“No por gastado deja de arar el arado”, dice un añoso refrán. Aunque debo confesarles que acaban de leer una mentira: el “refrán” no tiene nada de añoso, ya que lo inventé hace un instante; pero si no lo aclaraba capaz que pasaba. Así como muchas frases, afirmaciones y creencias que a veces aceptamos sin cuestionar; por ejemplo, la generalizada idea de que si a alguien se le da una ayuda monetaria por parte de la sociedad, esta tiene derecho a controlar en qué la gasta. El asunto suele aflorar en forma de crítica hacia quien, siendo beneficiario de alguna política social, aparece –por ejemplo– luciendo un celular caro.
Debería ser innecesario aclarar que para comprar un celular (ya no caro, sino uno chuminga, nomás) se precisa bastante más que lo que recibe por mes, digamos, un beneficiario del Ministerio de Desarrollo Social. Pero algunos parecen creer que se les da un sueldo que les permite vivir sin trabajar, “que es lo que han hecho toda la vida”, agregan, “mientras a uno, que se desloma, en vez de ayudarlo le sacan plata para dársela a estos parásitos”, siguen agregando. Y confieso aquí mi incapacidad literaria y estomacal para armar frases que se aproximen mínimamente a la calidad de lo que pretendo describir.
Esos pensamientos parten de una idea que podría considerarse aceptable en un ultraconservador asumido –digamos, salido del armario–, pero no en quien se autodefine como izquierdista o similar: “Mi dinero es merecido; el que se les da a los pobres, no”. Nada más falso. Solemos heredar nuestra ubicación en la sociedad, junto a la cultura básica y los contactos que nos permiten mantenerla. Aun así, algunos agraciados logran que todo se les evapore, pero suelen ser rápidamente rescatados por sus semejantes.
Otros, casi todos, tenemos más que lo que tuvimos al nacer, simplemente porque a muchísima gente le aumentó sensiblemente la capacidad de compra. Haciendo más o menos lo mismo que hacían nuestros padres, recibimos más. Piénsese que hace medio siglo tener teléfono o televisor –y ni que hablar, auto, o pasar las vacaciones fuera del país– eran claros símbolos de buena posición; ir al Caribe era “cosa de millonarios”. No es que ahora sea una papa, pero nada de eso es tan raro.
Es muy agradable creer que uno progresó en virtud de sus propios méritos. A nadie se le exige una contrapartida ni se le controlan los gastos por el hecho de no ser esclavo, porque está bastante asumido, al menos en los papeles, que la libertad es un derecho, una condición básica, algo sin lo que un ser humano no puede completarse o desarrollarse como tal. Tampoco se le recrimina que se compre un celular o una botella de güisqui con dinero de su sueldo, pero recordemos que ese sueldo (y especialmente su magnitud, por más ínfima que nos parezca) es un derecho que hoy nos parece obvio, pero que costó muchísimas luchas obreras, así como persecuciones y asesinatos por parte de quienes consideraban que no tenían por qué pagarlo. A nadie que viva de rentas o del dinero que le pasan sus padres se le exige que justifique sus gastos.
También tenemos la visión paternalista. “A los pobres hay que ayudarlos pero hay que cuidarlos, no vaya a ser que se gasten lo que les damos en vino o pasta base”, le comenta Fulana a su dealer. “Hay que llevarlos a una chacra a dar vuelta la tierra, así adquieren hábitos de trabajo”, filosofa Mengano desde su silla del bar, mientras se rasca las partes. “Hagamos que la Filarmónica recorra los barrios, con un repertorio que ellos puedan entender, así, al menos, educan su oído”, dice un funcionario de Cultura que es incapaz de diferenciar el toque de Ansina de un toque de queda.
¿Es tan difícil considerar que no alcanza con haber abolido la esclavitud, o con la jornada de ocho horas? ¿Se acabaron los avances? ¿No habrá otros derechos básicos incuestionables y, por lo tanto, no condicionables a conducta o patrón de consumo alguno? ¿No será hora de decir: “Señores, pueden ser todo lo ricos que quieran, pero sobre la base de que todos tengan solucionadas ciertas cuestiones”? (Nótese que tengo la delicadeza de no plantear obscenidades como la abolición de la riqueza). Por otra parte: ¿es tan difícil aceptar que si muchos no vivimos en la miseria es, básicamente, porque tuvimos suerte? ¿O entender, incluso, que si unos pocos han salido de pobres a fuerza de trabajo y talento, ello no significa que todos puedan hacer lo mismo? O me va a decir que usted, clase media, no fue un Lionel Messi, una Shakira o un Bill Gates porque no quiso... Igual, como dice el proverbio: “Si Messi hubiera nacido en Estados Unidos, capaz que jugaba al béisbol y era un queso”.