Ayer se estrenó y hoy se repite dos veces Violentos. Estoy solo en la multitud y no sé qué hacer, un proyecto escénico resultado de seis meses de trabajo de la reconocida teatrera Marianella Morena, con estudiantes de tercer año de la Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático Margarita Xirgu. No se trata de un espectáculo abierto al público en general, sino del producto de un aprendizaje evaluado, pero la forma en que se creó y el resultado merecen algunas reflexiones.

Morena fue invitada por Santiago Sanguinetti a dirigir el laboratorio María Azambuya, sobre el monólogo, que parte del trabajo con autores latinoamericanos no teatrales de los siglos XX y XXI, y busca profundizar en la labor actoral. El objetivo adicional es tejer puentes entre el arte y lo social, “sin que la reflexión o los contenidos descuiden el rigor, la formación, la disciplina y la investigación, como corresponden a un actor contemporáneo”, ya que “las exigencias han crecido” y los actores deben ser “autores escénicos desde su materialidad”. La metodología consistió en que los estudiantes presentaban materiales sobre los que Morena trabajaba, editaba y profundizaba, con el punto de partida en lo real y la meta de aprender a manejar lo difícil, con las limitaciones personales y las experiencias de vida.

Así fue que el grupo se embarcó en una investigación sobre fútbol y violencia. Por un lado, un tema angustiosamente actual y candente; por el otro, objeto de anteriores procesos de creación e investigación de Morena, que en obras como Las Julietas, Industria Nacional o No daré hijos, daré versos, viene pensando escénica y performativamente en cuestiones como la identidad nacional, el rol del fútbol en la cultura uruguaya, las características del macho rioplatense y las de los cuerpos y violencias que se infligen y se infringen. El teatro de Morena está muy basado en los actores –en su presencia más allá del texto–, en la indagación de historias desconocidas por debajo de las conocidas, en experiencias en femenino sin la necesidad de autoidentificarse como un teatro feminista (aunque lo es), en poner los pies de la ficción firmes en el barro de lo real, y desarrollar desde ahí su potencia. Tratándose de un proceso pedagógico y de un tema en extremo relevante para entender algunas fisuras que desgarran y enfrentan a nuestras “barras” sociales, la puesta tiene el plus de abordar con profundidad y calidad actoral diferentes historias sobre un clásico nacional: violencia versus fútbol.

Quizá este clásico no sea entre contrincantes sino entre partes que se complementan. Hoy es imposible pensar en fútbol sin considerar a la jugadora violencia, que llena informativos y tribunas de peleas, muertos, abusos, tradiciones machocéntricas, arreglos económicos, prostitución y corrupción circundantes, tristezas del hincha y lágrimas derramadas también en los buenos momentos.

El fútbol es una seña identitaria, un espectáculo, un ritual colectivo, una fuente de conflicto, un negocio, un deporte: una distracción para algunos y el centro de la vida para otros. Violentos se organiza como un partido que comienza y termina con el canto del himno nacional uruguayo. En el medio, varios pitidos estridentes nos ensordecen y nos deparan, uno a uno, los monólogos creados durante el proceso de aprendizaje. Como para recordar que las multitudes que mueve el fútbol pueden desmembrarse en historias pequeñas y concretas, que no llegan a la cancha ni a las cámaras, en la crónica roja o amarilla esperada antes, durante o después de partido. El formato permite ver un mismo tema desde muchas perspectivas diferentes y pone en problemas la distinción amateur/profesional mostrando que pasa cuando se toma a un proyecto educativo muy en serio.

Los actores llevan en el cuerpo el dolor que las experiencias de sus personajes cuentan. “La anulación del cuerpo en nuestra sociedad nos lleva inevitablemente a la violencia”, dice Morena. Acordes patrios, cabaret y coros, cuerpos atléticos, golpeados y sufrientes, moviéndose en el morbo de la violencia, produciendo violencia para sobrevivir en un mar de esta. Violentos trata sobre el juego del fútbol que no tiene lugar en la cancha.

El himno y el himen son actores, y el balón no aparece en las casi dos horas de puesta en escena, haciendo explícito el interés en sustraer del fútbol lo que parece inherente a él. “Tomamo’ junto’, cantamo’ junto’, estamo’ junto’”, repite frenéticamente un personaje que experimentó el significado de un “nosotros” por primera vez entre bombos y banderas. El fútbol te penetra por todos lados y su tono es imperativo: tenés que ganar, que alentar, que estar. El fútbol es una cosa para el youtuber de Pocitos que se hace el plancha, y otra para la reclusa de un penal a quien le permite sentir y encontrarse con otros cuerpos, tener su chance de ganar algo. Porque hay gente que nunca ganó nada, y el fútbol trae la posibilidad de conocer esa sensación, aunque sea un rato. Hay gente que se siente más normal entre los raritos y energúmenos de las hinchadas que entre la barra brava de nuestro cotidiano de transeúntes rabiosos: la sociedad. La tribuna permite el camuflaje, hace feliz al camaleón. Hay gente dispuesta a amoldarse, hay gente que no sabe qué hacer si no se amolda: nadie quiere sentirse solo. El uruguayo se adapta como puede, se convence de su historia, sostiene mitos culturales sobre su ADN, se llena de clichés y luego los vacía.

La lucha de clases atraviesa el fútbol. El fútbol atraviesa sembrando la distracción y la amnesia necesarias para la continuidad de nuestro embrutecimiento. “En Salto le hicieron una estatua a Suárez, de tamaño real y todo”. El poder del macho organiza al fútbol, y no alcanza con reglamentar una división femenina. El fútbol tiene periodistas y bailarinas, personas que hablan al aire porque pueden, que mendigan favores o circulan casi casualmente, que se mueven sin saber qué hacer, hasta quedar paralizadas por un cadáver, quizá el propio.

Es roja –y no podría ser de otro color– la hinchada, con valores que dan inicio a la obra. Una que alienta sin odiar al contrario. Una que, personificando al alma reificada del cuadro de fútbol, le agradece por apropiarse de su sueño. Una que ve su voz partida de relatar ya no goles sino muertes, heridas, fracturas, penales dentro y fuera del juego. La hinchada tiene el llanto en el canto, hace que un grito de dolor se cuele en el de alegría, y viceversa. En el universo de estos personajes, la desgracia te va de frente y te exige una ética del aguante. Y el aguante es la ley del más fuerte, aunque sólo les parta el pecho a los débiles. En el aguante los cuerpos los pone la gente y el dirigente mira desde el palco el incidente, “las bestias del fútbol”, esa gente pobre, inculta, indecente.

Violentos: todos somos básicamente seres violentos. La obra es un compilado de historias que se juegan en el campo de lo real del fútbol, de sus entretelones y sus desayunos al amanecer para salir a la práctica y luego al laburo porque difícil es vivir de esto, salvo para unos pocos. A lo lejos, la cocinera del comedor de la escuela del pueblo del departamento del interior de donde salió la estrella: personas-satélite intentando que algo del glamour que muestran las cámaras los salpique; mediotanque y vino que unen más que lazos de sangre; la soledad enorme que nos juega. Un personaje hace la pregunta que perfora arco, red, tribuna y granaderos: ¿qué haríamos si no tuviéramos miedo?

El festejo de gol es organizado desde el centro del cuerpo; las piernas se afirman como troncos de árbol al piso, despilfarran en un gesto o varios el trance del éxito, o del odio, o de la frustración, o de lo que no se pudo decir y por eso se grita. Aunque sea con otras palabras. La pasión del fútbol es genital, al igual que la violencia; en general se encarna en las zonas donde se alojan el extremo dolor y el extremo placer. El cuerpo del fútbol no es en Violentos el del futbolista profesional, sino esos otros cuerpos –la mayoría– de la tribuna, de los que “no llegan”, de las madres y las hijas, los cuerpos sometidos a su disciplina, operados por sus heridas, los de quienes nunca irán al estadio, los de quienes siempre, y sin importar nada, irán al estadio. El fútbol replica la lógica capitalista de adoración del consumo por parte de quienes no podrán hacerlo. Pero es más complejo: el deseo subalterno no deja de ser deseo. El deseo crispado, la pasión desorientada, la necesidad y la desesperación de la creencia, el sonido que interrumpe y arbitra los ciclos de encuentro y desencuentro, de triunfo o fracaso, la línea que te dibuja como incluido o excluido, que te inhabilita o que te da un pase, el grito que grita lo que puede ser escuchado. Nuestra sensibilidad cultural barrabrava tiene más oídos para el “te vamo’ a matar” que para un “me duele”. El dolor en Violentos es dolor en masculino sentido en cuerpos de mujeres. La mujer es protagonista de su segundo lugar, perpetuo, en este y otros mundos, menos el “mundo de las mujeres”. “La mujer necesita que le duela”: se abre y se cierra en esa frase una espiral de causalidad y tragedia. Dolor y glamour apretándose como una gargantilla o como el brazalete sin gloria de capitán.

“Es barra contra barra, nada personal”. Hay libertad en la anomia, pero la pregunta es ¿qué se libera? “Cuando el aire está sucio ya no sabés quién sos”. El fútbol es mucho dolor reprimido que se electriza y despierta entre los cuerpos. Es una acumulación de pasión tal que, si se redireccionara su potencia, podríamos cambiar al mundo con ella. Es un espacio de encuentro con otros donde no se replican sino que se multiplican relaciones de poder, diferencias, subalternidades, jerarquías, el festejo que celebra la opresión del otro. ¿Y el juego? El fútbol es ese otro. El alienado que invita a canalizar en colectivo las emociones que no sabemos ni podemos administrar individualmente. No importa a cuántos partidos del quinquenio, no importan las camisetas firmadas por los ídolos, los trofeos que descansan en alguna vidriera. Te divorciás de tu cuadro y él sigue ahí, dejás de ir al estadio y sigue ahí, recuperás la pasión y sigue ahí. Al fútbol le permitimos todo lo que no queremos ver en el espejo de nuestro rostro colectivo. Esa otra: el fútbol. Intento pensar en su parte linda. Y lo que parece otredad termina trayéndote a tus angustias más reprimidas. Llorás en el baño como un hincha que perdió, que busca en el llanto algún resto de dignidad o de goce. Y que lo encuentra.