En los últimos años han ganado espacio, en los medios masivos de comunicación, múltiples voces que se alzan contra la corrupción. Este fenómeno se produce en toda la región y también en Uruguay. De forma cuasi monocorde, diversos actores han repetido hasta el hartazgo que no existe corrupción de izquierda o de derecha, sino corrupción a secas. En esta columna me propongo problematizar esta idea bastante extendida.

El campo del lenguaje es, sin lugar a dudas, un escenario de disputas ideológicas de diverso tipo, y en él también se expresan las relaciones de poder existentes en la sociedad. Su dimensión performativa, al tiempo que construye realidades e identidades, también invisibiliza. Si el proyecto de la izquierda encierra opciones valorativas vinculadas con la libertad, la igualdad, la justicia y la solidaridad, debemos disputar el sentido de la noción de corrupción política en tanto guarda relación directa con ese marco de valores.

Para la izquierda la corrupción política no debería restringirse exclusivamente a las conductas delictivas. Debemos ser implacables y condenar con severidad a todos aquellos a cuyas conductas les cabe la comisión de una figura delictiva. No obstante, hay otras formas de corrupción política más veladas, relacionadas con cierta permisividad en la función pública y con la corrosión ideológica.

Para los militantes de izquierda la superación del sistema se constituye en un imperativo ético que supone luchar, en el marco de la crisis civilizatoria que se nos presenta, por la reafirmación de la vida humana en un mundo hegemonizado por un modelo de acumulación motorizado por el afán de lucro, la desigualdad y la condena de millones al hambre y la exclusión. En definitiva, a la muerte.

Sostener que el poder político se corrompe implica necesariamente conceptualizar qué entendemos por poder y qué entendemos por política. En este terreno son variadas las interpretaciones. Desde nuestra concepción, el poder no debe entenderse como ejercicio de dominación, sino como un instrumento creativo en la construcción de esa sociedad de nuevo tipo a la que aspiramos. El poder no es algo que se posea, sino que se ejerce y circula en las diferentes relaciones sociales.

Desde nuestra concepción, y no desde otras, la burocratización es una forma de corrupción política, en tanto el poder se fetichiza y el individuo tiende a afirmarse a sí mismo o a la institución en la que presta funciones como fuente primera y última del poder, como afirma Enrique Dussel. Esta pérdida de referencia a la comunidad política, a las mayorías sociales expresadas, esa disociación de la trama de relaciones sociales que dan sustento a los proyectos populares, es también una forma de corrupción menos mediática pero letal para el futuro de la izquierda.

En este plano debemos ser especialmente cuidadosos. Para quienes levantamos las banderas de la transformación social, los espacios institucionales no constituyen un privilegio sino un lugar de militancia y de servicio. Utilizarlos en la lucha por intereses propios, corporativos o minoritarios, independientemente de que esos actos no constituyan delito alguno para la legalidad vigente, constituye una forma de corrupción política, de traición a las mayorías sociales y al programa de cambios.

La credibilidad y la representación política cabal de las mayorías sociales son fundamentales para los gobiernos populares. En el imaginario social las prácticas de la derecha política están fuertemente asociadas a la corrupción. No sólo por los antecedentes, sino por el vínculo orgánico que estas expresiones políticas guardan con los poderes fácticos, aquellos que no son accesibles a la democracia: el poder económico expresado en las oligarquías locales y en las corporaciones multinacionales. Hay diversas formas de corrupción privada asociadas al poder económico, que se encuentran absolutamente naturalizadas, legitimadas por esa ética capitalista que nos anestesia, según la cual el fin de la acumulación lo justifica todo.

Basta ver lo que el conglomerado de poder económico-mediático y sus representantes políticos le han hecho en los últimos años a nuestra América Latina, instrumentalizando la democracia y valiéndose de instrumentos aparentemente legales para recuperar sus privilegios, como en el caso reciente de Brasil.

Ante la reedición del “son todos iguales” como estrategia propagandística de los conservadores, que hoy se nos presentan a cara lavada desde su rol de empresarios exitosos, postulándose como la solución a los problemas que su modelo de acumulación produjo, debemos legitimarnos reivindicando la política como espacio privilegiado de construcción de lo público. Debemos corregir a quienes se salgan del camino y constituirnos en testimonio viviente de las ideas que defendemos. No hay disociación de la vida privada y la pública posible; la transparencia es una seña de identidad de la izquierda, y el servicio, nuestra forma de vida.

Asumámonos entonces como servidores de las voces bajas de la historia y gritemos con fuerza que estamos en el gobierno pero estamos contra un sistema esencialmente corrupto. Ahí radica nuestra diferencia, ahí nuestra identidad.