociedad determina para esa esfera, como enseñaran los movimientos feministas desde la década del 60. Para ayudar a lo primero, haré lo segundo.
Mi nombre es Martín. Tengo 27 años, soy militante frenteamplista y en 2014 mis compañeras y compañeros de Ir resolvieron que integrara su lista en los primeros lugares. Esto último me hizo ser diputado suplente. Y también soy gay. Vivo mi orientación sexual plenamente desde 2012, más o menos. Nunca hay una fecha exacta, pero si tengo que elegir un hito, en ese año mi entorno más cercano (familia y amigos y amigas) supo que yo era gay. Hoy lo vivo naturalmente en (casi) todos los lugares que habito. Hasta ese momento, tenía una vida fingiendo que era heterosexual.
Recién ahora, después de años de terapia, puedo contar que no era cierto que hasta 2012 yo no sabía que me gustaban los hombres: ahora estoy sacando del armario a la represión que ejercí sobre mí mismo por lo menos diez o 12 años.
Esa represión de aproximadamente una década no me impidió tener una infancia y adolescencia felices. Crecí en Colón, fui en primaria a un colegio de barrio y en secundaria fui al liceo 9. Otra cosa fue muy importante, y lo seguirá siendo: crecí en un club maravilloso, el Olimpia.
No viví prácticamente comentarios que señalaran mi sexualidad porque estaba muy oculta. Era heterosexual para todo el resto del mundo que no fuera yo, y hacía muchísimo esfuerzo por creérmelo. Sí internalicé lo que la sociedad, mi familia, mi escuela, mi liceo, los medios de comunicación y el club me decían todo el tiempo (con acciones y con palabras). La semilla de la culpa.
No había personas gays en mi entorno. Mis contactos con la homosexualidad eran el típico personaje gay de los medios de comunicación, ese que siempre andaba excitado con cualquier hombre que se le cruzara, era extremadamente afeminado y era del que se burlaban. Y en mi cabeza había algo muy fuerte que me decía que yo no quería ser así.
También recuerdo cómo mi madre me contó que había alguien, un joven que ella conocía, que de un momento a otro dejó de vivir en Colón. Me contó que él era gay, que se lo había contado a los padres y que estos se enojaron. Por eso, se mudó y dejó de vivir en Colón. Algo en mi cabeza me decía con fuerza que yo no quería tener que mudarme de barrio o dejar de ver a mis padres todos los días.
Recuerdo que mi abuela paterna –nacida en los años 30–, tratando de significar que nosotros podíamos dedicarnos a lo que quisiéramos, decía que “menos puto y chorro, sean lo que quieran”. No culpo a mi abuela, que fue maravillosa. Simplemente fue hija de su tiempo. En ese momento había algo en mi cabeza, muy fuerte, que me decía que yo no quería ser lo que no se podía ser.
También recuerdo que cuando nos queríamos reír de alguien en el club, en mi plantel de básquetbol, una de las formas de hacerlo era decirle “puto”. Y cómo no me voy a acordar de cuántas veces canté “son todos putos”. Puedo citar infinidad de chistes, de canciones de barra brava, y un largo etcétera. Tampoco culpo al club (sigo pensando que es para mí un lugar maravilloso), sólo es un botón de muestra de la sociedad. Podría elegir cualquier otro club, y la cosa no cambiaría.
Me acuerdo de haber hecho bullying en el liceo a quienes percibía distintos y distintas, también.
Tengo pocos recuerdos más, que he ido descubriendo con la terapia, de mi vínculo con la idea de la homosexualidad en mi niñez y adolescencia. Ese algo en mi cabeza, que no era razonado, que no era consciente, era el mismo que me llevaba a pensar que lo que más quería era poder vivir mi vida como heterosexual, y que el secreto oculto allá en el fondo de mi cabeza (pero a flor de piel a la misma vez) no podía aparecer nunca.
Con mi experiencia intento explicar que la discriminación no es solamente insultar o hacer un chiste homófobo. La discriminación es mucho más que ello: es no tener un espejo donde mirarse que permita identificarnos con alguien parecido a nosotros, es que no haya nadie como uno en todo nuestro entorno, es que al querer dañar a otro elijamos como herramienta más efectiva decirle “puto” (el problema no es el chiste puntual, es lo que nos dice sobre cuán negativo consideramos el ser LGBT). Es tener que soportar, en los ámbitos que integramos, que se diga todo tipo de barbaridades en nombre de una pésimamente entendida libertad de expresión.
La discriminación golpea a quienes ya salieron del armario pero también a quienes no lo hicieron. Lo hace silenciosa y permanentemente, como una suerte de goteo interminable.
No hay ley que revierta automáticamente la discriminación. Con ejemplos personales, quiero argumentar que para superar la discriminación nos falta mucho por hacer y en todos los ámbitos: la educación, el deporte, la cultura, los medios de comunicación, las familias, etcétera. Tenemos que empezar por entender y asumir la diversidad, para poder transmitirla. Tenemos que lograr que niños y niñas, adolescentes y jóvenes se formen en una sociedad en la cual determinada forma de amar no sea pecado. Por eso, entre otras cosas, la diversidad debe ser enseñada en escuelas y liceos con cuantas guías haga falta.
También es necesario visibilizar la diversidad, por eso me parece importante que se sepa que hay personas abiertamente LGBT en el Parlamento y en todos los ámbitos. Es pedagógico. Cuánto lo sería que, por ejemplo, muchos deportistas reconocidos y admirados por todos y todas salieran de su armario. De hecho, el título de esta columna no debería tener sentido en un Uruguay profundamente diverso, y tendríamos más presente, por ejemplo, que hoy hay una senadora suplente que es trans, Michelle Suárez, y que en el período pasado una lesbiana, Valeria Rubino, fue una de las diputadas que sumaron su voto para aprobar la Ley de Matrimonio Igualitario.
Mientras escribo con seguridad sobre lo que siento y lo que soy, más de algún adolescente estará pensando en dejar el liceo o el deporte que más le gusta por el bullying que siente, o estará ocultando una parte de sí por una profunda y dañina culpa, que muchas veces nadie nota. Por ellos y ellas, y por sus compañeros y compañeras heterosexuales, que se merecen disfrutar de convivir sanamente con la diversidad, tenemos la obligación de seguir cambiando (nos). La primavera llegará, hagamos todo lo posible para que sea cierto.