Quiero distinguir un poco entre servicios públicos y empresas públicas, y reflexionar sobre su correlato: la regulación y las políticas públicas.

Hay servicios públicos dados por empresas privadas, como el transporte urbano, por ejemplo. En estos casos la necesidad de regulación aumenta: se debe regular muy bien, para que no se coarte la capacidad de innovar, pero se garantice el servicio al usuario o ciudadano y, por otra parte, los derechos de los trabajadores.

En el mundo hubo una moda tal de privatizar que en algunos foros tuve que comparar a Uruguay con esos grupos testigo que, cuando se prueba un medicamento, adhieren a otro tratamiento o toman un placebo, diciendo “alguien tenía que hacer otra cosa por rigor científico”. Y no nos fue tan mal, nada mal en suma. Otros privatizaron y luego nacionalizaron, si pudieron, como el curioso caso de Carlos Menem y Cristina Fernández, pertenecientes a un mismo partido, pero esto es un comentario colateral.

Hay quien cree que es mejor privatizar y que debido a la competencia las tarifas bajarían, lo que redundaría en un beneficio al ciudadano. La experiencia de la telefonía celular muestra que, sin monopolio del Estado y con competencia, las tarifas no son excepcionalmente bajas. La competencia no es tal; las multinacionales se dividen los mercados y acuerdan entre sí. Dado el tamaño de estas empresas –más de 200 veces el de Antel–, la competencia no es fácil para Antel y, sin embargo, Antel siguió creciendo.

Las empresas públicas en algún momento de la historia de Uruguay funcionaron sin regulación porque se la consideraba implícita; ahora sabemos que es necesaria. En algunos países está dentro de la concepción de defensa del consumidor.

Una pregunta pertinente es si la regulación permitiría llevar adelante políticas sociales sin necesidad de empresas públicas. Sí, si está muy bien hecha, y no deja de ser una opción peligrosa. Me tocó oír, con cierto escándalo, a operadores de empresas de telecomunicaciones que opinaban que para qué pagar impuestos a estados ineficientes y corruptos, que sería mucho mejor que ellos mismos dieran a su costo el servicio en zonas pobres o alejadas. Es obvio que, aun en la discutible hipótesis de que fueran honestísimos y dieran buen servicio a sus costos, esas políticas de atención social pasarían por fuera de todo control de la democracia. Por increíble que parezca, hay quienes opinan así.

Estas empresas dan al Estado una manera de expresar sus políticas en forma directa, lo que no es menor. En Uruguay hay una diferencia clara entre el Estado y el gobierno; esto es tan fuerte que hay que aclararlo y a veces otros lenguajes no permiten expresar el matiz. Es importante: los medios de comunicación del Estado no son del gobierno; cuando entrevistan a alguien del gobierno no son complacientes, y me alegro de que así sea. Por ese motivo, las empresas públicas de Uruguay tienen particularidades.

Si bien no son empresas en el sentido estricto, creo necesario decir algo más sobre los medios de comunicación y de la cultura, como el SODRE, las radios, el canal. A veces se los compara con privados, pero no corresponde, porque están para hacer lo que los privados no hacen. Importa mucho que tengan público, pero no deben guiarse por el rating a corto plazo, pues para hacer lo mismo que los privados no vale la pena que sean del Estado.

Volvamos a las empresas propiamente dichas y a algunos ejemplos de la expresión directa de las políticas. ¿Hubiera podido implementarse el Plan Ceibal para todo el país y en el tiempo en que se hizo sin empresa pública? La energía eólica, muchas veces concedida a privados, ¿sería tan segura y estratégicamente confiable si el Estado no hubiera conservado la llave de la transmisión?

Su principal contra es el concepto difuso entre utilidades para el accionista e impuestos incluidos en las tarifas. Y para las empresas no es una ecuación fácil; me remito al ejemplo de Antel, en competencia con multinacionales gigantescas, que tiene que dar un buen servicio donde es rentable y donde no lo es, y encima generar utilidades para aportar al erario. Esto debe transparentarse mucho mejor en el proyecto político, porque abona un doble discurso nefasto: “son nuestras y las queremos, pero las tarifas esconden impuestos, pero no son eficientes, etcétera”.

Otro tema que se debe deslindar en el proyecto es cómo se decide si la empresa pública es conveniente para los ciudadanos o no. Esto pasa por la forma en que se calcula un balance en sentido genérico. ¿Priorizamos que la empresa sea superavitaria en sí misma o incluimos su servicio a la sociedad? Lo segundo es admisible, pero hay que ser muy cuidadoso y claro. Por ejemplo, los trenes en Europa no son superavitarios como empresa, pero se sabe lo que costaría no tenerlos en combustible, rutas, ambiente, seguridad y más. No necesariamente es una mácula requerir aporte presupuestal en lugar de dar beneficios, pero el intercambio debería ser tan claro como que el Estado compra servicios de utilidad social. Esas cuentas hay que hacerlas, y en Uruguay no están claras.

Para mejorar su eficiencia habría que implementar mejoras en la administración del personal; por ejemplo, que ciertas jefaturas estratégicas fueran encargaturas, y no cargos fijos. Sin duda debería haber más investigación y desarrollo, pues la inversión del Estado se puede hacer mejor cuando se sabe más. En este sentido, me preocupa que las empresas públicas no usen aun más a la Universidad de la República o a institutos de investigación como el Clemente Estable, como sus laboratorios y observatorios, con acuerdos a muy largo plazo y objetivos fijados año a año. Así, además, los profesionales que serán en gran parte sus empleados tendrán competencias más adecuadas para las empresas o para lo que las empresas hacen. Algo hay ya en este sentido, como la cooperación para implementar posgrados en ciertas especialidades. También hay contradicciones o falta de conciencia de que hay que desarrollar conocimiento local, conectado al mundo y a la vez endógeno.