Hace pocos meses la asociación de científicos que analiza distintos indicadores para actualizar la hora en el “reloj del fin del mundo” ubicó la manecilla a dos minutos y medio de las 12.00, momento en que se dispararía la situación con las consecuencias catastróficas para la humanidad. La idea del “reloj” (Doomsday Clock) surgió por parte de un grupo de científicos en 1947, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, para prevenir posibles desastres que llevaran a una hecatombe. El tema nuclear estuvo regulado por las potencias que pertenecían al club a partir de la correlación de fuerzas y el avance tecnológico que marcaron Estados Unidos y la Unión Soviética. Los principios sobre los cuales se pautaron acuerdos en el sistema internacional fueron la no proliferación, para disminuir los riesgos que podría aparejar; el control (relativo) para no generar una carrera de armamentos y desequilibrios, y la posibilidad de desarrollar la tecnología nuclear civil con fines pacíficos.

En la década del 90 del siglo XX, una vez culminada la Guerra Fría, el riesgo de una hecatombe nuclear se aminoró. La disminución del riesgo nuclear se vinculó con el optimismo que trajo a inicios de esa década la globalización, entendida como expansión del capitalismo, la finalización de la Guerra Fría y una reorientación del financiamiento bélico en la cooperación para el desarrollo. El optimismo contó con dos claros elementos para mirar con otros ojos el horizonte: la disminución del peligro nuclear y del terror de una “guerra limitada” regional, como fue el caso de los euromisiles en la década del 80, y la idea de que la reorientación de los recursos para el desarrollo posibilitaría la evolución del mundo. De ahí que en algunos foros internacionales se comenzara a pensar en la construcción de organizaciones globales que articularan lo local-nacional-regional-internacional-mundial, y en la redefinición de los peligros para la seguridad del mundo, y del propio concepto de seguridad.

La Organización Mundial del Comercio fue la primera organización que surgió en la globalización. A su vez, a partir de la década del 80 se comenzó a plantear un nuevo concepto de seguridad, vinculándola con el ambiente y el hombre. En esa dirección se manifestaron el Programa de paz del secretario general de Naciones Unidas, Boutros Ghali, en 1992 y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo en 1994, revirtiendo la idea de una seguridad centrada en el Estado, para enfocarla en el hombre. Esas manifestaciones habían sido antecedidas, entre otras, por un informe precursor de la Comisión Palme –“Seguridad común: un programa para el desarme”– en la década del 80. Ese período de la globalización también se manifestó en acuerdos para disminuir el arsenal nuclear: así se concretaron START I en 1991 y posteriormente START II en 1993. En esos años el reloj nuclear se retrasó varios minutos, llegando a marcar 17 minutos para las 12. Esa marca histórica correspondió a un momento determinado de la pos Guerra Fría que estuvo marcado por la disolución de la Unión Soviética y un deterioro en todos los ámbitos de Rusia. La globalización, en su faceta de construcción de regímenes, quedó limitada a una Organización Mundial del Comercio. La seguridad nuclear siguió estando en el exclusivo ámbito del Estado, que continuó con el desarrollo de nuevas tecnologías por distintos objetivos (seguridad, estatus, equilibrio en la competencia), pero además por una razón económica ligada a intereses concretos de sectores vinculados a la industria nuclear.

Los avances registrados en materia de cooperación nuclear entre estados resultan limitados frente a la lógica de base de la industria nuclear: la competencia y desconfianza lleva a más de eso. El número de estados con armamento nuclear pasó de cinco a nueve (se agregaron India, Pakistán, Corea del Norte e Israel) y el arsenal atómico se ha expandido, y se siguen generando desarrollos más sofisticados de defensa y ataque. Además, los propios estados de este selecto club son los que más han desarrollado la industria del armamento en sus distintas versiones y los que más exportan armas a otras regiones del mundo, empezando por Estados Unidos y siguiendo con Rusia. Los gastos militares y la inversión en ese sector han crecido en el mundo, convergiendo con el crecimiento de regiones y países en el siglo XXI, que a su vez ha estado asociado a deslocalizaciones y reorientación de las inversiones. La industria militar, incluyendo la nuclear, responde a intereses determinados que articulan los estados: su crecimiento genera un desarrollo que impulsa a otros sectores y es parte del núcleo duro del interés nacional. Este desarrollo específico del proceso de globalización ha incrementado los riesgos globales y locales en distintas regiones del planeta. Por otra parte, es uno de los factores que alejan al mundo real del hombre. El factor nuclear y el desarrollo de la tecnología nuclear escapan al dominio público y dejan inermes y sin posibilidades de participar en el futuro del planeta a la mayoría de los ciudadanos del mundo. De esta manera coadyuva a que se desarrolle la “globalización de la indiferencia” que nos señalara el papa Francisco en la Encíclica Laudato si.

El reloj ha avanzado en el siglo XXI y se sitúa cada vez más cerca de las 12.00. El desarrollo de distintos procesos globales ha erosionado la seguridad humana y ambiental. Los peligros globales son una niebla que no muestra las responsabilidades concretas de la situación. Si en el presente hay condicionantes sistémicos del mundo, como el cambio climático, hay también condicionantes que responden a los estados. En el sector nuclear, el desarrollo de Estados Unidos, en particular, no tiene parangón con el resto de estados del planeta, lo que lleva a que el mundo quede rehén de imprevistos desenlaces. Estamos todavía en un mundo de estados preglobal. Claro que estamos cerca de llegar a una situación mundial posglobal.

Lincoln Bizzozero Revelez | Doctor en Ciencia Política por la Universidad Libre de Bruselas. Docente grado 5 de la Facultad de Ciencias Sociales