Mas, el tiempo pasó. Pasaron días y días; tiempo y tiempo. Y vino, y sobrevino la noche. Líber Falco

La casa original era bonita, con estilo sobrio, frente grande con canteros bien cuidados, y muchos árboles frutales. Un zaguán de hierro y vidrio, flanqueado por las ventanas de los dos dormitorios, eran los únicos elementos de la fachada. No tengo claro si fue mi abuelo el que la mandó construir o si la compró hecha, pero de aquella casa sólo fue quedando la fachada. Los magros recursos económicos de los tres hijos fueron la causa de que, a medida que se iban casando, se agregaran piezas, baños y cocinas. Mi abuelo no vivió ese proceso; murió antes. El primero en casarse fue Humberto, mi padre; luego fue Elsa, la mayor; por último, Aroldo, el más chico. Cada uno, a su tiempo, ocupó parte del terreno y construyó su “apartamento”, siempre pegado a las construcciones ya existentes y nunca hacia el frente.

Estos agregados se hicieron sin ningún criterio arquitectónico, con materiales baratos y terminaciones rústicas. Cada uno tenía su espacio, su casa, pero todas estaban comunicadas por dentro por alguna puerta. El jardín y la fachada siempre se mantuvieron igual. Eran nuestra fachada.

Después de que naciera mi hermana, fueron llegando los primos. Al final, éramos nueve gurises los que vivíamos en esas casas.

En los cumpleaños y en las fiestas de fin de año nos juntábamos todos. En diciembre, mi abuela armaba un pesebre dentro de la estufa a leña, con cartón piedra y un lago que era un pedazo de espejo donde nadaban unos cisnes de plástico. Mi tía Elsa armaba el arbolito de Navidad al lado. En mi casa no se armaba nada.

También se organizaban en conjunto los campamentos en el balneario Las Cañas. Se contrataba un camioncito, y en una madrugada de verano, cuando recién comenzaba a clarear, cargábamos las carpas, los bolsos de ropa, los juguetes, la parrilla, y todo lo que desde hacía muchos días o meses se venía preparando, y marchábamos.

Recuerdo el olor a nafta del camioncito. Un Opel del 40, creo. La abuela y alguna de las madres con bebé en la cabina, los demás en la caja, sentados sobre los bultos. A mí me gustaba ir en la parte de la caja que se junta con la cabina, parado y tomado de la baranda; ponía mi cara al viento y disfrutaba del traqueteo y del paisaje, pero sobre todo me gustaba cuando en las bajadas el camioncito tomaba velocidad. Me asombraba con los pájaros dormilones, unas aves muy grandes de colas largas, que a esas tempranas horas dormían en la carretera y recién levantaban un vuelo lento y desganado cuando parecía que el camión las iba a pisar.

Otros momentos de reuniones tenían lugar en las noches de verano en el jardín de la casa. Las ventanas abiertas y las luces apagadas. Los grandes se sentaban en perezosos y charlaban; apenas se divisaban los cuerpos y las brasas rojas de los cigarros. Los chicos correteábamos o nos tirábamos en una frazada en el suelo y, panza arriba, competíamos a ver quién veía primero un satélite o una estrella fugaz; los grandes también se sumaban a este juego.

También estábamos todos juntos el día que Nacional jugó la final de la Libertadores con Estudiantes de La Plata, en el 71. Mi padre se había trepado al techo y hacía girar la antena de la televisión tomando el caño con las dos manos y haciendo mucha fuerza. Mientras, abajo, uno de mis tíos miraba la tele por la ventana y le gritaba a papá cuando la imagen mejoraba. Creo que se sintonizaba un canal argentino; se veía muy borroso, como con lluvia. Pero no importaba: lo seguíamos con las miradas fijas en la pantalla, con el relator contando lo que veíamos y lo que no, y con la emoción a flor de piel. Al otro día, en el habitual partido de fútbol en la calle, con pelota de plástico, los que éramos de Nacional elegíamos qué jugador de los flamantes campeones de América éramos. Claro, todos querían ser Luis Artime, el 9, o Luis Cubilla, aquel endiablado puntero que con mágicas piruetas se escapaba siempre al marcador de punta.

A mí me gustaba el puesto de arquero, así que no tenía problemas: era Manga.

Por esa época fue que empezaron a llegar a casa los compañeros. Algunos venían a reunirse; iban cayendo de noche, cruzaban como fantasmas negros por el jardín a oscuras, y entraban inmediatamente al comedor. Las puertas y ventanas cerradas, y mi hermana y yo en el dormitorio.

Sabíamos que no debíamos preguntar y, sobre todo, que no podíamos hablar con nadie de las reuniones.

Otras veces llegaba alguno a quedarse unos días. Estaban siempre dentro de la casa y nos hablaban de la lucha de clases y de geopolítica. Una compañera, una noche, tiró una manta en el suelo y, con dos palos de escoba, nos enseñó posiciones de tiro: con una rodilla en tierra o tirados panza abajo (en este caso había que poner los talones bien a ras del suelo para exponerlos lo menos posible).

Una noche, mi hermana que estaba jugando en el jardín, entró gritando: “¡Papá, papá, vienen los milicos!”. Mi viejo salió corriendo hacia el fondo de la casa. Los primeros que entraron tomaron a mi madre y le ordenaron que se quedara quieta conmigo y con mi hermana, otros fueron a buscar a papá y lo trajeron. Los sacaron de casa a los dos juntos. Mientras los llevaban por el jardín nosotros los seguíamos en silencio. “Vayan con la abuela que mamá ya viene”, dijo mi madre mientras nos besaba. Salía muy abrigada, con gorro de lana y bufanda, pero de alpargatas. Los milicos que habían entrado a casa tenían unos largos ponchos militares. Eran las 20.30 de la fría noche del 6 de junio de 1972. Mi madre se alegró de que no los viéramos cuando, ya dentro del jeep, les pusieron las capuchas.

Iván Franco (hijo de Humberto Bernabé Franco y de Laura Belli de Franco, dos de los homenajeados en la actividad de ayer en Fray Bentos).